1 abr 2011

Premios Nobel – Física 1908 (Gabriel Lippmann)

Premios Nobel – Física 1908 (Gabriel Lippmann)


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Tras disfrutar juntos con el Premio Nobel de Química de 1907, concedido a Eduard Buchner por su descubrimiento de la fermentación no celular, hoy continuamos nuestro largo periplo por los Premios Nobel de Física y de Química a lo largo de la Historia. Se trata en este caso de un premio de esos en los que se demuestran las vueltas que da la vida, un galardón de “múltiples ironías”: como Premio Nobel, el descubrimiento en cuestión se consideró en su momento como de una enorme relevancia… para luego ser casi olvidado ante otros más prácticos que él. Sin embargo, el uso de los mismos fenómenos físicos –y alguno más– reivindicaría unas décadas después el mismo descubrimiento, haciéndolo relevante una vez más como precursor de algo más grande.
Estoy hablando, por cierto, del descubrimiento realizado por el franco-luxemburgués Jonas Ferdinand Gabriel Lippmann, que obtuvo el Premio Nobel de Física de 1908, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
Por su método de reproducción fotográfica en color basado en el fenómeno de la interferencia.
A diferencia de otros años, en este caso queda clarísima la razón de otorgar el galardón, puesto que es algo muy concreto. Sin embargo, como siempre, volvamos hacia atrás en el tiempo para comprender el contexto y la relevancia del descubrimiento de Lippmann.

La fotografía tenía ya unas cuantas décadas aunque, por supuesto, en blanco y negro. Las primeras que conservamos, creadas por el francés Nicéphore Niépce, son de alrededor de 1825. Niépce, un genio que consiguió también crear el primer motor de combustión interna de la historia, el pireolóforo, denominó a sus primitivas fotografías heliografías, por escritura mediante el Sol y, aunque no eran de una gran calidad y requerían de un tiempo de exposición enorme, se trata de un logro excepcional y las bases de la técnica de Niépce son esencialmente las mismas que la de la fotografía posterior.
Nicéphore Niépce
Nicéphore Niépce (1765-1833).
La idea es bien sencilla: introducir una placa cubierta de ciertos compuestos químicos en una cámara oscura abierta al exterior por un agujero que puede taparse a voluntad, y elegir compuestos químicos que sufren algún tipo de cambio al ser expuestos a la luz, de modo que pueda registrarse en qué puntos hubo mayor intensidad luminosa y en qué puntos menor. Una vez fijados los compuestos tras la exposición, de modo que no se siga produciendo ningún cambio químico ante la luz, basta volver a mirar la placa revelada para ver la escena a la que se expuso la placa originalmente: se ha logrado entonces “fijar” la escena permanentemente sobre un sustrato físico.
En el caso de las heliografías de Niépce, el compuesto químico era una disolución de betún y aceite de lavanda. Con él, el francés cubría una placa metálica, que introducía en la cámara oscura. Después exponía la placa a la escena a heliografiar, aprovechando una peculiaridad del betún así disuelto en aceite de lavanda: que se endurecía paulatinamente al recibir la luz debido a un cambio en su estructura química. Una vez había pasado el tiempo suficiente, Niépce lavaba la placa con más aceite de lavanda, que se llevaba consigo el betún aún viscoso pero que dejaba pegado a la lámina el endurecido debido a la luz. Así, se obtenía una placa en la que algunas partes mostraban el metal que había bajo la capa de betún –donde había desaparecido el compuesto– y en otras seguía habiendo betún.
Vista desde la ventana en Le Gras, de Nicéphore Niépce
Vista desde la ventana en Le Gras, una de las primeras heliografías de Niépce (c. 1826). Observa la luz blanca sobre las caras izquierda y derecha de los edificios debido al tiempo de exposición.
El resultado tenía “relieve”, y era posible luego crear grabados a partir de él. En fin, algo realmente maravilloso. El principal problema del método de Niépce era que el tiempo de exposición necesario era de unas ocho horas, ¡como para posar para una heliografía! De ahí que el retraro de arriba sea eso, un retrato, y que no dispongamos de heliografías del propio Niépce ni de ninguna persona. Eso sí, para tomar imágenes de objetos inanimados, como otros grabados o edificios, era estupenda… excepto que al tomar heliografías de exteriores, el tiempo de exposición era tan largo que las sombras iban cambiando a lo largo del tiempo según el movimiento aparente del Sol en el cielo, claro.
Pero, limitaciones aparte, el inventor francés había abierto el camino, y otros lo seguirían gustosos, probando con otros compuestos químicos que requiriesen de un tiempo de exposición menor. El propio Niépce era consciente de que su método del betún no era muy práctico por esa misma razón, y colaboró durante años con otro francés, Louis Daguerre, para conseguir tiempos más cortos. Unos años tras la muerte de Niépce, Daguerre consiguió un método más eficaz que empleaba, en vez de betún y aceite de lavanda, sales de plata y vapores de mercurio.
El sistema de Daguerre se hizo mucho más famoso que el de Niépce –injustamente olvidado–, y sus daguerrotipos causaron sensación. Para crearlos, Daguerre primero cubría una lámina de cobre con una sal de plata –yoduro de plata primero, posteriormente bromuro de plata–, y luego la exponía a la escena a registrar. En las zonas expuestas a la luz, parte de la plata se reducía a plata metálica en un proceso mucho más rápido que el endurecimiento del betún de Niépce –unos 30 minutos en vez de ocho horas–. Posteriormente se situaba la placa sobre mercurio caliente, de modo que el vapor de mercurio formaba una amalgama con la plata y se adhería a la placa metálica; finalmente, se disolvían las sales de plata que no habían sufrido ningún cambio químico, y se tenía un registro visual de la escena daguerrotipada.
El principal avance de Daguerre, el menor tiempo de exposición, supuso que uno de sus daguerrotipos contenga la primera imagen registrada directamente de un ser humano. Claro, media hora es bastante tiempo, pero en una de sus imágenes de 1838 del Boulevard du Temple, en París, el francés tuvo la fortuna de que, mientras exponía su placa a esa calle parisina, un transeúnte decidiese utilizar los servicios de un limpiabotas. La limpieza de las botas duró lo suficiente para que ambos, limpiador y limpiado, quedaran inmortalizados para siempre.
Boulevard du Temple, de Daguerre
Boulevard du Temple (1838).
Posteriormente se desarrollarían métodos más eficaces que el de Daguerre, que obtenían negativos que luego se revelaban para producir la fotografía propiamente dicha, pero no quiero detenerme en eso, porque la base físico-química de todo el asunto es la misma que en el caso de los dos franceses Niépce y Daguerre: el cambio químico de una sustancia fotosensible. Sin embargo, aunque con los años se fue disminuyendo más y más el tiempo de exposición requerido, haciendo de la fotografía algo mucho más práctico, los sistemas posteriores seguían teniendo una limitación fundamental, idéntica a la de las heliografías y daguerrotipos.
Una sustancia fotosensible como el betún disuelto o las sales de plata podía no sufrir cambios –si no era expuesto a la luz o se correspondía con una zona oscura de la escena fotografiada–, sufrir cambios limitados si la intensidad luminosa no era grande, o sufrir un cambio muy notable si la intensidad era grande; idealmente, esto sucedía de manera razonablemente rápida y tenía una gradación suficiente para producir muchos matices entre la oscuridad total y una intensidad luminosa enorme… pero eso era todo. Se producían imágenes registradas en tonos de gris, es decir, lo que solemos llamar “en blanco y negro”. No había manera, si no se estrujaba uno la cabeza, de conseguir no sólo grados entre oscuridad y luz, sino calidades de luz, es decir, distinguir longitudes de onda para reproducir lo que realmente ve el ojo humano. Y a eso se dedicaron otros pioneros desde bastante pronto en la historia de la fotografía.
Existen varias maneras de obtener fotografías en color, pero la más evidente, la primera en ser planteada y la que, básicamente, utilizamos hoy en día, es lo que voy a denominar aquí fotografía tricrómatica para contraponerla a la maravillosa de Lippmann, de la que hablaremos en un momento. El primero en proponerla fue el genio escocés James Clerk Maxwell en 1855, pero muchos otros tuvieron la misma idea, parece que de manera independiente, en años posteriores.
Maxwell había estado estudiando, entre muchísimas otras cosas relacionadas, el fenómeno de la visión. Thomas Young había ya postulado a principios del siglo la existencia de tres tipos de fotorreceptores en nuestra retina, y Hermann von Helmholtz refinó la idea a mediados de siglo, de modo que Maxwell conocía bien la existencia de los tres tipos de receptores. Supongo que conoces más o menos de qué va este asunto, pero si no es así, puedes echar un ojo a la entrada sobre la visión de los toros, en la que abordamos la cuestión de la visión en color en algo más de detalle.
El caso es que Maxwell se planteó la siguiente posibilidad: a pesar de que los compuestos fotosensibles utilizados en fotografía sólo pueden responder a la intensidad de luz, y no su longitud de onda, sería posible fotografiar una escena no una vez, sino tres. Superponiendo un filtro de cada longitud de onda a la que tienen su sensibilidad máxima nuestros fotorreceptores, podríamos obtener tres fotografías en rojo, verde y azul, de modo que cada punto de la fotografía registraría algo parecido a lo que registrarían nuestros conos al ver la misma imagen. Si luego se superponían las tres placas fotográficas, como si fueran diapositivas semitransparentes, y una persona las miraba, vería otra vez la combinación de intensidad relativa de los tres colores primarios sobre cada punto, reproduciéndose así la imagen fotografiada, con sus colores, en el ojo.
El método de Maxwell no registraba, por tanto, todas las longitudes de onda de la escena, sino sólo tres, una nimiedad comparado con el total… pero una nimiedad suficiente para nuestro ojo, ya que funcionamos básicamente de la misma manera. Al ser nosotros seres tricrómatas, la “fotografía tricrómatica”, aunque no registre toda la información cromática de la escena, nos basta de sobra. El caso es que, aunque parece que la sugerencia del buen escocés fue olvidada en poco tiempo, en los años posteriores muchos otros tuvieron la misma idea –porque es de cajón, y no hace falta ser James Clerk Maxwell para que se te ocurra–, y diversos intentos de llevarla a cabo con mayor o menor éxito se fueron produciendo.
Al principio, claro, los fotógrafos hacían exactamente eso: tomar tres fotos diferentes de la misma escena con cámaras equipadas con filtros. Uno de los avances más obvios, ideado por el alemán Adolf Miethe, fue emplear una sola cámara con placas y filtros sobre rieles, de modo que pudiera bajarse la “placa que fotografiará el verde” junto con el filtro verde, ¡zas!, foto, luego subir ese y bajar el azul, luego el rojo, y así conseguir las tres fotografías en el menor tiempo posible. Porque el problema al principio, claro, es que si algo se movía entre una foto de un color y otra de otro, todo quedaba fatal…
Alim Khan, de Prokudin-Gorskii
Alim Khan, Emir de Bukhara, fotografiado por Prokudin-Gorskii, con las tres fotografías en cada longitud de onda a la derecha (1911).
De hecho, a principios del siglo XX un discípulo de Miethe, el ruso Sergei Mikhailovich Prokudin-Gorskii, se dedicó a recorrer el Imperio Ruso y documentar gráficamente sus viajes con fotografías tricromáticas, absolutameente maravillosas, aunque requiriesen, por supuesto, de un largo tiempo combinado de exposición, con lo que sólo se pudieran fotografiar personas que estuvieran posando cuidadosamente. Para llegar a la fotografía en color actual hacía falta tomar las tres fotos “a la vez”, claro… y eso es algo que lograron los hermanos Lumière con su Autocromo.
El Autocromo Lumière fue patentado por los geniales hermanos franceses en 1903, y aunque no me gusta tanto como el sistema ideado por nuestro héroe de hoy –a quien te prometo que llegamos en un par de párrafos, ¡paciencia!–, es innegable su genio. En vez de exponer tres placas fotográficas con sendos filtros a la escena a fotografiar, con el error inevitable que eso supone si algo se mueve entre unas y otras, los Lumière empleaban una sola placa y una sola fotografía en vez de tres.
Los hermanos empleaban una lámina de vidrio y una sal de plata… hasta aquí, nada sorprendente. Ahora bien, entre el vidrio y la plata interponían una capa de gránulos de almidón coloreados. Alrededor de un tercio de ellos estaban tintados de rojo anaranjado, otro tercio de azul violáceo y otro tercio de verde, y estaban mezclados aleatoriamente, de modo que la superficie del vidrio quedaba cubierta por una mezcolanza de minúsculos granitos de los tres colores. ¿Ves el genio de los franceses? Al tomar una fotografía, la luz debía atravesar los gránulos de almidón antes de llegar al sustrato químico que registraría la imagen, con lo que cada punto de la fotografía tenía su propio filtro minúsculo: dependiendo de qué gránulo tuviera delante, registraba la intensidad relativa de un color u otro.
Gránulos de almidón del autocromo Lumière
Gránulos de almidón del Autocromo vistos al microscopio.
Dicho de otro modo, cada punto era realmente una fotografía monocromática, pero todos juntos eran una mezcla de la misma escena fotografiada en tres longitudes de onda diferentes. Al mirar luego la placa a través de la misma lámina con los mismos gránulos de almidón, el ojo percibía cada punto de un color determinado, y todos juntos producían una imagen en color maravillosa en la que se había registrado la información de los tres colores de manera simultánea, a diferencia de las fotografías de Miethe y Prokudin-Gorskii que los guardaban secuencialmente.
Margate Beach, de John Cimon Warburg
Margate Beach, autocromo de John Cimon Warburg (c. 1908).
El método de los Lumière se emplearía durante unas décadas hasta ser sucedido por otros que llevarían hasta la fotografía moderna. Como puedes ver, la fotografía tricromática venció, pues partía de una idea simple y eficaz, y era fácil de producir y, eventualmente, de copiar. Pero existía otro modo de producir color sin utilizar pigmentos de ningún tipo, ni filtros, ni nada parecido, con una sola fotografía… mas, ¡ay!, para dar con ese otro modo hacía falta saber mucha, mucha Física y, sobre todo, mucha teoría ondulatoria de la luz, una disciplina aún en ciernes. Volvamos, pues, unos años atrás, para conocer la otra rama de la fotografía en color.
Tenemos que retroceder hasta mediados de siglo y hasta investigaciones bien diferentes de las de Daguerre y compañía, ya que los descubridores de este “segundo método” de producir fotografías en color no estaban intentando eso en absoluto: se trató, como tantas otras veces, de pura suerte. El físico francés Alexandre-Edmond Becquerel –padre de un viejo conocido de esta serie, Antoine Henri Becquerel– se encontraba entonces realizando estudios de fotoquímica, es decir, cambios químicos producidos en distintos compuestos al exponerlos a la luz. Fue así como, por cierto, descubrió el fenómeno fotovoltaico que utilizamos hoy en día en las placas solares de ese nombre pero, como siempre, me voy por las ramas.
Becquerel estaba utilizando láminas de plata cubiertas con una capa de cierto grosor de una sal del mismo metal, cloruro de plata (AgCl), exponiéndolas a la luz. Al exponer estas láminas ante una escena determinada, el francés observó que no sólo se producían cambios químicos en la sal, sino que sobre la lámina aparecían los colores de la escena frente a la lámina. Sin embargo, cuando la lámina se llevaba a otra parte, o se dejaba de exponerla a la luz, los colores cambiaban o desaparecían — no se trataba de algo permanente. Becquerel no supo explicar la razón de este extraño fenómeno, ni consiguió hacer permanente el cambio.
Aunque otros físicos intentaron, en los años posteriores, explicar la razón de que apareciesen colores sobre las láminas de Becquerel, la cosa no estaba nada clara y, sobre todo, no parecía posible emplear el fenómeno para nada práctico. Hasta que, por supuesto, un individuo de inteligencia tan aguda como sus bigotes hizo su aparición en escena, levantó sus tupidas cejas y se puso a pensar en el asunto en 1886.
Gabriel Lippmann
Gabriel Lippmann (1845-1921).
Gabriel Lippmann era por entonces profesor de Física en la Sorbonne de París, y acababa de ser nombrado miembro de la Académie des sciences francesa. Se trataba de un tipo interesado prácticamente en casi todo; entre otras cosas, ideó un electrómetro que empleaba el fenómeno de la capilaridad para detectar diferencias de potencial tan minúsculas que se empleó en el primer aparato de electrocardiograma de la historia, además de un dispositivo para observar los astros durante largo tiempo que compensaba el movimiento de rotación de la Tierra, de modo que los objetos en el firmamento mantuviesen su posición relativa durante horas.
Como puedes ver por sus descubrimientos, no se trataba de un físico teórico que se plantease responder a preguntas fundamentales sobre la naturaleza del Universo: era un tío práctico, que se proponía resolver un problema y aguzaba el ingenio hasta hacerlo así. En lo que a nosotros respecta en este artículo, el problema que intentaba resolver era el de registrar el espectro de la luz solar, con todas sus longitudes de onda, sobre una lámina fotográfica. Lippmann no deseaba conseguir una imagen tricromática, sino una imagen realmente multicromática, es decir, que registrase todas las longitudes de onda, no sólo algunas.
Para ello, el físico se fijó en los experimentos de Becquerel, y se puso a trabajar en dos aspectos fundamentales: por un lado, comprender cómo se habían formado los colores que veía el francés y, por otro, cómo conseguir fijar esos colores de manera permanente. Afortunadamente para él, en los años transcurridos entre el descubrimiento de Becquerel y 1886 la comunidad científica había alcanzado un conocimiento parcial de lo que sucedía en aquellas láminas coloreadas, y parecía claro que la interferencia tenía algo que ver. Lippmann avanzó aún más en el entendimiento del fenómeno, y en unos años alcanzó una respuesta que, si eres fiel seguidor de El Tamiz, seguro que te suena.
Lo que sucedía, de acuerdo con el luxemburgués, era que la luz estaba produciendo un cambio químico sobre el cloruro de plata, de un modo parecido al de las placas fotográficas normales, pero la luz no incidía sobre la capa de sal una vez, sino dos. La luz penetraba en la capa de AgCl, luego se reflejaba en la lámina de plata metálica que había detrás y que actuaba de espejo, y luego volvía a salir otra vez a través de la capa de AgCl. Pero mientras volvía tras reflejarse, se encontraba con la luz que estaba entrando en la lámina antes de rebotar: la luz estaba interfiriendo consigo misma, es decir, se estaban produciendo ondas estacionarias en la capa de sal.
Creo que la primera vez que hablamos de ondas estacionarias en El Tamiz fue al estudiar el pozo de potencial infinito pero, por si no leíste aquel artículo (no se trata de algo que pueda leerse sin bucear antes en otros, con lo que no doy por sentado que lo hagas), permite que te dé una breve explicación de este fenómeno ondulatorio. Cuando una onda se refleja en alguna parte y vuelve por donde vino, interfiere consigo misma. Como consecuencia, en algunos puntos se produce una interferencia constructiva, mientras que en otros hay una interferencia destructiva. De estos dos tipos de interferencia sí hemos hablado ya en esta misma serie al hacerlo de A. A. Michelson, con lo que no repito aquí los conceptos.
Onda estacionaria
Onda estacionaria (en negro), resultado de la interferencia entre la onda incidente (azul) y la reflejada (roja).
El caso es que hay puntos, denominados nodos, en los que la interferencia es destructiva y no hay luz de ningún tipo. En esos puntos, por tanto, la capa de sal permanece intacta y no se produce ningún cambio químico en ella; por el contrario, en las crestas en las que la interferencia es constructiva, la intensidad luminosa será el doble que la inicial, debido a la suma de la onda incidente y la reflejada. Y la distancia entre un nodo y el siguiente (o entre una cresta y la siguiente) es la mitad de la longitud de onda de la onda inicial. Todo esto puede sonar a trabalenguas, pero el quid de la cuestión es el siguiente: en la lámina se forma una especie de “libro” con “hojas” alternas, paralelas, en las que hay plata metálica en una y no en la siguiente, sí en una y no en la siguiente, etc., y la distancia entre una hoja y la siguiente idéntica a ella es la mitad de la longitud de onda inicial.
Como ves, a diferencia de una placa fotográfica normal, hace falta pensar en tres dimensiones: sí, en unos puntos de la lámina habrá más luz que en otros y la exposición de la sal será mayor, pero además, para cualquiera de esos puntos, habrá una serie de “sub-puntos” dentro de la capa de sal en los que ha habido una mayor y menor exposición alterna. Pensemos en esto en términos de información de la imagen: la información de luz/sombra está ahí, igual que en las fotografías normales, en el hecho de que un punto sobre la superficie ha recibido más o menos luz. Pero, además, en las placas de Becquerel –y luego en las de Lippmann– hay una dimensión de información adicional — la distancia entre las “hojas” con puntos de luz y sombra alternos almacena la longitud de onda recibida, es decir, el color de la luz que incidió sobre la lámina.
Es más, ¡esta información está almacenada para cada color que incide sobre la lámina simultáneamente! Si nos fijamos en un punto determinado de la lámina, cuando éste recibe luz de varias longitudes de onda diferentes, unas no interfieren con otras –pues sus longitudes de onda son distintas–, pero cada una interfiere consigo misma tras reflejarse en la lámina, produciendo así su propia onda estacionaria. Si sobre un punto de la lámina incide luz de veinticinco longitudes de onda distintas, se producirán veinticinco series de “hojas” de luz y sombra –es decir, de mayor y menor cambio químico–, cada una de las cuales almacena la información sobre su longitud de onda particular.
Gabriel Lippmann en el laboratorio
Gabriel Lippmann en el laboratorio.
Una vez Lippmann hubo comprendido esto, se dedicó a intentar mostrar de nuevo esa información cromática almacenada en la lámina y a almacenarla de manera permanente. Registrarla permanentemente requería, básicamente, realizar un proceso de revelado que asegurase que el cambio químico producido no se volviera a deshacer al dejar de recibir luz, lo cual requirió de varios intentos con distintas sustancias y sustratos químicos. La visualización era, sin embargo, enormemente fácil: tan fácil que el propio Becquerel, sin comerlo ni beberlo, había visto los colores en sus propias láminas a pesar de no estar intentándolo.
El fenómeno se parece bastante, como seguro que recuerdas si eres un viejo del lugar, a cómo se ve un holograma. Cuando se hace incidir luz blanca sobre la placa de Lippmann –porque así se llaman estas placas, por supuesto–, la luz penetra en la lámina, se refleja en el metal que hay detrás y luego sale otra vez hacia tu ojo… pero no antes de toparse con las “hojas” alternas dejadas allí por el proceso de exposición original. Lo que pasa entonces, como sucede en un holograma, es que lo mismo que el patrón de interferencia produjo un patrón de cambios químicos sobre el sustrato, ahora el patrón físico sobre el sustrato produce un patrón de interferencia en la luz.
Al volver a tu ojo, la luz ya no es blanca: en cada punto de la lámina, sólo la luz que tenía la longitud de onda adecuada –la que coincidía con la correspondiente a las “hojas de luz y sombra” originales– vuelve a salir hacia tu ojo, con lo que en cada punto ves luz de las mismas longitudes de onda que produjeron el patrón de cambios químicos sobre la placa de Lippmann. En otras palabras, estás viendo de nuevo los mismos colores que recibió la placa al tomar la fotografía; al menos, idealmente, ya que en la práctica el bueno de George no tenía los medios físicos y químicos para conseguir el ideal, pero sí el mecanismo teórico para conseguirlo.
Loro, de Lippmann
Loro, una de las primeras placas de Lippmann (1891).
Cinco años después de empezar a trabajar en ello, Lippmann produjo sus primeras placas en color. Los resultados pueden no parecer demasiado espectaculares, pero la relevancia del descubrimiento es extraordinaria. En 1891 anunció su logro a la Academia francesa, aunque seguiría perfeccionando el sistema durante años y, por supuesto, en 1908 recibiría el Premio Nobel de Física en honor a su descubrimiento.
Fíjate en dos cosas importantes: en ningún momento hemos hablado de pigmentos, ni tintes, ni filtros, ni nada. No hay “tinta de colores” ni nada parecido en la placa de Lippmann, sino que su estructura física microscópica –pues las longitudes de onda involucradas son minúsculas– hace que la luz blanca que llega a ella salga sólo en determinadas longitudes de onda. En esto se diferencia del Autocromo de los Lumière –que, por cierto, colaboraron con él para mejorar el sistema de Lippmann y producir mejores colores y mayor resolución– y de casi cualquier otro sistema de producir fotografía en color posterior.
Flores, de Lippmann
Naturaleza muerta (entre 1892 y 1899).
Pero más importante aún es la segunda diferencia: el método de Lippmann no registra los colores “como los ve el ojo”, sino “como son de verdad”. Dicho de otro modo, no es fotografía tricrómata, sino multicrómata, y todas las longitudes de onda son almacenadas, no sólo tres. Aunque cuando la mires con tu ojo la imagen se parezca mucho a la de una fotografía contemporánea de ella en tres colores, la cantidad de información almacenada en una placa de Lippmann es enormemente mayor.
¿Por qué, entonces, seguramente nunca has oído hablar del pobre Lippmann? Pues porque sus placas tenían un par de problemas prácticos enormes. Por una parte, los tiempos de exposición a finales del siglo XIX para las fotografías “convencionales” eran ya muy cortos, y era posible tomar retratos de personas sin que tuvieran que posar durante mucho tiempo. Sin embargo, las placas de Lippmann requerían más tiempo: unos 15 minutos al principio, reducidos hasta alrededor de un minuto cuando recibió el Nobel. Harían falta mejoras que redujesen este tiempo de exposición necesario aún más; en palabras del propio Lippmann,
Sin embargo, aún queda por perfeccionarse [este sistema] en algunos aspectos. El tiempo de exposición (un minuto a la luz del Sol) es aún demasiado largo para un retrato. Era de quince minutos cuando empecé mi trabajo. El progreso puede continuar. La vida es corta y el avance lento.
El segundo problema es muy parecido al de los hologramas: debido al mecanismo de formación de la imagen al mirar una placa de Lippmann y al hecho de que los cambios químicos sobre la placa tienen una estructura tridimensional, con profundidad, son casi imposibles de copiar. Esto, seguramente más que la razón anterior, hizo que pronto se abandonase el método del luxemburgués en favor de los convencionales, y que este genio experimental quedase un poco olvidado. Sin embargo, al igual que los hologramas tienen valor práctico precisamente por la dificultad de copiarlos, tal vez se utilicen algún día imágenes de Lippmann como medidas de seguridad.
Saint Maxime, de Lippmann
Saint Maxime (entre 1891 y 1899).
Los paralelismos entre los hologramas y las placas de Lippmann, por cierto, no acaban aquí. Una vez logró su propósito de registrar el espectro luminoso “completo”, este físico se planteó otro problema práctico: almacenar la imagen desde varios puntos de vista, de modo que al mirarla, por efecto de paralaje, el espectador pudiera percibir profundidad. El método que sugirió Lippmann era utilizar una multitud de pequeñas lentes que tomasen la imagen desde diversos puntos, pero no me dirás que no es interesante el hecho de que los hologramas resolvieran precisamente este problema.
El ideal de fotografía de Lippmann, por tanto, sería una “imagen completa” en cuanto al almacenaje de información sobre la escena se refiere: sus placas eran completas en cuanto a las longitudes de onda, mientras que nuestros hologramas lo son en cuanto a los puntos de vista. ¿Es posible combinar ambas técnicas para registrar una escena en todas sus longitudes de onda y desde todos los puntos de vista? El resultado sería impresionante, un almacenaje completo de la información visual de un lugar o un objeto. Tal vez algún día…
Como siempre, aquí tenéis el discurso de entrega del Premio, pronunciado el 10 de diciembre de 1908 por K. B. Hasselberg, por entonces Presidente de la Real Academia Sueca de las Ciencias:
Su Majestad, Sus Altezas Reales, damas y caballeros.
La Real Academia Sueca de las Ciencias ha otorgado el Premio Nobel de Física de 1908 al Profesor Gabriel Lippmann de la Sorbona por su método, basado en el fenómeno de la interferencia, que permite la reproducción de color en fotografía.
Antes incluso de 1849, cuando el arte de la reproducción fotográfica fue descubierto por esos pioneros de la Ciencia, Niepce, Daguerre, Talbot y otros, el problema de cómo registrar y fijar colores sobre una placa fotográfica estaba ya presente. Parecía que la respuesta estaba cerca cuando Edmond Becquerel mostró que una lámina de plata cubierta con una fina capa de cloruro de plata se coloreaba bajo la acción de la luz, con un color que se correspondía con el color de la luz utilizada. Esta observación no fue más allá. Becquerel no disponía de una explicación para el origen de los colores, ni consiguió un medio de fijarlos sobre la lámina. En poco tiempo desaparecían, con lo que su método, desprovisto de un uso práctico, no consiguió la atención que sin duda merecía.
Una explicación del origen de las imágenes en color de Becquerel fue proporcionada en 1868 por el alemán Wilhelm Zenker, y fue llevada más allá por el ganador del Premio Nobel, Lord Rayleigh. De acuerdo con esta explicación, los colores se deben a ondas de luz estacionarias que, mediante una acción química, forman gránulos de plata metálica a partir del cloruro de plata. El color es un fenómeno de interferencia producido por la reflexión de la luz sobre esta capa de plata.
El fenómeno se convirtió entonces en uno de interés teórico. Si podía confirmarse esta hipótesis, el trabajo de Becquerel nos proporcionaría más pruebas sobre la veracidad de nuestro concepto de luz considerada como el resultado de un movimiento vibratorio, ya que uno de los fenómenos fundamentales del movimiento vibratorio –la onda estacionaria– se habría verificado en el caso de la luz. Sin embargo, no fue hasta 1890 que Otto Wiener, mediante un experimento particularmente cuidadoso, consiguió pruebas concluyentes de que la hipótesis de Zenker era correcta.
Era entonces posible reproducir imágenes con colores más o menos exactos, pero no estables. También se había encontrado una explicación para el origen de estas imágenes. Aún no era el momento de hablar de la reproducción fotográfica de objetos con colores y de su fijación. Así estaban las cosas cuando el Profesor Lippmann, en 1891, comunicó a la Academia Parisiense de las Ciencias su trabajo sensacional sobre fotografía en color.
Las características principales del método de Lippmann son, sin duda, bastante bien conocidas. Se cubre una lámina de vidrio con una capa sensible a la luz, formada por una emulsión de gelatina, nitrato de plata y bromuro potásico. Sobre esta capa fotosensible se añade otra capa de mercurio, que forma un espejo. Esta lámina se expone dentro de una cámara oscura de manera que el lado de vidrio [el lado de la lámina que no ha sido cubierto con nada] se enfrenta al objetivo. Durante la exposición, la luz atraviesa primero el vidrio, luego penetra en la capa de la emulsión y finalmente se encuentra con la superficie reflectante del mercurio, que la devuelve hacia atrás.
La onda de luz incidente y la reflejada forman lo que se denominan ondas estacionarias, caracterizadas por una serie de máximos y mínimos de iluminación, separados unos de otros por media longitud de onda de la luz incidente. Una vez que se revela la placa, se fija y se seca mediante los procesos normales, se encontrarán en la lámina de gelatina planos de plata reducida cuyas distancias entre sí dependen de la longitud de onda — es decir, del color de la luz que produjo la imagen. Supongamos que se hace incidir luz blanca de la manera normal sobre una lámina fotográfica como las que acabamos de describir [después de haberla revelado, es decir, cuando ya tiene la fotografía fijada en ella]. El rayo será reflejado por los diferentes planos de plata y, siguiendo las leyes de la interferencia de la luz en láminas finas ya conocidas, la lámina aparecerá coloreada — y el color será el mismo que el de la luz que generó la impresión fotográfica original.
La reproducción de los colores se está llevando a cabo, por tanto, de la misma manera que sucede en las burbujas de jabón y las láminas delgadas en general, con un reforzamiento adicional del fenómeno por la existencia de planos sucesivos. El efecto del color en los experimentos de Lippmann no aparece, por tanto, como consecuencia de la existencia de pigmentos. Tenemos que conformarnos con lo que se denominan colores virtuales, inalterables en su composición y vívidos mientras la placa fotográfica esté intacta. Así, las fotografías de Lippmann salen favorecidas al compararlas con intentos posteriores de resolver el problema de la reproducción del color –las fotografías de los Lumière–, así llamadas fotografías de tres colores, obtenidas utilizando pigmentos, un descubrimiento extraordinario que, debido a lo simple del método involucrado, ha obtenido una gran popularidad bien merecida.
Una simple mirada a los trabajos de ilustración de nuestros días, tanto en el dominio de la ciencia como en el del arte y la industria, es suficiente para mostrar la importancia de la reproducción fotográfica en nuestros días. La fotografía en color de Lippmann supone otro paso adelante, de gran importancia, en el arte de la fotografía, ya que su método ha sido el primero en proporcionarnos los medios para mostrar a la posteridad, mediante imágenes inalterables, no sólo la forma de un objeto con sus luces y sombras, sino también sus colores.
A través de sus constante esfuerzo dirigido hacia este fin, y de su comprensión completa de todos los recursos que puede ofrecer la Física, el Profesor Lippmann ha creado este elegante método de obtener imágenes que combinan la estabilidad con el esplendor del color. La Real Academia de las Ciencias ha considerado este logro digno del Premio Nobel de Física de 1908.
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