29 ene 2009

El Tamiz : Inventos ingeniosos - El teléfono

El Tamiz : Inventos ingeniosos - El teléfono

En la serie Inventos ingeniosos recorremos objetos de la vida cotidiana en los que no solemos pensar a menudo. Tratamos de mostrar cómo a veces olvidamos las cosas que tenemos delante, considerando interesante sólo el aprender sobre complicadas teorías o descubrimientos: muy a menudo existen cosas realmente curiosas delante de nuestros ojos, o pegadas a nuestros oídos. A veces sabemos menos de lo que más utilizamos día a día que de lo que nunca hemos visto…

En la última entrada de la serie (en parte como preparación a ésta) hablamos acerca del telégrafo eléctrico. La historia de la invención de hoy sigue la misma tónica que aquélla: se trataba, en su momento, de algo inevitable. Muchas de las mentes más brillantes de la época con una orientación creativa y técnica cavilaron durante años hasta conseguir producir el invento de hoy — un invento muy disputado. De hecho, aún no parece estar muy claro quién es realmente el inventor, pero a lo largo del artículo trataré de mostrar dos cosas: que no es demasiado importante, pues casi todas las ideas son muy similares; y que los criterios que suelen utilizarse para elegir un “ganador” no son los más adecuados. Es más, querido lector, te daré una pista algo surrealista: ensalada de pepinos.

En cualquier caso, hablemos acerca del siguiente paso evidente tras lograr la telegrafía eléctrica: una vez transmitida información mediante un cable utilizando un telégrafo, ¿cómo conseguir transmitir la voz? Hablaremos acerca del teléfono. ¿Quieres saber cómo eran los primeros teléfonos? ¿Por qué a veces se daba vueltas a una manivela a gran velocidad para llamar por teléfono? ¿Sabías que, al principio, los teléfonos se compraban a pares? ¿Qué tiene que ver la magnetostricción con los teléfonos? Pues ya sabes, sigue leyendo.

Como dijimos en la anterior entrada al hablar del telégrafo eléctrico, el primer sistema comercial apareció en Inglaterra en 1839, y el telégrafo reinaría durante décadas; pero desde casi antes de su creación ya era evidente su principal limitación, una de las pocas cosas en las que era peor que los anteriores “tubos de voz” de los que hablamos en el mismo artículo — la necesidad de preparación para utilizarlo.

La primera parte de la revolución que cambiaría el mundo de una forma que no se repetiría hasta la llegada de Internet, una revolución en la que hice énfasis en la anterior entrada, ya se había producido con el telégrafo: la conexión casi inmediata de puntos enormemente alejados sobre la Tierra. Faltaba, sin embargo, la segunda parte: la universalización de la comunicación a distancia. Esa generalización del uso del telégrafo era muy difícil: para transmitir o recibir mensajes hacía falta conocer el código. Desde luego, era posible hacerlo con el código delante sin sabérselo de memoria, pero no algo práctico, dado el tiempo que llevaba transcribir un mensaje. El teléfono salvaría este obstáculo y conectaría el mundo de una manera que el telégrafo no podía, aunque durante mucho tiempo ambos convivieran.

Igual que el telégrafo fue una consecuencia inevitable de los avances tecnológicos del siglo XIX relacionados con la electricidad y el magnetismo, lo mismo sucedió con el teléfono. Si podían enviarse pulsos discretos de electricidad que moviesen una aguja, y se estaba investigando ya la manera de grabar la voz humana sobre un soporte físico (y Edison patentaría su fonógrafo en 1877, como hemos visto ya en esta misma serie), ¿por qué no iba a ser posible convertir la voz humana en una señal eléctrica y escucharla al otro lado de un hilo conductor?

Y, también como sucedió con el telégrafo, la idea abstracta es sencilla y es fácil ver que es posible físicamente de algún modo… pero lograrlo en la práctica es muy complicado. Uno de los primeros en proponer el concepto de un “telégrafo parlante” fue el italiano Innocenzo Manzetti en 1844 (tan sólo cinco años tras la puesta en marcha del telégrafo de forma comercial), pero estoy convencido de que muchos otros ya estaban atacando el problema sin publicarlo por ahí — el reinado de las patentes ya había comenzado, y especialmente en los Estados Unidos la lucha era feroz, de modo que los futuros inventores trataban de ocultar sus progresos y espiar a los otros sin reparo. Por otro lado, Manzetti habló de forma abstracta (en este caso, la forma fácil de hablar), pero no propuso maneras concretas de construir ese telégrafo parlante.

Quien sí lo hizo fue precisamente un telegrafista, el francés Charles Bourseul, que publicó las siguientes y proféticas palabras en 1854. Una de esas citas que hacen –si eres un sentimental como yo– que un ligero escalofrío te recorra el cuerpo, al leerlas más de siglo y medio después:

Supongamos que un hombre habla cerca de un disco móvil lo suficientemente flexible como para no perder ninguna de las vibraciones del sonido; que este disco abre y cierra de forma alternada la corriente procedente de una batería: podría tenerse a cierta distancia otro disco que ejecutaría simultáneamente las mismas vibraciones [...] Es seguro que, en un futuro más o menos lejano, la voz será transmitida por la electricidad. He realizado experimentos en este sentido; son delicados, y exigen tiempo y paciencia, pero las aproximaciones obtenidas prometen un resultado favorable.

Alrededor del mismo año (las fechas y los detalles son bastante poco fiables en la historia del teléfono y, a veces, hasta contradictorios) un segundo italiano, Antonio Meucci, hace su aparición de una manera bastante graciosa. Meucci había inventado en 1848 un sistema para tratar el reumatismo mediante descargas eléctricas de 114 voltios. En una de las dolorosas sesiones (sí, eran dolorosas, sigue leyendo), el italiano se encontraba en una habitación con dos cables de su sistema de “tratamiento”. En una segunda habitación había una serie de baterías que proporcionaban el voltaje, y en una tercera se encontraba el pobre paciente, al que estaban conectados los cables correspondientes. Cuando Meucci cerraba el circuito, el incauto recibía la descarga y gritaba como un cerdo en matanza… y en un momento dado, Meucci oyó la voz distorsionada del paciente a través del cable. Desde luego, no había el menor detalle y Meucci nunca hubiera podido entender palabra alguna, pero su intuición le dijo que era posible transmitir vibraciones sonoras en forma de electricidad, y construir así un “telégrafo parlante” como el propuesto por Manzetti.

Antonio Meucci
Antonio Meucci (1808-1889).

De hecho, parece que Meucci construyó un prototipo de su dispositivo –que luego llamaría telettrofono– en su propia casa. Su mujer era inválida, y el italiano construyó un par de receptores-emisores en los dos pisos de la casa, utilizando un sistema básicamente idéntico al que había propuesto Bourseul: el emisor disponía de una membrana tensa con un disco de metal imantado pegado a ella . Cuando una persona hablaba (o más bien gritaba, pues no eran instrumentos muy sensibles) frente a la membrana, ésta vibraba en consonancia con la onda sonora emitida. El disco de metal se acercaba y se alejaba entonces de una bobina de cobre arrollada a un núcleo de hierro que se encontraba en el interior del telettrofono y, como ya mencionamos en el artículo anterior, cuando se mueve un imán cerca de un cable aparece una corriente inducida en el cable. Las vibraciones sonoras se han convertido en modificaciones de la corriente en el cable.

En el otro lado del hilo, el receptor de Meucci realizaba el proceso contrario: el cable arrollado a la bobina de hierro tenía una corriente variable (el resultado del proceso anterior), con lo que se convertía en un imán variable. A su vez, una segunda membrana tensa con un disco imantado pegado a ella se encontraba cerca de la bobina, con lo que la corriente variable hacía que el disco de metal se “bambolease” al ritmo de la corriente, que era a su vez, claro está, el ritmo de la voz que la había generado… con lo que la segunda membrana oscilaba de idéntica manera a la primera (salvo por otros efectos que creaban corrientes espurias en el cable, lo que complicaba algo la cosa). El resultado era muy primitivo, y no sabemos si podía realmente entenderse la voz, además de tratarse de un cable realmente corto, entre los dos pisos de una casa, pero la comunicación verbal –más o menos– a distancia –más o menos– se había logrado.

¿Que la persona hablaba con voz aguda? La membrana vibraba muchas veces por segundo, la corriente aumentaba y disminuía muchas veces por segundo y, por consiguiente, la segunda membrana vibraba muchas veces por segundo, produciendo un sonido agudo. ¿Que la persona gritaba (como solían hacer por entonces, o apenas se oía nada al otro lado)? La membrana vibraba violentamente, con gran amplitud, con lo que la corriente aumentaba y disminuía mucho, la segunda membrana vibraba con gran amplitud y emitía un sonido más fuerte. Es una de esas cosas que parecen milagrosas cuando te las planteas por primera vez, pero tienen detrás un principio físico realmente simple, que Meucci aplicó realmente bien.

Eso sí, no sabemos si otros lo habían conseguido antes, ya que, como digo, decenas de inventores se encontraban realizando prototipos similares. Casi todos son tan parecidos que, realmente, no me parece importante quién hizo qué antes, ya que (disputas de patentes y dinero aparte) si no lo hubiera logrado uno, lo hubiera hecho otro un año o dos después. Era totalmente inevitable, y no quiero dedicar este artículo a detalles y rumores que traten de discernir quién hizo qué antes que cuál otro para determinar un “ganador”.

Dicho esto, en mi mente sí hay un ganador. Pero no por razones tan banales como que lo hiciera antes que todos los demás (no lo hizo) ni que su invento fuera más eficaz que los otros (no lo era), sino por algo más importante. Mi “favorito” no es otro que el alemán Johann Philipp Reis, que construyó su teléfono en 1860. El teléfono de Reis ha ganado su posición en mi corazón por dos razones. En primer lugar, no utilizaba el sistema propuesto por Bourseul y empleado por Meucci, Bell (de quien hablaremos luego) y otros en el receptor, sino que hacía uso de algo mucho más extraño: la magnetostricción.

Teléfono de Reis
Diagrama del teléfono de Reis - emisor (I), baterías (B) y receptor (II).

Este fenómeno físico –un gran desconocido, tal vez ni siquiera lo conocieras antes de hoy– es realmente curioso, y había sido descubierto tan sólo veinte años antes del invento de Reis, nada más y nada menos que por James Prescott Joule entre otros: cuando un material ferromagnético se introduce en un campo magnético, cambia levemente su longitud ; dicho mal y pronto, los dominios magnéticos del material se atraen o repelen unos a otros según cómo están colocados, ya que son minúsculos imanes, de modo que se alejan –muy levemente– o se acercan –también muy ligeramente– cuando aparece un campo magnético, desaparece o cambia de intensidad o dirección. De hecho, la magnetostricción es una de las razones por las que muchos transformadores y algunos otros aparatos eléctricos (especialmente de gran voltaje) emiten un zumbido característico: el metal se alarga y se acorta muchas veces por segundo debido al campo magnético variable de la corriente alterna, y el resultado es una vibración audible y que seguro que has oído alguna vez.

Emisor del teléfono de Reis
Emisor del teléfono de Reis (el diafragma está dentro del tubo).

El teléfono de Reis utilizaba este mismo fenómeno para producir el sonido en el receptor, que consistía básicamente en un cilindro de hierro con un cable de cobre enrollado. Cuando la corriente generada en el emisor recorría la bobina de cobre, el cilindro se alargaba y acortaba con el ritmo de la vibración del diafragma del emisor. Finalmente, el cilindro estaba unido a una caja de resonancia de madera (como la de un violín o una guitarra), de modo que el sonido se amplificaba: el cilindro de hierro vibraba en consonancia con la voz de quien hablaba, haciendo que la caja entera emitiese el sonido correspondiente. Desgraciadamente, entre otras cosas, el emisor de Reis era inferior a los de Meucci o Bell: en vez de tener un trozo de metal imantado que aumentase o disminuyese la corriente alternativa y suavemente, en su caso el diafragma tenía una aguja pegada que hacía contacto o no sobre el circuito. De modo que el teléfono de Reis dejaba pasar la corriente o no de manera discreta y brusca (y necesitaba de una batería para funcionar, claro), y aunque podían reconocerse notas musicales al utilizarlo, entender una conversación era muy complicado.

Receptor del teléfono de Reis
Receptor del teléfono de Reis.

Pero, con todo, sigue siendo mi teléfono favorito, y aquí tienes la segunda razón: las primeras palabras que Johann Reis pronunció, a través de cien metros de cable, en la puesta en marcha de su invento, un momento siempre crucial. Otros pioneros han balbuceado cosas como “Es un pequeño paso para un hombre…”, o “¡Eureka!”, pero no Reis. Al otro lado de su teléfono, difíciles de entender y metálicas, sus palabras fueron: “Das Pferd frisst keinen Gurkensalat” (”El caballo no come ensalada de pepino”). Creo que no hay más que hablar. Herzlichen Glückwunsch, Herr Reis!

Finalmente, la famosa patente de Alexander Graham Bell de 1876 fue considerada durante mucho tiempo la verdadera invención del teléfono. Como espero que haya quedado de manifiesto en los párrafos anteriores (y no he mencionado a otros inventores igualmente ilustres, como Elisha Gray), hoy la cosa no está demasiado clara, pero sí parece evidente que Bell no fue tan especial como se pensaba, sino uno más entre los muchos pioneros del teléfono — simplemente fue más astuto, tuvo más suerte o mejores conexiones, y fue indudablemente quien más se enriqueció con el teléfono de entre sus competidores.

Por cierto, como puedes ver en la foto de abajo, los primeros teléfonos de Bell y compañía no tenían un emisor y un receptor separados, ya que el mecanismo de funcionamiento era simétrico: había un solo diafragma, y hacía falta hablar y escuchar por turnos, llevándose el aparato al oído o la boca, según. Sin embargo, esto no duraría mucho y pronto aparecerían los diafragmas a pares, emisor y receptor, en el mismo aparato.

Teléfono de Graham Bell
Copia del teléfono de Alexander Graham Bell. Crédito: Wikipedia/CC 2.0 Sharealike License.

Pero el teléfono no hubiera alcanzado la popularidad que tuvo sin el omnipresente Thomas Alba Edison. La cuestión es que, incluso los teléfonos que funcionaban realmente, como los de Bell, no eran demasiado prácticos: para hacer vibrar la membrana con la suficiente amplitud como para crear una corriente inducida que, a su vez, hiciera vibrar la segunda membrana de forma audible, había que hablar muy alto. Es decir, que las conversaciones eran prácticamente a gritos. Hacía falta un micrófono más sensible, y el genial Edison (sólo un par de años antes que Emile Berliner, que mantuvo con él una ardua batalla legal por la patente) fue quien lo proporcionó en 1877, sólo un año tras la patente de Bell: el micrófono de carbón.

El micrófono de Edison tenía, como los anteriores, una membrana que vibraba al hablar cerca de ella, pero con una diferencia: no había un imán pegado, ni se inducía ninguna corriente. Detrás de la membrana había gránulos de carbón (grafito o antracita). Cuando la membrana vibraba, presionaba los gránulos rítmicamente, apretando unos contra otros y luego dejando que se separasen de nuevo. Pero, cuando estaban juntos, los gránulos conducían mejor la corriente eléctrica, mientras que cuando volvían a separarse dejando aire entre ellos, la conducían peor. De modo que era posible hacer que una corriente eléctrica atravesase el micrófono con sus gránulos de carbón, y las vibraciones de la membrana producirían subidas y bajadas de la corriente en consonancia con las vibraciones sonoras de la voz humana, sin necesidad de inducir una corriente.

La desventaja evidente del sistema de Edison es que necesitaba de una corriente eléctrica externa al micrófono, mientras que los anteriores la generaban con la propia voz, al inducirla en la bobina. Pero la ventaja era una sensibilidad muchísimo mayor, y un alcance mucho mayor también, ya que la corriente externa tenía un voltaje mayor que el que se inducía en el cable con los micrófonos primitivos. El sistema de Edison permitía entender mucho mejor las palabras, y a una distancia mucho mayor que antes.

En ese momento empezaron a fabricarse ya cantidades considerables de teléfonos, y funcionaban bastante bien si la distancia no era muy grande. Sin embargo, aunque el sistema básico fuera parecido al de los teléfonos posteriores, había diferencias considerables en la manera de usarlos:

  • Para empezar, ¡al principio no había números! La gente compraba los teléfonos a pares, e instalaba uno en su casa y otro en la de, por ejemplo, su madre. A continuación se contrataba a una empresa que tirase un cable (sí, sí, un cable específicamente de casa de uno a la de su madre) que conectase ambos teléfonos –algo que solían hacer las empresas de telegrafía, que aún eran muy comunes–.

  • Además, como he dicho antes, hacía falta corriente eléctrica para que el teléfono funcionase: puesto que la corriente en las casas aún no era muy común, la mayor parte de los teléfonos tenían una batería que debía cambiarse periódicamente (y recargarse en la tienda). Los tiempos han cambiado, pero algunas cosas no cambian… aunque a los teléfonos móviles o celulares ya llegaremos algún día en la serie.

  • No sólo eso: ¡los pares de teléfonos estaban permanentemente conectados el uno al otro! El concepto de “colgar” o “descolgar” no existía, como tampoco existía el de “llamar” con un timbre. Lo más normal al principio era silbar o gritar a un lado de la línea, para que alguien lo oyera al otro lado y se pusiera a la escucha. Al principio, claro está, la mayor parte de los teléfonos eran alquilados o comprados por empresas que necesitaban comunicarse rápidamente con otras oficinas, no tanto por particulares, aunque también los había.

Teléfono primitivo
Teléfono de finales del s. XIX, con el emisor y el receptor separados y, todavía, sin sistema de marcado.

El cambio sustancial en el funcionamiento del teléfono, y el que lo convertiría en algo mucho más parecido a lo que conocemos hoy, fue la aparición de la central telefónica, un concepto inventado en 1877 por el húngaro Tivadar Puskás mientras trabajaba para, cómo no, Thomas Edison. La idea, una vez más, no es revolucionaria, y era cuestión de tiempo que apareciera, pero llama la atención lo poco que necesitaron Edison o Puskás para mejorar el teléfono tanto como lo hicieron.

Teléfono primitivo
Otro teléfono de finales del XIX, con el emisor y receptor en la misma pieza.

Lo que hacía falta, claro está, era poder llamar a más de un teléfono: ¡no ibas a conectar un par de cables del tuyo a cada aparato al que quisieras llamar! La solución era conectar muchos teléfonos a una especie de “conmutador central”, en el que pudieran conectarse los cables de cualquier par de teléfonos enganchados a él: la central telefónica. Al principio las centrales no eran nada más que eso: un lugar en el que desenchufar y enchufar los cables de los teléfonos para que estuvieran conectados unos a otros cuando se quería entablar una conversación, algo plausible porque había poquísimos teléfonos en cada localidad.

La primera central se puso en marcha en 1878 en New Haven, EE.UU., y estaba construida con materiales “reciclados” de otras máquinas y enseres domésticos, como mangos de tetera, clavos de un carro, etc. No te creas que era gran cosa: era capaz de conectar dos pares de teléfonos a la vez. ¡Sólo dos conversaciones simultáneas! Sí empezaron entonces, al menos, a asignarse números únicos a cada teléfono de una central determinada (aunque, por entonces, números muy pequeños, claro).

Además, desde luego, no existía el concepto de “marcar” uno de esos números. El usuario avisaba al operador de la central de que quería usar el teléfono; esto se lograba mediante una luz o un timbre en la central, junto a la conexión del teléfono correspondiente en el panel de control; muy a menudo esto se hacía dando vueltas muy rápido a una manivela en el teléfono (fíjate en el de la foto de arriba), que generaba una corriente inducida que hacía sonar un timbre en la central. Cuando el operador veía la luz u oía el timbre, conectaba su propio teléfono (que puedes ver en la foto de abajo) a las entradas del usuario en el tablero y hablaba con él, le preguntaba el número a quien quería llamar (en lugares pequeños, directamente el nombre de la persona a quien quería llamar) y, finalmente, efectuaba la conexión, llamando mediante otro timbre al receptor de la llamada –luego veremos cómo–.

Central telefónica
Central telefónica manual de 1924.

¿Qué sucedía cuando alguien quería llamar a un teléfono que no estaba conectado a la misma central? El operador de la central llamaba a la central del receptor de la llamada, si estaban conectadas, o a una central intermedia si no lo estaban. Así, se iban conectando unas con otras directa o indirectamente hasta que, finalmente, se completaba la conexión entre el emisor y el receptor de la llamada, algo curiosamente similar a cómo funciona el protocolo IP hoy en día. En 1918 esto tardaba una media de 15 minutos para llamadas de larga distancia, con lo que era común llamar al operador, decirle que se quería poner una conferencia con tal persona en tal sitio, y luego colgar el teléfono. Al cabo de un rato, el operador te llamaba por teléfono y te ponía en contacto con el receptor de la llamada.

Con el tiempo, por supuesto, las cosas cambiaron: era imposible tener un gran número de teléfonos conectados de esa forma manualmente. De hecho, me ha sorprendido leer que a principios del siglo XX (en 1904) había unos tres millones de teléfonos en los Estados Unidos (más que en cualquier otra parte por aquel entonces), pero seguían casi todos conectados mediante centrales manuales con operadores. Era necesario, sin embargo, automatizar el sistema.

La solución existía, curiosamente, desde 1891, y la había inventado un enterrador de Missouri, Almon Strowger: un interruptor electromecánico que era capaz de conectar al abonado a un teléfono determinado de la misma central de manera automática. Aunque no vamos a entrar en demasiados detalles, el aparato de Strowger funcionaba básicamente así: tenía una parte giratoria, con un motor que la hacía girar. Cuando recibía un pulso eléctrico, el motor se encendía y hacía girar la rueda un “paso”. De ese modo, si se le enviaban cinco pulsos seguidos, la rueda giraba hasta una posición determinada, si se enviaban dos, lo hacía a otra posición, etc., haciendo contacto unos cables u otros sin que ningún operador tuviera que tomar parte.

Interruptor electromecánico de Strowger
Interruptor electromecánico de Almon Strowger. Crédito: Wikipedia/FDL.

Naturalmente, el sistema primitivo de Strowger no servía para hablar con alguien que no estuviera en la misma central (y al principio sólo podían soportar unos cuantos teléfonos conectados a cada “rueda”), de modo que seguían haciendo falta operadores para establecer llamadas a larga distancia (”conferencias”). Pero el primer paso hacia la automatización estaba dado — de los sistemas electromecánicos con piezas móviles se pasó, a lo largo del tiempo, a otros electrónicos sin piezas móviles.

Pero ¿cómo enviaba el teléfono los pulsos eléctricos hasta la central para hacer girar las ruedas de Strowger y similares? Los “nuevos” teléfonos adaptados a ellas tenían también una pequeña rueda de marcación, con los dígitos del cero al nueve y agujeros para meter los dedos. Sí, ya sé que tal vez tú también los has utilizado, pero créeme cuando te digo que, cuando hablo de ello a mis alumnos, me miran como si acabase de llegar de otro planeta.

Teléfono alemán de 1948
Teléfono alemán de 1948 (W48). Imagen de dominio público.

Cuando se hacía girar la rueda hasta, por ejemplo, el cinco, una leva servía para cerrar el circuito que enviaba un pulso eléctrico (una señal muy corta) a la central en cada paso dado — en este caso, se enviaban cinco pulsos, que hacían girar uno de los interruptores en la central cinco pasos. Se trataba de la marcación por pulsos. Sin embargo, el buen funcionamiento del sistema dependía de que el movimiento de la rueda mediante el dedo fuera suave y continuo, o los pulsos tardarían demasiado (y la central consideraba que se había terminado de enviar ese dígito) o demasiado poco (y entonces sólo se daría un paso en vez de dos). Muy pronto se cambió el sistema: el usuario giraba la rueda sin que se enviase ningún pulso, y luego, según la rueda volvía a su posición inicial mediante un muelle, a una velocidad fija, se iban enviando los pulsos sin posibilidad de error. Poco a poco hicieron falta más y más dígitos por teléfono para que hubiera las suficientes combinaciones posibles, de modo que hizo falta marcar más y más números, pero el sistema siguió siendo básicamente el mismo durante décadas (casi hasta ayer por la mañana, como quien dice).

Otro cambio que se produjo en la década de los 30 fue la desaparición paulatina de las baterías de los teléfonos individuales: era mucho más eficaz que las centrales telefónicas, que estaban al fin y al cabo conectadas a todos los teléfonos mediante cables, fueran quienes proporcionaran la energía eléctrica a los teléfonos. A partir de ahí, las cosas son fácilmente reconocibles para un usuario actual del teléfono, de modo que trataré de explicar cómo funcionaban (y han seguido funcionando, con algunas modificaciones) los teléfonos a partir de los años 30. Seguro que este proceso te suena, aunque tal vez no supieras qué estaba pasando “al otro lado” en cada paso.

El usuario descolgaba el teléfono, lo que conectaba el interruptor y hacía que llegase corriente continua desde la central telefónica. En la central, al detectarse la conexión del circuito, se enviaba al teléfono un tono continuo para indicar que estaba lista para recibir una llamada. En ese momento, el abonado marcaba los dígitos del número al que quería llamar con la rueda (hoy en día suele ser algo diferente, pero de eso hablaremos en un momento); los pulsos enviados a la central hacían que, mediante dispositivos electromecánicos como las “ruedas” de Strowger, se seleccionase el teléfono deseado. Si ese teléfono ya estaba conectado a la línea, la central enviaba un tono entrecortado a quien trataba de llamar (”comunicando”). Si no, enviaba una señal eléctrica bastante intensa al receptor, que hacía sonar, mediante un condensador, el timbre del teléfono. Si alguien lo descolgaba, la central cambiaba la conexión del circuito del timbre al circuito conectado al llamante, con lo que ambos teléfonos quedaban conectados.

Aunque posteriormente se fueron refinando las cosas, los teléfonos apenas cambiaron durante mucho tiempo, ya que funcionaban realmente bien. De hecho, se siguió utilizando casi exclusivamente la patente de Edison del micrófono de carbón hasta los años 70. Lo que sí fue cambiando, especialmente con la llegada de la electrónica, fue el funcionamiento de las centrales, ya que el número de teléfonos siguió aumentando y aumentando sin descanso. El cambio principal, y muy reciente, en los sistemas de marcación, fue el paso de la marcación por pulsos que he mencionado antes a la marcación por tonos que utilizan la mayor parte de las centrales modernas (aunque casi todas seguirían aceptando los pulsos de una rueda, si algún teléfono antiguo está conectado a la red).

En la marcación por tonos no se envía una serie de pulsos eléctricos que la central “cuenta” mediante ningún sistema (electromecánico al principio, electrónico después). Con los pulsos existe la posibilidad de errores, si algún pulso se pierde, y se depende de piezas móviles que pueden romperse con relativa facilidad. En la marcación por tonos, se señala cada dígito a la central como un par de sonidos de frecuencias fijas de entre ocho posibles. Por ejemplo, el número 1 es el par de frecuencias 697 Hz-1209 Hz. Con las ocho frecuencias que se emplean es posible formar dieciséis combinaciones de dos frecuencias, ya que hay dos grupos de cuatro frecuencias que no se mezclan (cada frecuencia de un grupo sólo se combina con una del otro grupo, como si fueran filas-columnas): con 16 posibles combinaciones no estábamos ya restringidos al 0-9. Se añadieron entonces las letras A-D (que, por cierto, nunca he visto utilizar), el asterisco “*” y el cuadradillo (o almohadilla) “#”. Irónicamente, en este caso nos hemos mudado de un sistema digital (el de pulsos) a uno analógico (el de tonos).

Teléfono por IP
Teléfono actual por IP. Imagen de dominio público.

Finalmente, aunque no vamos a entrar en detalle en esto, pues el objetivo de esta serie es hablar más sobre el origen de las cosas cotidianas que de los últimos avances, la digitalización de todo el sistema ha permitido la identificación de llamada y la transmisión de datos a través de la línea telefónica. Últimamente parece que el propio concepto de línea telefónica puede incluso desaparecer, con la proliferación de los teléfonos por IP y el cable. Curiosamente Internet, la “hija” de la línea telefónica, puede comerse a su propia madre. Y en otra ocasión hablaremos también de los teléfonos móviles, ya que merecen su propia entrada.


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