29 ene 2009

El Cedazo : Eso que llamamos “Tiempo” – Desde el Cristianismo

El Cedazo : Eso que llamamos “Tiempo” – Desde el Cristianismo

Hasta lo que va de la serie, estuvimos hablando de distintas concepciones filosóficas sobre el tiempo en la antigüedad, pero todas ellas sentadas sobre la base de la noción del tiempo cíclico y también de la eternidad –no como un tiempo infinito, sino como negación del tiempo–. Ahora llega el momento de explorar otras bases, por decirlo de alguna manera, muy interesantes, que se contraponen drásticamente con lo visto hasta aquí, y que revolucionarían la forma en que la humanidad interpreta al tiempo.

Ya después de haber hablado de las reflexiones de los antiguos griegos –mencionamos a Tales, Anaximandro, Heráclito, Parménides, Zenón, Platón y Aristóteles–, nos toca remontarnos sobre el año 0, para zambullirnos en las consecuencias filosóficas a partir del surgimiento del Cristianismo, sobre qué se entiende por tiempo, y la importancia de análisis psicológico y moral de éste.

Una advertencia: este artículo NO pretende ser de carácter religioso, sino centrarse en aspectos filosóficos, de forma lo más laicamente posible. Mi intención es exponer las ideologías, lo cual no significa un acuerdo ni desacuerdo por mi parte.

Con la llegada del pensamiento cristiano, no se podía aceptar de ninguna manera que el tiempo pudiera tener características cíclicas. Esto es porque la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, es un episodio único e irrepetible en la historia humana, y marca la razón de su existencia. Además, se establece un punto de Creación, antes de lo cual nada había, por lo que se entiende que el tiempo surgió con el Universo y acabará junto con él en el Día del juicio final, lo que nos muestra la imposibilidad de los ciclos eternos –en el sentido de tiempo infinito– que planteaban los griegos.

Además, Aristóteles había instaurado un ‘axioma’ fundamental, tanto a nivel físico como filosófico, que es que el movimiento solo puede existir cuando existe alguien o algo que impulsa al objeto que se quiere mover. Es decir, que por naturaleza, todos los objetos tienden a encontrarse en reposo, y para que se muevan alguien o algo los debe impulsar. Al principio, esta proposición pareció convincente. Pero empezaron a surgir problemas, como por ejemplo, el que una flecha continúe en movimiento después de haber sido soltada por el arquero. Mientras está en el aire ¿quién la está impulsando para que su movimiento continúe? En fin, con la llegada de Galileo y Newton, el problema fue resuelto, pero no nos adelantemos demasiado en la historia.

¿Y qué tiene que ver esto con lo que empezamos a hablar antes? Que este planteamiento conducía necesariamente a un no-origen absoluto del Universo, ya que el primer movimiento debió ser impulsado por otro movimiento, y este otro movimiento debió ser impulsado por otro movimiento, el cual necesitó ser impulsado, etc., etc. Entonces, no tendría sentido hablar de un primer movimiento que diera origen al Cosmos. Pero con el pensamiento cristiano se rompe este concepto, porque se establece un origen definido y absoluto del Universo, que recibió existencia por la voluntad de Dios. Pero Dios no necesitó ningún impulsor, ya que él siempre existió.

Estas características de no reiteración, de comienzo y fin, de encaminamiento progresivo, y sobretodo de causalidad no- cíclica conforman lo que llamamos Tiempo Lineal –implantado antes por el Judaísmo–. En contrapuesta, se establece otro tipo de “transcurso” que subyace fuera de lo que conocemos como Universo, y que es atributo de Dios, es decir, la Eternidad. Pero como vimos, este concepto puede interpretar de distintas maneras:

  1. Eternidad como un tiempo infinito. Algo aproximadamente, concebible por la mente humana, ya que en la experiencia percibimos los cambios, los movimientos, la degeneración, etc., lo que nos permite tener una noción finita del transcurrir. Para entender el concepto, hay que ampliar ese transcurrir a un marco infinito. (Como una película que no tiene comienzo y no acaba nunca. Siempre que la mires, verás cosas distintas).
  2. Eternidad como negación del tiempo. Es decir, un reposo infinito, inmutable, atemporal, que de todo lo que es –existe- allí, sólo se puede decir que es. No será, puesto que eso implica un transcurrir, una no-igualdad con un estado anterior. Tampoco se puede decir que era, por el mismo motivo. (Como si tomaras una película y le pusieras pausa, para siempre. Siempre que la mires, verás exactamente lo mismo).
  3. Eternidad como fundamento del tiempo. Esto sí es verdaderamente abstracto y muy difícil de concebir por la mente humana. No estamos queriendo decir que hay un reposo infinito, que no hay cambio, etc., sino que lo que fue, lo que es y lo que será sucede todo a la vez en un ‘es’. (Recordemos que ser, se toma como sinónimo de existir). Es decir que lo que ya aconteció, y lo que acontecerá suceden simultáneamente en un acontecer presente. En realidad, esta definición es producto de que soy un ente que vive en un Universo en que las cosas que suceden, terminan de suceder y ese suceso deja de existir. Y no nos es posible asimilar los acontecimientos de otra forma distinta. Por ejemplo, si te dijera que además de un pasado, presente, y futuro, existe un cuarto estado o modo de ser más ¿lo podrías visualizar? Para mí, es terriblemente difícil. Es el mismo caso de que como existimos en un Universo de tres dimensiones espaciales, no podemos visualizar una cuarta dimensión espacial. (Siguiendo la analogía de la película, es como si ésta fuese infinita como en el caso 1, pero que los acontecimientos pasados y futuros suceden simultáneamente, y nunca dejan de existir. Es decir que hay movimientos, suceden cosas, pero nuestras nociones de pasado y futuro no nos sirven para asimilar esto).
  4. Eternidad como inmortalidad, es decir interpretado como sinónimo de vida interminable, por muchas teologías. Pero no pretendo aquí entrar demasiado en ese campo.

Sé que te habrás quedado con muchas dudas, respecto al punto 3 así que vamos con un ejemplo. En un tiempo lineal podemos, por ej., romper un vaso, lo que implica tres etapas:

  1. Vaso íntegro
  2. Acción de romper
  3. Vaso roto

Analicémoslo un momento. Cuando el vaso está íntegro, evidentemente aún no está roto. Cuando se rompe, ya no es íntegro. Es decir que los estados 1 y 3, no pueden ser simultáneos. Y para que exista el estado 3, necesariamente deben primero existir y luego dejar de existir los estados 1 y 2. Todo esto parece muy obvio, pero si el tiempo no fuese lineal, sino ‘eterno como fundamento del tiempo las cosas serían muy, muy distintas.

Si quisiéramos romper el vaso en esta “configuración de tiempo”, no haría falta: ya estaría roto. ¡Ah!, pero para que esté roto, primero debió estar íntegro. No, porque simplemente no existe un primero, ni un después — el vaso está íntegro y roto simultáneamente y la acción de romper no empieza ni culmina, sino que permanece. Esto parece una contradicción rotunda, ya que vivimos en un Universo donde los acontecimientos siguen un orden o número, tal como definían Platón y Aristóteles. Más adelante en la serie hablaremos de este caprichoso orden o flecha unidireccional del tiempo.

Agustín de Hipona. Pintura de Sandro Botticelli.

De modo que la filosofía cristiana, se fue desarrollando en base a estos dos sistemas temporales: por un lado el tiempo lineal en el mundo terrenal, y por otro lado el tiempo en o de Dios: la eternidad –concebible por los humanos, por medio de la fe–. Uno de los más importantes filósofos dentro de esta doctrina, fue Agustín de Hipona (354-430) –citado al comienzo de la serie–, que profundizó los trabajos de Aristóteles que cuestionaban si el tiempo es o no es, y si, por tanto, es algo físico o psicológico.

Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe éste, cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?

Agustín, así, toma como punto de partida una reflexión aristotélica: si lo que sucedió ya no es, lo que sucede no se detiene para ser, y lo que lo que sucederá aún no es ¿el tiempo, pues, es o no es? Como argumento, respondería que percibimos el ser del tiempo porque tanto el pasado como el futuro son, es decir que existen pero no en el movimiento –como decía Aristóteles– sino en el alma –entiéndase entidad, mente, conciencia–. Por lo tanto el tiempo deja de ser algo físico –que, de ser así, estaría compuesto de no ser, lo que lleva a una contradicción– para ser algo puramente psicológico y perceptivo.

Afirmaba, entonces, que no existe uno, sino tres tipos de presentes: el presente del pasado, el presente del presente, y el presente del futuro, que únicamente pueden ser en un alma. Pero no es un presente que permanece –que de ser así estaríamos hablando de eternidad, no de tiempo– sino que es un presente que deja de ser, pero que no es destruido completamente. Sino ¿cómo puede ser concebido lo que constantemente deja de existir, y no se detiene en ningún momento para ser? Como si te mostraran una película cuyos fotogramas permanecen 0 segundos, es decir, no permanecen tiempo alguno de modo que los puedas ver. ¿Cómo es posible, entonces, que podamos percibir el cambio? Allí radica el papel fundamental del alma en esta cuestión, que nos muestra lo que ya no existe, de modo que podamos armar una secuencia de infinitas etapas, que asimilamos como tiempo. Por ejemplo, cuando visualizas algo que viste en el pasado, estás contemplando cosas que ya no son, cualidad que según este filósofo, es propia y única del alma.

Consciente de la linealidad del tiempo, Agustín admite que éste no pudo surgir en algún otro momento que no fuera el punto de Creación. Pero ¿qué quiere decir “en algún otro momento”? Decir esto, está indicando necesariamente la presencia de tiempo, aunque paradójicamente estamos tratando de hallar el momento en que surge éste. Por lo tanto, la proposición “el tiempo surgió en tal momento” carece de sentido; de la misma forma que decir “el Universo surgió en tal lugar”.

Recordemos que más allá de “lo que realmente sea” el tiempo, los humanos no somos máquinas de captar realidad, sino que estamos limitados por los sentidos y nuestra mente, que actúan como un filtro, que se queda con ciertas cosas y desecha otras. Como es el hecho de que un mismo estímulo puede generar múltiples percepciones:

optica

(No recuerdo el autor; si alguien lo sabe, por favor que me lo diga y lo añado).

¿Qué ves allí? ¿Un hombre montando un caballo? Alejate unos metros del monitor. Bueno, pero ¿qué quiero decir con esto?, que por más que el tiempo sea algo “homogéneo”, cada persona puede percibirlo de distinta manera. ¿No has notado alguna vez, que ciertos días parecen más cortos o largos que otros?, ¿o que cuando estás disfrutando de algo, el tiempo ‘pasa volando’? Así de compleja y mucho más, es la mente humana. Si quieres profundizar un poco sobre el radical papel de la observación, puedes leer la entrada de Awaca. (Por cierto, se está cocinando una nueva serie sobre psicología de la percepción visual, ilusiones ópticas, y… Pero todavía no puedo anticipar nada. Puede que tal vez, aparezca antes otra serie de similar temática de la mano de un amigo).

De esta forma, filosofías como la de Agustín, plantarían la semilla del análisis psicológico de nuestra percepción del tiempo. Y este pensador, hace otra interesante reflexión, en Confesiones XI, (presta mucha atención, por favor):

Y, sin embargo, Señor, sentimos los intervalos de los tiempos y los comparamos entre sí, y decimos que unos son más largos y otros más breves. [...] Mas los pasados, que ya no son, o los futuros, que todavía no son, ¿quién los podrá medir? A no ser que se atreva alguien a decir que se puede medir lo que no existe. Porque cuando pasa el tiempo puede sentirse y medirse; pero cuando ha pasado ya, no puede, porque no existe. [...] Mido el tiempo, lo sé; pero ni mido el futuro, que aún no es; ni mido el presente, que no se extiende por ningún espacio; ni mido el pretérito, que ya no existe. ¿Qué es, pues, lo que mido? ¿Acaso los tiempos que pasan, no los pasados?

Cuando medimos el tiempo ¿qué estamos midiendo realmente? Aristóteles respondería regodeándose “¡El movimiento!”. Pero Agustín analiza el asunto desde otra perspectiva. ¿Cómo podríamos medir el pasado que ya no es, y el futuro que aún no es? Lo único que podríamos medir, es el “pasar” del presente, pero no el presente mismo, ya que éste no posee duración. Pero si no posee duración ¿cómo es posible que podamos medir algo de él? Este filósofo reflexiona que la única forma de que esto sea posible, es por medio de un alma, como dijimos, que tiene la cualidad de mostrarnos lo ya no existe y que ‘secuencia los fotogramas’. Concluye, entonces, que el tiempo de por sí solo, no existe como algo físico, si no es asimilado por alguien, y hasta propone que el alma misma sea finalmente eso lo que llamamos tiempo.

Mecanismo de un reloj de resortes.

Mecanismo de un reloj de resortes, alias Máquina de infierno

Por otro lado, en el fragmento anterior cuestiona, desafiante “A no ser que se atreva alguien a decir que se puede medir lo que no existe”. Medir cosas que no existen, y por tanto medir el tiempo, era considerado privilegio único e irrefutable del alma. Por eso, la difusión del reloj mecánico autómata, por sistemas de engranajes, en los siglos XIII y XIV, fue de gran trascendencia filosófica, ya que extendió una noción cada vez más laica del tiempo. Aunque primeramente, el reloj mecánico fue considerado por muchos teólogos, como una máquina del infierno, que usurpaba el derecho divino del alma: medir el tiempo. Esto parece un poco irónico, ya que algunos años después, se empezarían a montar enormes relojes, precisamente, en las iglesias.

Por el siglo XIII, además, otro importante filósofo, Tomás de Aquino, se encargaría de “acoplar” la filosofía de Aristóteles, con las doctrinas de la Iglesia, que hasta entonces se consideraban incompatibles, reivindicando la importancia del análisis físico del tiempo. Este sería el puntapié inicial para que más tarde, con la llegada de imponentes figuras como Newton, Leibniz, entre otros, se iniciara una revolución sobre qué entendemos por tiempo. Así que de eso hablaremos en la próxima entrada. (No, no me canso de escribir).


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