2011 04 19
El Sistema Solar – Propulsión interplanetaria (I)
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En la última entrada de El Sistema Solar, dedicada a la luna de Júpiter Calisto, terminamos mencionando nuestro principal problema para explorar las regiones medias del Sistema, no digamos ya las exteriores: nuestros limitados sistemas de propulsión. El artículo de hoy estará principalmente dedicado a hablar precisamente de este asunto: la propulsión para alcanzar grandes distancias dentro del Sistema Solar, los factores a tener en cuenta, las distintas opciones que tenemos, etc. Mi intención es, por un lado, tratar de vislumbrar el futuro cercano pero, por otro, no llegar “demasiado lejos”, en el sentido de no suponer avances tecnológicos casi mágicos y acabar haciendo más ciencia-ficción que divulgación.Ya hemos hablado en esta misma serie sobre algunos aspectos relacionados con los viajes interplanetarios. En más de una ocasión hemos mencionado las órbitas de transferencia de Hohmann –a las que dedicaremos más tiempo hoy–, y un artículo estuvo dedicado específicamente al efecto Oberth de asistencia gravitatoria. Tanto entonces como ahora, por cierto, nos estamos centrando en desplazamientos interplanetarios, no en el lanzamiento de naves desde la superficie terrestre ni en viajes interestelares; aunque todos tienen muchos factores en común, hay otros aspectos en los que son muy diferentes y los problemas a resolver muy distintos. Por ejemplo, al lanzar una nave desde el suelo hacia el espacio hay una densa atmósfera, se trata de un proceso muy corto, a una distancia muy limitada del lugar de lanzamiento… mientras que los problemas que nos preocupan hoy se refieren a llegar muy, muy lejos, en el vacío interplanetario, sin atmósfera y durante tiempos muy largos, y no hace falta una fuerza enorme.
El problema es más difícil de lo que pudiera parecer en un principio. Piensa en lo siguiente: ¿cuántas misiones interplanetarias tripuladas hemos conseguido hasta el momento? Ninguna. Existen diversas razones para ello, pero el problema de la propulsión y lo relacionado con ella es fundamental, y no digamos ya si nos planteamos, como haremos hoy, el viaje a planetas bastante más alejados del nuestro que Marte o Venus. Y para entender por qué se trata de un problema sin una solución sencilla hace falta comprender las tres claves de la cuestión en cualquier viaje por el Sistema Solar: masa, energía y tiempo.
Para intentar mostrar los aspectos fundamentales del viaje interplanetario y, sobre todo, los detalles que suponen problemas considerables, permite que diseñemos y construyamos juntos una nave espacial destinada a viajes a largas distancias; se tratará de una nave lo más simple posible, y obviaremos algunas cosas sobre ella, pero espero que aclare los conceptos al convertirlos en algo concreto y que es posible imaginar, en vez de disquisiciones teóricas. Naturalmente, será una nave absurda (si no, ¿qué gracia tendría?) pero espero que útil. Estoy convencido de que al principio te parecerá todo de cajón pero que, tarde o temprano, notarás los detalles que más nos interesa revelar en esta entrada y se te encenderá la bombilla. Si ya sabes de estas cosas y quieres hincarle el diente a los diseños concretos que utilizamos y utilizaremos en el futuro, me temo que tendrás que tener paciencia y, tal vez, saltarte este artículo: esta primera parte es necesaria para que quienes no tienen demasiada idea sobre los obstáculos inherentes al viaje espacial puedan tener la base para entender la segunda parte.
Nuestra nave espacial tiene un pequeño compartimento donde viajaremos nosotros, acondicionado adecuadamente — no vamos a preocuparnos por los sistemas de soporte de vida como el reciclaje de aire, la comida, etc., ya que no es el objetivo de este artículo. Esta cabina está unida al motor, que sí es el objetivo de esta entrada. Y nuestro motor es, básicamente, un cañón de arena, que escupe arena por un tubo utilizando algún sistema mecánico, por ejemplo unas palas.
Masa
Comprender la necesidad de nuestro cañón de arena es esencial para entender todo lo demás: no es posible modificar la velocidad de nuestra nave en el espacio sin “escupir” algo excepto con un sistema concreto que mencionaremos después. Esto es una diferencia sustancial con la propulsión en la superficie Terrestre o dentro de nuestra atmósfera: un coche, por ejemplo, mueve las ruedas, que empujan el suelo hacia atrás, con lo que el coche sale despedido hacia delante de acuerdo con la Tercera Ley de Newton o, más finamente, por la conservación de la cantidad de movimiento. Dicho mal y pronto, cuando empujas algo en un sentido sufres una fuerza idéntica en sentido contrario por parte de ese algo. Y así es como andamos (empujando el suelo hacia atrás), como nadamos (empujando el agua hacia atrás), etc.Pero en el espacio interplanetario no hay nada contra lo que empujar. De modo que tenemos que llevar algo con nosotros para lanzarlo en un sentido y salir despedidos en el otro… en nuestro caso, arena, aunque en la realidad se trata de otras sustancias; en general, el nombre que recibe la masa que “escupe” una nave es propelente, ya que es lo que la propulsa a través de la Tercera Ley. Y esto supone una limitación inherente al viaje espacial de una gran importancia –y una gran obviedad, por otro lado–. El hecho de que, cada vez que escupimos arena para modificar nuestra velocidad, nos queda menos arena con la que escupir. Por un lado, esto significa que cuanta menos arena nos queda, menos masa tiene nuestra nave y más fácil es cambiar su velocidad, pero por otro, hace falta tener un montón de arena en el depósito para asegurarnos de que nos va a bastar para el viaje, con lo que cualquier impulso inicial será poco eficaz porque nuestra nave pesa un montón todavía. Y, si se nos acabase la arena en alguna parte “ahí fuera”, estaríamos en gravísimos problemas, salvo que pudiésemos encontrar más para recargar el depósito.
Fíjate en que esto es propelente, no estamos hablando de un depósito de combustible: ni siquiera hemos hablado aún de energía. Estamos hablando de un depósito de masa. Ésta es, de hecho, la diferencia sustancial con los movimientos dentro de fluidos o sobre superficies sólidas, como nos sucede en la Tierra, ya que aquí lo único que nos preocupa es la energía, y no la masa. El caso es que, por si las moscas, nuestra nave tiene un pedazo de depósito de arena de aquí te espero, y su cañón correspondiente:
Por cierto, antes de que te rías de esta nave de arena debes saber que el inimitable Konstantin Tsiolkovsky, viejo amigo de El Tamiz, ya sugirió en 1883 utilizar un cañón que disparaba bolas en un sentido para impulsar una nave espacial en el otro. ¡En 1883! Considera, por tanto, nuestra nave arenera como un pobre homenaje a ese genio:
La ventaja que tenemos respecto a un desplazamiento en la Tierra, por otro lado, es el hecho de que en el cuasi-vacío interplanetario, al no haber superficies sobre las que deslizarnos ni fluidos que atravesar, una vez alcanzada una velocidad determinada no nos hace falta seguir escupiendo arena para movernos, ya que no hay un fluido ni una superficie que nos frenen. Si nos mantenemos en una órbita determinada alrededor del Sol, no nos hará falta gastar energía, aunque sí será necesario para cambiar de órbita –de eso hablaremos en un rato–, pero ni comparación con lo que sucede en la Tierra: si yo viajo a 100 km/h con mi coche por una autopista y apago el motor, por ejemplo, mi coche se irá frenando poco a poco para detenerse. Para mantener mi velocidad consante tengo que estar consumiendo energía constantemente, pero esto no sucede en el vacío. ¡Al menos hay una buena noticia!
La otra buena noticia es que hay masa a espuertas en el Sistema Solar. Esto significa que, si planeamos bien el viaje, podemos detenernos a medio camino y “repostar propelente”, si es que tenemos acceso a la sustancia adecuada –razón por la cual seguramente no emplearemos arena–. Naturalmente, como hemos visto a lo largo de esta misma serie, hay lugares mejores y peores en los que hacer esto, pero una base en el cinturón de asteroides puede abastecer de masa propelente (y tal vez combustible) a las naves que se alejen del Sol. Sin embargo, incluso teniendo eso en cuenta, la masa es una limitación tremenda en cualquier diseño de naves que viajen muy lejos, y la eficacia en este aspecto deberá ser una prioridad cuando evaluemos distintas alternativas.
En cualquier caso, cuando queramos escupir arena (o lo que sea) para modificar nuestra velocidad, en magnitud o en dirección, ¿cuánto nos empujará la arena? El impulso que nos proporcione depende de dos cosas, y ésta es la segunda idea clave en propulsión espacial — nos impulsará más cuanta más mása escupamos, y cuanto más rápido lo hagamos. Si sabes Física, la Tercera Ley no miente: la cantidad de movimiento se conserva, de modo que la variación de cantidad de movimiento de la nave será igual que la de la arena que escupamos, pero hacia el otro lado. Incluso si no sabes Física, la idea es bastante intuitiva: cuanta más arena escupa el cañón, más nos impulsaremos; cuanto más violentamente escupa la arena, más nos impulsaremos. De hecho, el impulso es precisamente igual al producto de la masa de arena por la velocidad a la que sale.
Esto significa que, si queremos ahorrar arena, debemos lanzarla a la máxima velocidad posible hacia atrás con el cañón, ya que 2 kg de arena a 100 m/s nos proporcionarán el mismo impulso que 1 kg de arena a 200 m/s. Si nuestro cañón es muy potente, podremos aprovechar muy bien cada grano de arena que escupimos y así no tener que llevar tanta cantidad; por supuesto, también sucede lo contrario, y si lanzamos arena a poca velocidad, nos hará falta escupir una gran cantidad para lograr el mismo efecto. Hasta aquí, creo, las ideas son bastante básicas y se leen muy a menudo al hablar de viajes por el espacio; como decía al principio, de cajón, pero no está de más recordar que la necesidad de llevar propelente, y tal vez enormes cantidades de él si la velocidad de salida no es muy grande, es un factor esencial al pensar en estas cosas.
Energía
Una vez claro el papel que desempeña la masa en nuestra nave, hablemos de la energía, pues es la segunda clave de la cuestión. Para impulsar arena con el cañón, hace falta energía; por ejemplo, si nuestro cañón utiliza unas palas para empujar la arena hacia fuera, algo debe impulsar esas palas, como un motor eléctrico, por ejemplo. Un motor poco potente moverá las palas despacio y la arena saldrá a poca velocidad, mientras que uno muy potente la escupirá a gran velocidad. De modo que nuestra nave, independientemente de que requiera de energía para hacer funcionar los sistemas vitales (reciclaje de aire, luces, etc.), necesita una fuente de energía para impulsar el propelente por el cañón:De qué tipo de fuente de energía se trate no es, ahora mismo, lo más importante, pero sí debemos tener en cuenta una cosa: la energía del Sol no es una alternativa viable para nuestro diseño, ya que estamos planeando explorar el Sistema Solar medio y exterior, y la intensidad de la radiación solar disminuye con el cuadrado de la distancia al Sol. Así como en misiones relativamente cercanas al Sol sí podemos depender del Astro Rey, en este caso necesitamos ser independientes: reacciones químicas, entre ellas la combustión, o reacciones nucleares, entre ellas la fisión y –esperemos que dentro de no mucho– lafusión. Pero ahora mismo estamos pensando en cómo ser eficientes en el diseño, no tanto en el tipo de energía utilizada.
Si recuerdas el razonamiento que realizamos antes acerca de la relación masa-velocidad, una velocidad de salida gigantesca nos ahorra arena, ya que nos proporciona un impulso grande sin necesidad de lanzar una gran cantidad de arena. Unos pocos granos escupidos a velocidades tremendas nos permitirían modificar la velocidad de nuestra nave sin necesidad de gastar mucha arena. Pero, ¡ay!, esto es energéticamente poco eficiente. Para entender por qué, pensemos en qué le sucede a la energía que va gastando nuestro motor.
Supongamos que nuestra nave se está alejando del Sol a una velocidad de, por ejemplo, 1 km/s, y que queremos acelerar para alcanzar una mayor velocidad. Nuestro cañón dispara arena hacia el Sol a una velocidad determinada respecto a la nave, de modo que parte de la energía empleada por el cañón se la queda la arena, y parte se la queda la nave. Pero ¿cuánta se queda cada una?
Tras leer el epígrafe dedicado a la masa, tal vez puedas pensar que lo ideal es que nuestro cañón escupa arena a una velocidad tremebunda, por ejemplo, 50 km/s, ya que eso supone un gran ahorro de arena; esto, desde luego, es cierto, pero fijémonos en qué le sucede entonces a la arena. Dado que escupimos arena a una velocidad de 50 km/s hacia atrás –hacia el Sol– y que nuestra nave se alejaba del Sol a 1 km/s, nuestra arena se estará acercando al Sol a una velocidad de 49 km/s al escupirla. A cambio, nuestra nave habrá adquirido un poco de velocidad extra alejándose del Sol. Como decíamos, antes, parte de la energía del “disparo” se la lleva la arena, y parte la nave:
Pero la arena se está llevando mucha energía. Al escupirla a tal velocidad, una gran parte de la energía del disparo se convierte en energía cinética de la arena que se acerca muy rápido al Sol, y dado que a nosotros la arena nos da lo mismo una vez disparada, se trata de una energía perdida y, por tanto, una gran ineficiencia de nuestro motor. Las buenas noticias son que podemos resolver el problema con cierta sencillez; las malas, que eso sólo puede conseguirse a costa de algo.
La manera de aprovechar de manera óptima la energía es lanzar la arena hacia atrás exactamente a la velocidad de la nave hacia delante. Si en el ejemplo anterior disparamos arena a 1 km/s hacia atrás, dado que la nave se mueve a 1 km/s hacia delante justo antes del “escupitajo”, la velocidad de la arena respecto al Sol es nula:
Dicho de otro modo, toda la energía cinética se la lleva la nave, que es precisamente lo que nosotros queremos. De este modo, si escupimos arena a menor velocidad de la que tenemos nosotros, no somos muy eficientes energéticamente, pues la arena acaba moviéndose respecto al Sol, y lo mismo si la escupimos demasiado rápido, pero si ajustamos la velocidad de la arena a la nuestra tendremos un rendimiento máximo, energéticamente hablando.
Aquí tienes la gráfica correspondiente, en la que se mide el rendimiento en tanto por ciento dependiendo de la velocidad de propulsión v respecto a la velocidad de la nave c. Como puedes ver, el rendimiento es máximo cuando ambas velocidades son iguales, con lo que si queremos ser eficaces energéticamente, ése será nuestro objetivo:
Rendimiento energético respecto a la velocidad de propulsión (dominio público).
Sin embargo, como dije antes, no puede conseguirse este máximo rendimiento si no es a costa de algo: masa. Como vimos antes, cuanto más rápido sale la arena, menos arena hace falta escupir con lo que menos arena hace falta llevar en la nave — naturalmente, en el caso de las naves reales no es arena, pero es masa, que es lo que importa. Pero, si la arena sale muy rápido, más energía hace falta respecto a la que sería necesaria si nos ajustamos a la gráfica de arriba y la nave “se queda toda la energía” en vez de dejar que la arena se lleve parte. La nave del primer dibujo emplea menos arena que la segunda, pero más energía, y al revés en el caso de la segunda nave. No se puede tener un sistema óptimo a la vez en cuanto a masa y a energía, sino que hace falta elegir.
El segundo problema de esto es que, si queremos acelerar y alejarnos del Sol cada vez más deprisa, nuestra velocidad va variando, con lo que la velocidad a la que sale la arena debe también poder variar si queremos aprovechar de manera óptima la energía. Y esto, como veremos al hablar de sistemas de propulsión concretos, no es tan fácil en todas las ocasiones, ya que algunos de nuestros sistemas de propulsión presentes y futuros no son capaces de controlar demasiado la velocidad de escape de la masa que contiene la nave. El control de esta velocidad será, por tanto, una ventaja en cualquier sistema de propulsión que veamos luego.
De modo que nos hará falta llevar a cuestas la fuente de energía y tener claro de qué tipo será: ¿combustión? ¿fisión? ¿fusión? La limitación inevitable aquí es muy puñetera: si queremos impulsar propelente a gran velocidad, nos hace falta un motor muy potente, como vimos antes, pero la potencia de casi cualquier fuente de energía es proporcional a su masa. Fíjate que no hablo de energía, sino de potencia — la energía que puede proporcionar una fuente, dado el tiempo suficiente, puede llegar a ser enorme, si tenemos suficiente combustible, pero el flujo máximo de energía que puede proporcionar, es decir, la potencia, está más limitada y depende de la fuente de energía y la masa del motor, con lo que si queremos poder emplear energía a espuertas, nos hace falta acarrear una gran cantidad de masa… como siempre, elecciones difíciles.
Además, debemos tener en cuenta otra cosa más al pensar en la frugalidad en energía y masa de nuestra nave espacial, y una vez más no se puede tener todo a la vez: podemos ser eficaces y frugales, o podemos llegar a nuestro destino deprisa, pero no podemos hacer ambas cosas a la vez. Ahí es donde entra en escena el tercer factor general del que hablaremos hoy.
Tiempo
El “paisaje energético” del Sistema Solar está absolutamente dominado por el Sol y la intensa atracción gravitatoria que ejerce sobre todos los demás cuerpos del sistema. Todos esos cuerpos que orbitan alrededor de la estrella están atrapados por ella, ligados al Sol por la fuerza gravitatoria y prisioneros en menor o mayor medida. Puedes pensar en ello del siguiente modo: es como si el Sistema Solar fuera un enorme cuenco, con el Sol en su centro y todos los demás objetos como canicas que realizan movimientos circulares recorriendo la pared del cuenco. El cuenco representa el pozo gravitatorio centrado en el Sol, de modo que los objetos más alejados de él están “más cerca del borde”, menos atrapados, mientras que los más cercanos al Sol están “cerca del fondo”, es decir, hundidos muy profundamente en este pozo energético.En el caso del cuenco, si nos fijamos en dos canicas realizando movimientos circulares sobre la pared y una está más cerca del fondo que la otra, no se moverán igual de rápido: la más cercana al centro lo hará más deprisa, mientras que la más lejana lo hará más lentamente. De hecho, para cada posición dentro del cuenco sólo existe una “velocidad correcta”, la velocidad a la que la canica ni se cae hacia el fondo del pozo ni se aleja de él subiendo por la pared, sino que mantiene siempre su distancia al centro y posee, por tanto, un movimiento estable. Esa “velocidad correcta” se denomina velocidad orbital y disminuye según te alejas del centro del cuenco.
Lo mismo sucede, más o menos, en el Sistema Solar (como hemos visto a lo largo de la serie, los movimientos planetarios no son circunferencias, sino elipses, pero bueno): Júpiter se mueve a una velocidad de unos 13 km/s alrededor del Sol, mientras que Mercurio, mucho más hundido en el pozo gravitatorio del Sol, lo hace a casi 48 km/s. Si imaginamos este “cuenco energético” con gradas, como si fuera un estadio o un teatro, Mercurio se encuentra en una fila muy cercana al centro, más baja, mientras que Júpiter está en un escalón mucho más arriba y alejado del centro — para poder tener una órbita estable tan cerca del centro, Mercurio debe moverse muy deprisa (o hubiera caído sin remisión), mientras que Júpiter está algo más libre de la atracción solar y no tiene que moverse tan deprisa para tener una órbita estable.
Como digo, esto es una simplificación: dado que las órbitas son elípticas, es como si los planetas estuvieran cambiando de escalón todo el tiempo; a veces están en uno más alto y se mueven más despacio, y luego van acercándose al Sol y descendiendo escalones mientras aceleran. En el perihelio, el punto más cercano al Sol, están en el escalón más bajo de su órbita y se mueven a una velocidad mayor, mientras que en el afelio, el punto más lejano, están en el escalón más alto de su órbita y se mueven a la menor velocidad. Pero en este artículo, dada la pequeña excentricidad de la mayor parte de las órbitas planetarias, permite que tratemos con ellas como si fueran circunferencias en un escalón fijo; por otro lado, esta idea de que en una órbita elíptica hay puntos de velocidad máxima y otros de velocidad mínima es importante porque, aunque los planetas realicen órbitas casi circulares, nada impide que nuestra nave espacial realice elipses tan alargadas como nos dé la gana.
Como puedes ver, viajar entre dos planetas diferentes del Sistema requiere “cambiar de escalón”, es decir, ganar energía para alcanzar lugares más elevados energéticamente hablando –es decir, más alejados del Sol– y perderla para alcanzar los más cercanos. Alcanzar lugares tan lejanos como Júpiter –no digamos ya las regiones más lejanas del Sistema– requiere de una gran cantidad de energía, pues estamos subiendo por la pared del cuenco y eso no es gratis, ni mucho menos. En principio, acercarse al Sol es más fácil, pero esto no nos ayuda mucho, ya que la Tierra se encuentra, comparativamente hablando, muy cerca del centro del cuenco, con lo que ir a casi cualquier otra parte requiere alejarse del Sol, en muchos casos una barbaridad. Pero hay distintas maneras de hacer esto.
La manera más rápida de “cambiar de escalón” es simplemente dirigir nuestra nave mirando en sentido contrario al Sol, “hacia fuera”, y darle cera al cañón de arena. ¡Más madera, que es la guerra! De este modo, recorremos la distancia más corta entre dos escalones del cuenco, es decir, entre dos órbitas planetarias, y tardamos poco tiempo en llegar a nuestro destino. Sin embargo, al hacerlo de este modo no somos, una vez más, energéticamente eficaces, pues el impulso que nos proporcionamos es perpendicular a nuestra velocidad inicial: recordemos que, tanto en el inicio como en el final de nuestro recorrido, queremos estar en una órbita aproximadamente circular alrededor del Sol.
Una manera elegantísima de ser más eficaz fue sugerida en 1925 por el ingeniero alemán Walter Hohmann (a la derecha), con lo que recibe el nombre de órbita de transferencia de Hohmann. La idea de Hohmann hace uso del hecho que mencionamos antes de que en una órbita elíptica la velocidad en el perihelio es mayor que en el afelio. Si nos encontramos entonces en una órbita planetaria más interna –por ejemplo, la de la Tierra– y queremos viajar hasta otra mucho más exterior –digamos que la de Júpiter–, lo único que hace falta hacer es impulsar la nave en dos puntos diferentes, y nuestro viaje estará hecho.
En primer lugar, desde la órbita interior, aumentamos la velocidad de la nave en la misma dirección en la que se mueve alrededor del Sol, de modo que coincida exactamente con la velocidad en el perihelio de una órbita elíptica cuya mínima distancia al Sol sea precisamente la de la órbita interior y cuya máxima distancia al Sol sea la de la órbita exterior. Dado que nuestra nave ahora va más rápido que la velocidad orbital en este punto, empezará a alejarse lentamente del Sol, realizando su órbita elíptica y acercándose poco a poco al afelio.
Una vez en el afelio, que coincide con el radio orbital del segundo planeta, hace falta darnos impulso una vez más, porque nuestra velocidad será menor que la correspondiente a la órbita circular en ese punto: si no hacemos nada más, una vez pasado el afelio nuestra nave volverá a caer hacia el Sol siguiendo la elipse y, eventualmente, llegará de nuevo a su perihelio en la órbita terrestre, ¡pero nosotros no queremos eso! De modo que le damos caña una vez más al cañón de arena y aumentamos nuestra velocidad en la dirección de nuestro movimiento hasta igualar exactamente la velocidad orbital en la órbita exterior… y una vez hecho eso, nos quedaremos en esa órbita para siempre, sin problemas.
Órbita de transferencia de Hohmann (2) entre la órbita 1 y la 3. La órbita es tangente a las otras dos en el perihelio (con 1) y el afelio (con 3). Hubert Bartkowiak/CC Attribution-Sharealike 2.5 License
Naturalmente, si queremos que esta transferencia orbital de Hohmann nos deje en el planeta de destino, y no solamente en su órbita alrededor del Sol, hace falta tener en cuenta una cosa más: si no cuidamos el tiempo de partida, es posible que alcancemos la órbita de Júpiter cuando el planeta está al otro lado del Sol, con lo que nuestra nave y Júpiter orbiten la estrella en puntos opuestos de la órbita. Es necesario calcular el tiempo de viaje y los movimientos planetarios para salir de casa en el momento adecuado para que, al llegar, nuestro punto de inserción en la nueva órbita coincida con el paso del planeta por ese punto. Una vez hecho eso, si queremos luego descender al planeta o ponernos en órbita alrededor de él hacen falta otras cosas, pero no es ése el objetivo de este artículo.
Como puedes ver, la idea de Hohmann es excelente, y consume una cantidad de energía mucho menor que nuestra idea inicial de subir la pared del cuenco a lo bestia. Sin embargo, hay una contrapartida: las órbitas de transferencia de Hohmann, al ir escalando la pared del cuenco poco a poco hacia las órbitas más exteriores, tardan un tiempo muy largo en completarse. Por lo tanto, sobre todo si estamos hablando de viajes a regiones realmente alejadas del Sol, los viajes se hacen inaceptablemente largos: no es éste el camino para la exploración tripulada de las regiones exteriores del sistema. Sin embargo, sí es esencial tener en cuenta esto al lanzar misiones no tripuladas y que no son urgentes. El caso es que, una vez más, hay que encontrar un equilibrio entre factores que se contraponen, en este caso, tiempo y eficiencia energética.
Imagen idealizada de la Red de Transporte Interplanetario (NASA).
Existen otros métodos aún más eficaces que las órbitas de transferencia de Hohmann, pero… sí, lo has adivinado: son aún más lentos. El más eficaz que conocemos hasta el momento es el uso de la denominada Red de Transporte Interplanetario, o Interplanetary Transport Network (ITN), que consiste en una serie de trayectorias entre diferentes puntos de Lagrange del Sistema Solar, de modo que viajar a lo largo de uno de ellas requiere una energía prácticamente nula, ya que se aprovecha el hecho de que el Sistema Solar es mucho más complejo de lo que hemos descrito antes, y puede aprovecharse la dinámica global del sistema para que la gravedad “tire” de ti en la dirección adecuada, en vez de pensar únicamente en la atracción gravitatoria solar.
Claro, realizar los cálculos necesarios para aprovechar las posiciones y movimientos relativos de todos los cuerpos masivos requiere de una capacidad computacional tremenda, y una muy buena planificación, pero ése no es el principal problema: el problema es que seguir el ITN supone, para muchos trayectos entre órbitas planetarias, décadas o incluso siglos de viaje, lo cual una vez más lo hace inviable para la exploración tripulada, que es la que más nos interesa aquí. Desde luego, no es algo a despreciar cuando las misiones no tengan prisa, pero una órbita de Hohmann –que ya es lenta– es un abrir y cerrar de ojos comparada con muchos tránsitos por el ITN. Una lástima.
En la segunda parte del artículo, bastante más larga que la primera, analizaremos los mecanismos de propulsión, presentes y futuros, más adecuados para la exploración y, quién sabe, colonización interplanetaria. Según leas esa segunda parte, recuerda los conceptos básicos establecidos aquí: el hecho de que la limitación de la masa suele ser más importante que la de energía, la necesidad de una fuente de energía con la potencia suficiente y el equilibrio tiempo-energía que hace de los viajes más rápidos menos eficaces energéticamente. Hasta dentro de una semana.
El texto de El Sistema Solar – Propulsión interplanetaria (I) , por Pedro Gómez-Esteban, salvo donde se mencione explícitamente, está publicado bajo Creative Commons Attribution-Noncommercial-No Derivative Works 2.5 Spain License.
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