2011 03 23
Galileo Galilei (II)
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La semana pasada habíamos dejado a nuestro amigo Galileo Galilei en una posición muy cómoda: apoyado por el Papa Urbano, lanzando dardos sarcásticos a diestro y siniestro y listo para volver a las andadas en su defensa del heliocentrismo copernicano, no como hipótesis, sino como realidad física.
Viendo que las cosas están a su favor al tener nada menos que al Papa de su lado, Galileo intenta de nuevo publicar un libro en el que mostrar las pruebas que considera lógicamente inatacables del heliocentrismo copernicano. Hay un tira y afloja durante algunos años, ya que Galileo es lo suficientemente sensato para no publicar sin más, sino que intenta obtener permiso del Santo Oficio. Como había dejado claro Bellarmino –que a estas alturas ya había muerto–, exponer las ideas heliocéntricas no era el problema, siempre que se hablase de ellas como una hipótesis tan válida como el geocentrismo; el problema era afirmar su realidad física. De modo que Galileo se pone a intentar escribir un libro que sea aceptable para la Iglesia pero que, al mismo tiempo, deje claro que el heliocentrismo es la realidad y que el geocentrismo es una tontería.
Recordemos que estamos en el siglo XVI, y la comunicación no es precisamente fluida, ni siquiera dentro de la Iglesia. Galileo envía el manuscrito a los censores, que no conocen el anterior veredicto ni el requerimiento explícito que se le hace de no sostener las ideas heliocentristas, y no tengo ni idea de por qué, los censores parecen tragarse el libro y considerar que no defiende la realidad de las ideas copernicanas, tal vez porque, como veremos en un momento, no lo hace de forma explícita, pero no hay que ser muy listo para darse cuenta de que es una trampichuela para saltarse la censura.
Eso sí, el permiso es precisamente para exponer ambas hipótesis y sus virtudes respectivas, de un modo imparcial. La idea de Galileo es publicar un diálogo, al estilo de los antiguos griegos, en el que un filósofo geocentrista y otro heliocentrista expliquen los méritos de cada hipótesis. El propio Urbano, como amigo de Galileo, le explica sus propios argumentos, naturalmente favorables al geocentrismo aristotélico, y le pide que los incluya en su libro. Tener las ideas del propio Papa en el libro sería una garantía estupenda de que es aceptado, claro. Hasta aquí, todo estupendo… pero la ineptitud social de Galileo en este punto de la historia me deja apabullado –y no lo dice alguien socialmente hábil, ni mucho menos–.
Portada del Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo (1632).
Galileo pone manos a la obra y el libro, que supone un antes y un después en la historia de la Ciencia, es publicado en 1632 con el título de Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo (Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo). A diferencia de la mayor parte de los libros científicos de la época, está escrito en italiano y no en latín, con lo que es posible que lo lea y entienda el común de los mortales, y no sólo los astrónomos. En la Europa del siglo XVII hay ya un público relativamente grande deseoso de aprender y leer sobre este tipo de cosas, y el libro se convierte en un auténtico fenómeno (lo que hoy llamaríamos, seguro, un best-seller, porque la primera edición se agota en un plis-plas). El lenguaje es, como siempre en Galileo, fino y acerado, con un humor afilado y extraordinario, los argumentos vivos y entretenidos, las explicaciones claras: el libro es un éxito inmenso.
Sin embargo, hay un enorme problema, y aunque sé que tal vez voy contra corriente en esto, el problema fundamental es que, una vez más, Galileo se comporta como un imbécil arrogante, por más genio que sea. ¡Ojo! No trato de justificar la actitud de la Iglesia en absoluto pues es injustificable, simplemente de ser objetivo (¡soy moderado, pero leal!), y creo que, cuando termine de explicarlo, estarás de acuerdo conmigo. Tal y como había sido acordado, el Dialogo es una conversación a lo largo de cuatro días entre dos filósofos ficticios, además de un lego que actúa de “juez neutral” sobre la racionalidad de sus argumentos.
El filósofo heliocentrista se llama Salviati, en honor a un amigo de Galileo, Filippo Salviati, y sus argumentos son básicamente los de Galileo; podríamos decir que Salviati es simplemente Galileo con otro nombre. Naturalmente, el italiano convierte a Salviati en un personaje de inteligencia afiladísima y sus argumentos reciben “oohs” y “aahs” por parte del lego neutral. Este lego recibe el nombre de Sagredo, una vez más en honor a un amigo de Galileo, Giovanni Francesco Salgredo, y aunque al principio sea neutral luego es convencido, por supuesto, por los clarividentes argumentos de Salviati.
¿Y el geocentrista? ¿recibe él también el nombre de un amigo de Galileo? Pues no; recibe el nombre de Simplicio, supuestamente por un filósofo aristotélico del siglo VI, Simplicio de Cilicia, dado que defiende las ideas de Aristóteles. Pero recuerda la capacidad de Galileo para el sarcasmo: el nombre de Simplicio sugiere, en italiano como en español, a un simple, a un bobo muy inferior a Salviati. Y así se nos muestra el pobre Simplicio en la obra, esgrimiendo argumentos inanes y muy inferiores en calidad filosófica a los del genial Salviati.
Aquí es donde, en mi opinión, Galileo es deshonesto y algo ruin. Es evidente que la obra pretende ser un diálogo neutral para así salvar el obstáculo de la Inquisición pero que, realmente, es una defensa de la realidad de las afirmaciones de Copérnico, y en ese aspecto me parece perfectamente aceptable: de otro modo, sin engañar un poco a la Iglesia, no hubiera sido posible publicarlo. No es ahí donde estriba mi pega. Lo vergonzoso es que Galileo hace trampa: Simplicio no esgrime los argumentos inteligentes de los geocentristas de la época, sino que utiliza razonamientos con agujeros enormes (que ningún filósofo geocentrista real hubiera empleado), y que están en el libro simplemente para que Galileo –perdón, Salviati– los destruya y quede como un campeón. Vamos, un ejemplo clarísimo de crear un “hombre de paja” para intentar mostrar que uno mismo tiene razón.
Por esta época, el modelo de Universo sostenido por la Iglesia no es ya el geocentrismo simple de Aristóteles, ni siquiera el de Ptolomeo, sino un modelo “híbrido” propuesto por el danés Tycho Brahe a finales del XVI para combinar algunas de las ventajas evidentes, en cuanto a simplicidad matemática, del modelo de Copérnico con el geocentrismo de los dos anteriores. En el modelo tychónico, la Tierra es el centro del Universo; el Sol y la Luna giran directamente alrededor de nuestro planeta, y el resto de los planetas giran alrededor del Sol; como la estrella gira a nuestro alrededor, al final acaban también moviéndose alrededor de la Tierra, pero de manera indirecta y no realizando circunferencias. El sistema tychónico y el copernicano predicen exactamente las mismas posiciones en el firmamento de los astros, por cierto, pero la Iglesia favorece naturalmente a Tycho porque en su modelo la Tierra permanece inmóvil.
Modelo tychónico del Sistema Solar.
Tycho era geocentrista, pero de una inteligencia extraordinaria, justo lo contrario que Simplicio en el libro. De hecho, el danés se plantea argumentos a favor y en contra de ambos modelos –geocentrista y heliocentrista–, y llega a la conclusión (antes de las observaciones de Galileo) de que el geocentrismo es el que mejor explica lo que vemos. El argumento principal de Tycho es el siguiente: si la Tierra se mueve respecto a las estrellas, entonces podremos comprobar que las posiciones aparentes de las estrellas cambian debido a la paralaje. Si, por el contrario, la Tierra está quieta, no habrá cambio en la posición de las estrellas. Al mirar al firmamento, se comprobó que no existía paralaje alguno, luego Tycho concluyó que la Tierra no se movía.
Cuando Friedrich Bessel midió por primera vez la paralaje de una estrella echó por tierra el argumento de Tycho Brahe… en 1838. La razón de que no se hubiera medido antes no era que la Tierra estuviera quieta, sino que las estrellas están tan endiabladamente lejos que es minúscula, pero casi nadie había considerado la posibilidad de un Universo tan gigantesco, desde luego ni Tycho ni Galileo. En época de Galileo y muchos años después, el razonamiento de Tycho era un mazazo para el heliocentrismo, un argumento demoledor en cualquier discusión entre ambos modelos. De hecho, este argumento es de tal importancia que Galileo no tiene razón al considerar imposible una concepción distinta de la copernicana, dadas las observaciones de la época. Auténtica dinamita, el argumento de Tycho.
¿Sabes cómo emplea Simplicio el argumento de la paralaje estelar de Tycho? No lo hace. No, el obstáculo empírico más grande del heliocentrismo no es mencionado en el Diálogo en el que, supuestamente, se cruzan los razonamientos para defender y atacar cada hipótesis. No, Simplicio defiende la forma más casposa, antigua y estúpida de geocentrismo que pueda existir, una forma de geocentrismo que pocos defendían en la época, y lo hace expresando sus argumentos de una manera torpérrima, haciendo honor a su nombre ficticio. No se trata de una discusión honesta entre los mejores argumentos de uno y otro bando, sino de una pantomima, por más que Galileo tuviera razón en sus conclusiones.
De entre los argumentos esgrimidos por Salviati para defender el heliocentrismo –entre los que están, por supuesto, las observaciones astronómicas realizadas por Galileo en años anteriores– hay dos que me parecen de gran interés por razones diferentes.
Por un lado, Galileo esgrime como argumento a favor del movimiento de la Tierra el hecho de que existan las mareas. ¿Cómo explicarlas, sin movimiento terrestre? De acuerdo con Galileo, la fuerza centrífuga debida al movimiento circular de la Tierra sobre sí misma y alrededor del Sol era lo que hacía que el mar subiese y bajase. Sin embargo, de ser ésa la razón, debería haber una marea alta y una baja cada día, mientras que hay dos… algo que el pisano atribuía a “factores secundarios”, como la forma del mar y su profundidad diferente en cada punto. Curiosamente, Johannes Kepler sostenía que las mareas se debían a la influencia lunar y, al final, la realidad resultó ser una mezcla de ambas. El caso es que aquí Galileo patina un poco.
Por otro lado, y aquí el italiano sí demuestra una vez más su genio, un argumento relativamente común contra el heliocentrismo –especialmente entre los menos educados, todo hay que decirlo– era el siguiente: si la Tierra se mueve alrededor del Sol y sobre sí misma, ¿por qué no lo notamos? Los cálculos más burdos demuestran que cualquiera de estos dos movimientos tiene una velocidad considerable, pero no notamos nada. La respuesta de Salviati en el libro muestra algo esencial en nuestra concepción moderna de la Mecánica de lo que hablaremos luego: imaginemos, dice Salviati, a un marinero en un barco. Se encuentra bajo cubierta, y no puede ver el exterior, con lo que no puede ver directamente si el barco se mueve o está parado. Con él tiene distintas cosas, como un grifo que gotea, una pecera con peces, una mariposa, etc. ¿Cómo puede saber, observando el goteo del agua, el vuelo de la mariposa, etc., si el barco está quieto o se mueve con velocidad constante?
La respuesta es, naturalmente, que no puede, ya que todo se mueve con él, incluyendo el suelo y el aire que contiene la bodega, con lo que es imposible para él, sin una referencia externa, determinar si el barco se está moviendo o está parado. Al explicar este concepto, el divino italiano establece lo que hoy conocemos como principio de relatividad de Galileo, o invariancia galileana, a saber, que todos los sistemas inerciales –en la concepción galileana del movimiento, sistemas que se mueven a velocidad constante– son equivalentes e indistinguibles entre sí mediante ningún experimento físico. No tiene sentido, por tanto, decir que algo se mueve o está parado, sino que se mueve respecto a algo o que está parado en referencia a algo.
La importancia de la invariancia galileana estriba en su posición como uno de los pilares de la física newtoniana. Sería llevado a una forma aún más extrema y extraordinaria, por supuesto, por otro genio, Albert Einstein, quien primero incluiría la luz y su constancia en los experimentos físicos que puede realizar el tripulante del barco de Galileo en su Teoría Especial de la Relatividad, y después lo extendería más aún, incluyendo la gravitación en el asunto y estableciendo un nuevo concepto de sistema inercial, uno en el que es posible tener sistemas inerciales que no se mueven a velocidad constante. Pero que otros logros posteriores, por ingentes que sean, no nos hagan olvidar la maravilla con la que, pegas aparte, Galileo nos regala en el Dialogo.
De hecho, la verdadera metedura de pata de Galileo en el libro no es conceptual, sino social. ¿Recuerdas que Urbano le había comentado sus propios argumentos, pidiéndole que los incluyera en el libro en la parte geocentrista? Pues Galileo va y lo hace… pero claro, en boca de Simplicio, el “tonto de la película” y listos para ser descuartizados por la afilada lengua de Salviati. Parece ser –y tiene sentido– que Galileo no hizo esto con mala intención, ya que tenía aprecio por Urbano, pero poner al simple Simplicio soltando por su boca los argumentos de Urbano para luego refutarlos… en fin, que se puede ser espabilado para unas cosas y torpe para otras, está claro.
El caso es que el círculo de personas que rodea a Urbano –al principio, mucho más que él mismo, que no se lo toma a la tremenda– está indignado. Los más intrigantes y cizañeros le sugieren al Papa que Galileo ha creado a Simplicio como una caricatura del propio Urbano, y al final, el Papa acaba ordenando una comisión especial que investigue el libro y ordena que sea prohiba su venta. Es imposible saber si todo hubiera sucedido igual de no haber metido así la pata Galileo, pero desde luego, desde este momento pierde el apoyo fundamental del que había gozado hasta entonces, y la benevolencia anterior por parte de la Iglesia se termina.
La comisión llama a Galileo a declarar, luego delibera y finalmente dicta sentencia. Creo que lo mejor que puedo hacer es dejarte directamente la parte relevante de la sentencia, aunque sea larga, porque se trata de un suceso de tal importancia que me parece que merece realmente la pena (salvo que lo hayas leído antes, claro), pues se leen unas cosas y otras, interpretaciones varias, y lo mejor es leer el documento original, aunque sea traducido malamente.
Al principio, los cardenales relatan lo que había sucedido en 1616, cuando se produjo el aviso inicial, de modo que esa parte me la salto, y luego ya entran en faena con el asunto del Dialogo. No me digas que algunas cosas –dentro de la tragedia de todo el asunto– no tienen gracia, como lo de “debemos suponer que, en tanto tiempo, os habéis olvidado de algunas expresiones del aviso”. Menuda mala baba que tenían los inquisidores:
Por cierto, lo de “Eppur si muove (Y sin embargo, se mueve)” parece ser una invención muy posterior, y me sorprendería mucho que Galileo hubiera sido tan bobo de decir algo así después del veredicto. No, el pobre hombre –porque no puedo empezar a imaginar cómo se sentiría– se calla y no vuelve a mencionar el asunto. Pero, antes de seguir con la vida del divino italiano, ¿consigue la Iglesia su objetivo último con el veredicto? Pues no, la verdad es que afortunadamente no.
El problema es que, por más que Galileo trampee en el Dialogo, el geocentrismo es simplemente falso, y cada vez más científicos y gente educada en ciencia se da cuenta. Como ya vimos antes, ya había en 1616 astrónomos religiosos que sostenían posiciones heliocentristas, y la cosa se expande como la espuma por toda Europa y no se puede parar. Durante cierto tiempo, el heliocentrismo es una de esas cosas que todo el mundo sabe pero que no se enseñan en público, por lo que pudiera pasar, y desde luego es ilegal imprimir el Dialogo y cualquier otra obra heliocentrista en los países donde la Iglesia tiene algo que decir.
De hecho, no es hasta 1758 que se elimina la prohibición “general y automática” sobre los libros que mencionasen el heliocentrismo como verdadero, e incluso entonces las obras ya prohibidas con anterioridad permanecen en el Index Librorum Prohibitorum. Tampoco se deja claro que el heliocentrismo sea aceptable –sospecho que, en parte, porque hacerlo significaba reconocer el desastre de 1633–, con lo que la cosa… digamos que se diluye. Por entonces, como te puedes imaginar, nadie con una educación universitaria en ciencias y dos dedos de frente piensa ya que la Tierra sea el centro de nada, las obras de Newton ya han sido publicadas hace mucho y la Ciencia está ya especulando sobre otras galaxias y el origen del Sistema Solar y ha dejado ya muy atrás el debate del geocentrismo.
¿Y el Santo Oficio? No, el Santo Oficio todavía no. En 1820 otro sacerdote astrónomo como el pobre carmelita Paolo Foscarini, Giuseppe Settele, pide permiso para publicar un libro en el que habla explícitamente del heliocentrismo, no como hipótesis, sino como un hecho. Estamos, naturalmente, en 1820, ¡en 1820!… y se le niega ese permiso por parte de los censores. Settele apela la decisión, se reúnen la Congregación del Índice y el Santo Oficio y ahora sí, por fin, se otorga el permiso a Settele. Cuando sale la siguiente edición del Index Librorum Prohibitorum en 1835, el Dialogo de Galileo (y el De revolutionibus, de Copérnico) ya no están en él. Sólo habían hecho falta doscientos años.
Puede parecer que me regodeo en este asunto, pero me parece esencial y absolutamente relevante hoy en día. Lo terrible del asunto no es la ignorancia de los cardenales que juzgan a Galileo, lo importante no es que estuvieran equivocados y tuviera razón él. Lo vergonzoso es que hubo un tiempo en el que unos seres humanos, por la fuerza, obligaban a otros a decir mentiras so pena de sufrir tortura o muerte, y prohibían los libros que no les parecían adecuados. Afortunadamente ya no vivimos en una época así… ¡ah, no, espera! Esto sigue sucediendo hoy en día en determinados lugares del mundo. No olvidemos las lecciones del pasado, por doloroso que nos resulte hacerlo –y sé que a algunos católicos este asunto los incomoda, algo que comprendo perfectamente–. No se trata únicamente de religión, y no creo que debamos quedarnos con esa idea — el acallamiento por la fuerza de opiniones disidentes, en general, es una vergüenza que nos humilla como especie.
Pero me voy por las ramas; afortunadamente, el genio de Galileo se mantiene vivo, y en esta última época de su vida, durante la cual permanece bajo arresto domiciliario, continúa experimentando y escribiendo auténticas maravillas que, para cambiar de aires, estoy seguro de que te harán sonreír. Su libro de 1638, Discorsi e dimostrazioni matematiche, intorno à due nuove scienze (Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias) representa, en cierto sentido, el nacimiento de la Física moderna y, sin él, tal vez no hubiéramos tenido a Newton — o el inglés no hubiera sido quien fue.
Discorsi e dimostrazioni matematiche, intorno à due nuove scienze (1638).
El pobre pisano tiene problemas para publicar, porque la Inquisición no sólo ha prohibido el Dialogo, sino que no se le permite sacar a imprenta ningún otro libro. Tras diversos intentos de publicación, finalmente consigue publicar los Discorsi en Leiden, en los Países Bajos, lejos del alcance del Santo Oficio. El libro es, esta vez sí, una auténtica obra de arte. Permanecen los personajes de Salviati, Simplicio y Salgredo, pero ahora no hay caricaturas, sino que todos son igualmente inteligentes, aunque no igualmente sabios.
Salviati sigue siendo, realmente, el propio Galileo, y son sus ideas las que explica, pero ahora el diálogo no pretende contraponer dos hipótesis opuestas sino servir de ayuda para que el lector razone junto con los personajes y comprenda los conceptos expuestos. Simplicio es en cierto sentido, aunque parezca curioso, también el propio Galileo, pero un Galileo más joven, con sus ideas anteriores. Y es que los Discorsi son una vuelta a problemas ya estudiados en la juventud del italiano, en el siglo XVI, pero afrontados ahora con aún más rigor, con años y años de experimentación y maduración, y en él se corrigen errores anteriores y se exponen nuevas hipótesis y experimentos.
Las dos “nuevas ciencias” a las que se refiere el título son la resistencia de materiales por un lado y la cinemática por otro. A lo largo del libro, los tres personajes van exponiendo sus ideas, razonando juntos, proponiendo experimentos y explicaciones geométricas, pero sin mordacidad como en obras anteriores. Se trata, si tienes el tiempo y la paciencia, de un placer de lectura, siempre que te saltes algunas de las explicaciones geométricas más largas porque, la verdad, son un tostón.
Como suele pasar con Galileo, lo revolucionario de los Discorsi no son tanto los descubrimientos que en él se exponen, sino la manera de hacer las cosas. Por ejemplo, al estudiar la resistencia de materiales, Galileo se pregunta sobre la resistencia relativa de trozos de madera de diferentes tamaños y la misma proporción, y aplica ese conocimiento a los esqueletos de los seres vivos. Nunca antes –que tengamos noticia– se había aplicado la Física de forma cuantitativa a la biología, a partir del estudio de piezas de madera de tamaños distintos. De acuerdo con Galileo, al aumentar el tamaño de la pieza aumenta su resistencia debido al aumento de sección, pero también aumenta el volumen y con él, el peso; puesto que el peso aumenta con el cubo de la dimensión pero la sección aumenta con el cuadrado, existe un límite para cualquier material sobre el cual no es posible que crezca más la pieza, pues no podría soportar su propio peso — ¿recuerdas los nanotubos de carbono?
El italiano muestra incluso cómo habría que cambiar las proporciones de los huesos para… pero no, mejor dejo que te lo explique él mismo, y no puedo evitar seguir con el diálogo con Simplicio porque es una auténtica gozada, y entran ya a discutir sobre mecánica de fluidos con una naturalidad deliciosa. Te da una idea del tono de esta obra de arte de la divulgación, muy alejada de los rollos macabeos de otros científicos de la época y posteriores:
Desde luego, si has captado el espíritu cuidadoso de Galileo, comprendes que las historias sobre tirar objetos desde la Torre de Pisa son falsas; parecen haber sido inventadas por un biógrafo de Galileo bastante tiempo tras su muerte. Desde luego, es bien posible que en algún momento dejase caer algo desde allí, para probar, pero como vas a ver por la descripción de su experimento, nunca hubiera alcanzado la precisión de medida deseada por el pisano, con lo que no hubiese demostrado nada.
En la segunda parte de los Discorsi –la dedicada al movimiento de los cuerpos–, los tres personajes están discutiendo sobre el movimiento acelerado de los cuerpos debido a la gravedad, y Salviati describe cómo ha estado presente en algunos de los experimentos realizados por “el Autor” (es decir, Galileo), y en qué consistieron esos experimentos. Espero que sea evidente el contraste entre la especulación científica cualitativa que había prevalecido hasta entonces y que, como a mí, se te ponga la carne de gallina al imaginar la escena (énfasis en negrita mío):
Unos años tras la publicación de los Discorsi, en 1642, Galileo finalmente muere aún bajo arresto domiciliario en su casa. Dado que el pisano era sospechoso de herejía, no se permitió que sus restos fueran enterrados junto a los de su familia en la Basilica de la Santa Croce en Florencia, como deseaba Ferdinando II, Gran Duque de la Toscana e hijo del anterior Gran Duque, Cosimo, también protector y defensor de Galileo. No, habría que esperar un siglo: en 1737 sus restos fueron trasladados a la Basílica y allí descansan con los honores que merecía.
Tumba de Galileo en la Santa Croce, Florencia (stanthejeep/CC Attribution-Sharealike 2.5).
Y merece muchos –no, no me importa lo más mínimo ser pesado en esto–. La Ciencia moderna, con mayúsculas, se asienta sobre unas bases de enorme solidez que la distinguen de otras formas de adquirir conocimiento mucho menos cautelosas, y en casi todas ellas Galileo fue quien nos indicó el camino y quien significó el florecimiento de esos modos de hacer Ciencia: el diseño cuidadoso de experimentos controlados con los que comprobar hipótesis sin que factores indeseados afecten al resultado, la descripción meticulosa de esos experimentos para que puedan ser repetidos y comprobados por otros, la cuantificación de resultados, que dejan así de ser “borrosos” para ser comprobables con instrumentos de medida, la sumisión del conocimiento a la verdad empírica de los experimentos verificables repetidamente… sin palabras, de verdad, sin palabras.
Es imposible saber además hasta dónde podría haber llegado de haber dispuesto de unas matemáticas más avanzadas de las que tenía. Como has visto, en sus escritos todo es cuestión de proporciones y, en general, de geometría –la rama más avanzada de la Matemática en la época–. En particular, la teoría de conjuntos tenía un buen trecho por recorrer, y con ella los conceptos de cardinalidad e infinito. En los Discorsi lo pone él mismo en evidencia, al darse cuenta de una contradicción aparente entre conceptos: si sumamos un número a infinito, sigue siendo infinito, pero es más grande que antes, pues se le ha sumado algo… ¿cómo puede ser infinito igual a infinito, pero infinito ser mayor que infinito al mismo tiempo? Mucho mejor que yo lo explican Salviati, Sagredo y Simplicio:
Para saber más:
El texto de Galileo Galilei (II) , por Pedro Gómez-Esteban, salvo donde se mencione explícitamente, está publicado bajo Creative Commons Attribution-Noncommercial-No Derivative Works 2.5 Spain License.
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Recordemos que estamos en el siglo XVI, y la comunicación no es precisamente fluida, ni siquiera dentro de la Iglesia. Galileo envía el manuscrito a los censores, que no conocen el anterior veredicto ni el requerimiento explícito que se le hace de no sostener las ideas heliocentristas, y no tengo ni idea de por qué, los censores parecen tragarse el libro y considerar que no defiende la realidad de las ideas copernicanas, tal vez porque, como veremos en un momento, no lo hace de forma explícita, pero no hay que ser muy listo para darse cuenta de que es una trampichuela para saltarse la censura.
Eso sí, el permiso es precisamente para exponer ambas hipótesis y sus virtudes respectivas, de un modo imparcial. La idea de Galileo es publicar un diálogo, al estilo de los antiguos griegos, en el que un filósofo geocentrista y otro heliocentrista expliquen los méritos de cada hipótesis. El propio Urbano, como amigo de Galileo, le explica sus propios argumentos, naturalmente favorables al geocentrismo aristotélico, y le pide que los incluya en su libro. Tener las ideas del propio Papa en el libro sería una garantía estupenda de que es aceptado, claro. Hasta aquí, todo estupendo… pero la ineptitud social de Galileo en este punto de la historia me deja apabullado –y no lo dice alguien socialmente hábil, ni mucho menos–.
Portada del Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo (1632).
Galileo pone manos a la obra y el libro, que supone un antes y un después en la historia de la Ciencia, es publicado en 1632 con el título de Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo (Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo). A diferencia de la mayor parte de los libros científicos de la época, está escrito en italiano y no en latín, con lo que es posible que lo lea y entienda el común de los mortales, y no sólo los astrónomos. En la Europa del siglo XVII hay ya un público relativamente grande deseoso de aprender y leer sobre este tipo de cosas, y el libro se convierte en un auténtico fenómeno (lo que hoy llamaríamos, seguro, un best-seller, porque la primera edición se agota en un plis-plas). El lenguaje es, como siempre en Galileo, fino y acerado, con un humor afilado y extraordinario, los argumentos vivos y entretenidos, las explicaciones claras: el libro es un éxito inmenso.
Sin embargo, hay un enorme problema, y aunque sé que tal vez voy contra corriente en esto, el problema fundamental es que, una vez más, Galileo se comporta como un imbécil arrogante, por más genio que sea. ¡Ojo! No trato de justificar la actitud de la Iglesia en absoluto pues es injustificable, simplemente de ser objetivo (¡soy moderado, pero leal!), y creo que, cuando termine de explicarlo, estarás de acuerdo conmigo. Tal y como había sido acordado, el Dialogo es una conversación a lo largo de cuatro días entre dos filósofos ficticios, además de un lego que actúa de “juez neutral” sobre la racionalidad de sus argumentos.
El filósofo heliocentrista se llama Salviati, en honor a un amigo de Galileo, Filippo Salviati, y sus argumentos son básicamente los de Galileo; podríamos decir que Salviati es simplemente Galileo con otro nombre. Naturalmente, el italiano convierte a Salviati en un personaje de inteligencia afiladísima y sus argumentos reciben “oohs” y “aahs” por parte del lego neutral. Este lego recibe el nombre de Sagredo, una vez más en honor a un amigo de Galileo, Giovanni Francesco Salgredo, y aunque al principio sea neutral luego es convencido, por supuesto, por los clarividentes argumentos de Salviati.
¿Y el geocentrista? ¿recibe él también el nombre de un amigo de Galileo? Pues no; recibe el nombre de Simplicio, supuestamente por un filósofo aristotélico del siglo VI, Simplicio de Cilicia, dado que defiende las ideas de Aristóteles. Pero recuerda la capacidad de Galileo para el sarcasmo: el nombre de Simplicio sugiere, en italiano como en español, a un simple, a un bobo muy inferior a Salviati. Y así se nos muestra el pobre Simplicio en la obra, esgrimiendo argumentos inanes y muy inferiores en calidad filosófica a los del genial Salviati.
Aquí es donde, en mi opinión, Galileo es deshonesto y algo ruin. Es evidente que la obra pretende ser un diálogo neutral para así salvar el obstáculo de la Inquisición pero que, realmente, es una defensa de la realidad de las afirmaciones de Copérnico, y en ese aspecto me parece perfectamente aceptable: de otro modo, sin engañar un poco a la Iglesia, no hubiera sido posible publicarlo. No es ahí donde estriba mi pega. Lo vergonzoso es que Galileo hace trampa: Simplicio no esgrime los argumentos inteligentes de los geocentristas de la época, sino que utiliza razonamientos con agujeros enormes (que ningún filósofo geocentrista real hubiera empleado), y que están en el libro simplemente para que Galileo –perdón, Salviati– los destruya y quede como un campeón. Vamos, un ejemplo clarísimo de crear un “hombre de paja” para intentar mostrar que uno mismo tiene razón.
Por esta época, el modelo de Universo sostenido por la Iglesia no es ya el geocentrismo simple de Aristóteles, ni siquiera el de Ptolomeo, sino un modelo “híbrido” propuesto por el danés Tycho Brahe a finales del XVI para combinar algunas de las ventajas evidentes, en cuanto a simplicidad matemática, del modelo de Copérnico con el geocentrismo de los dos anteriores. En el modelo tychónico, la Tierra es el centro del Universo; el Sol y la Luna giran directamente alrededor de nuestro planeta, y el resto de los planetas giran alrededor del Sol; como la estrella gira a nuestro alrededor, al final acaban también moviéndose alrededor de la Tierra, pero de manera indirecta y no realizando circunferencias. El sistema tychónico y el copernicano predicen exactamente las mismas posiciones en el firmamento de los astros, por cierto, pero la Iglesia favorece naturalmente a Tycho porque en su modelo la Tierra permanece inmóvil.
Modelo tychónico del Sistema Solar.
Tycho era geocentrista, pero de una inteligencia extraordinaria, justo lo contrario que Simplicio en el libro. De hecho, el danés se plantea argumentos a favor y en contra de ambos modelos –geocentrista y heliocentrista–, y llega a la conclusión (antes de las observaciones de Galileo) de que el geocentrismo es el que mejor explica lo que vemos. El argumento principal de Tycho es el siguiente: si la Tierra se mueve respecto a las estrellas, entonces podremos comprobar que las posiciones aparentes de las estrellas cambian debido a la paralaje. Si, por el contrario, la Tierra está quieta, no habrá cambio en la posición de las estrellas. Al mirar al firmamento, se comprobó que no existía paralaje alguno, luego Tycho concluyó que la Tierra no se movía.
Cuando Friedrich Bessel midió por primera vez la paralaje de una estrella echó por tierra el argumento de Tycho Brahe… en 1838. La razón de que no se hubiera medido antes no era que la Tierra estuviera quieta, sino que las estrellas están tan endiabladamente lejos que es minúscula, pero casi nadie había considerado la posibilidad de un Universo tan gigantesco, desde luego ni Tycho ni Galileo. En época de Galileo y muchos años después, el razonamiento de Tycho era un mazazo para el heliocentrismo, un argumento demoledor en cualquier discusión entre ambos modelos. De hecho, este argumento es de tal importancia que Galileo no tiene razón al considerar imposible una concepción distinta de la copernicana, dadas las observaciones de la época. Auténtica dinamita, el argumento de Tycho.
¿Sabes cómo emplea Simplicio el argumento de la paralaje estelar de Tycho? No lo hace. No, el obstáculo empírico más grande del heliocentrismo no es mencionado en el Diálogo en el que, supuestamente, se cruzan los razonamientos para defender y atacar cada hipótesis. No, Simplicio defiende la forma más casposa, antigua y estúpida de geocentrismo que pueda existir, una forma de geocentrismo que pocos defendían en la época, y lo hace expresando sus argumentos de una manera torpérrima, haciendo honor a su nombre ficticio. No se trata de una discusión honesta entre los mejores argumentos de uno y otro bando, sino de una pantomima, por más que Galileo tuviera razón en sus conclusiones.
De entre los argumentos esgrimidos por Salviati para defender el heliocentrismo –entre los que están, por supuesto, las observaciones astronómicas realizadas por Galileo en años anteriores– hay dos que me parecen de gran interés por razones diferentes.
Por un lado, Galileo esgrime como argumento a favor del movimiento de la Tierra el hecho de que existan las mareas. ¿Cómo explicarlas, sin movimiento terrestre? De acuerdo con Galileo, la fuerza centrífuga debida al movimiento circular de la Tierra sobre sí misma y alrededor del Sol era lo que hacía que el mar subiese y bajase. Sin embargo, de ser ésa la razón, debería haber una marea alta y una baja cada día, mientras que hay dos… algo que el pisano atribuía a “factores secundarios”, como la forma del mar y su profundidad diferente en cada punto. Curiosamente, Johannes Kepler sostenía que las mareas se debían a la influencia lunar y, al final, la realidad resultó ser una mezcla de ambas. El caso es que aquí Galileo patina un poco.
Por otro lado, y aquí el italiano sí demuestra una vez más su genio, un argumento relativamente común contra el heliocentrismo –especialmente entre los menos educados, todo hay que decirlo– era el siguiente: si la Tierra se mueve alrededor del Sol y sobre sí misma, ¿por qué no lo notamos? Los cálculos más burdos demuestran que cualquiera de estos dos movimientos tiene una velocidad considerable, pero no notamos nada. La respuesta de Salviati en el libro muestra algo esencial en nuestra concepción moderna de la Mecánica de lo que hablaremos luego: imaginemos, dice Salviati, a un marinero en un barco. Se encuentra bajo cubierta, y no puede ver el exterior, con lo que no puede ver directamente si el barco se mueve o está parado. Con él tiene distintas cosas, como un grifo que gotea, una pecera con peces, una mariposa, etc. ¿Cómo puede saber, observando el goteo del agua, el vuelo de la mariposa, etc., si el barco está quieto o se mueve con velocidad constante?
La respuesta es, naturalmente, que no puede, ya que todo se mueve con él, incluyendo el suelo y el aire que contiene la bodega, con lo que es imposible para él, sin una referencia externa, determinar si el barco se está moviendo o está parado. Al explicar este concepto, el divino italiano establece lo que hoy conocemos como principio de relatividad de Galileo, o invariancia galileana, a saber, que todos los sistemas inerciales –en la concepción galileana del movimiento, sistemas que se mueven a velocidad constante– son equivalentes e indistinguibles entre sí mediante ningún experimento físico. No tiene sentido, por tanto, decir que algo se mueve o está parado, sino que se mueve respecto a algo o que está parado en referencia a algo.
La importancia de la invariancia galileana estriba en su posición como uno de los pilares de la física newtoniana. Sería llevado a una forma aún más extrema y extraordinaria, por supuesto, por otro genio, Albert Einstein, quien primero incluiría la luz y su constancia en los experimentos físicos que puede realizar el tripulante del barco de Galileo en su Teoría Especial de la Relatividad, y después lo extendería más aún, incluyendo la gravitación en el asunto y estableciendo un nuevo concepto de sistema inercial, uno en el que es posible tener sistemas inerciales que no se mueven a velocidad constante. Pero que otros logros posteriores, por ingentes que sean, no nos hagan olvidar la maravilla con la que, pegas aparte, Galileo nos regala en el Dialogo.
De hecho, la verdadera metedura de pata de Galileo en el libro no es conceptual, sino social. ¿Recuerdas que Urbano le había comentado sus propios argumentos, pidiéndole que los incluyera en el libro en la parte geocentrista? Pues Galileo va y lo hace… pero claro, en boca de Simplicio, el “tonto de la película” y listos para ser descuartizados por la afilada lengua de Salviati. Parece ser –y tiene sentido– que Galileo no hizo esto con mala intención, ya que tenía aprecio por Urbano, pero poner al simple Simplicio soltando por su boca los argumentos de Urbano para luego refutarlos… en fin, que se puede ser espabilado para unas cosas y torpe para otras, está claro.
El caso es que el círculo de personas que rodea a Urbano –al principio, mucho más que él mismo, que no se lo toma a la tremenda– está indignado. Los más intrigantes y cizañeros le sugieren al Papa que Galileo ha creado a Simplicio como una caricatura del propio Urbano, y al final, el Papa acaba ordenando una comisión especial que investigue el libro y ordena que sea prohiba su venta. Es imposible saber si todo hubiera sucedido igual de no haber metido así la pata Galileo, pero desde luego, desde este momento pierde el apoyo fundamental del que había gozado hasta entonces, y la benevolencia anterior por parte de la Iglesia se termina.
La comisión llama a Galileo a declarar, luego delibera y finalmente dicta sentencia. Creo que lo mejor que puedo hacer es dejarte directamente la parte relevante de la sentencia, aunque sea larga, porque se trata de un suceso de tal importancia que me parece que merece realmente la pena (salvo que lo hayas leído antes, claro), pues se leen unas cosas y otras, interpretaciones varias, y lo mejor es leer el documento original, aunque sea traducido malamente.
Al principio, los cardenales relatan lo que había sucedido en 1616, cuando se produjo el aviso inicial, de modo que esa parte me la salto, y luego ya entran en faena con el asunto del Dialogo. No me digas que algunas cosas –dentro de la tragedia de todo el asunto– no tienen gracia, como lo de “debemos suponer que, en tanto tiempo, os habéis olvidado de algunas expresiones del aviso”. Menuda mala baba que tenían los inquisidores:
[...]Imagino que eres consciente de quién está diciendo esto, y de las amenazas nada veladas como lo de “castigos impuestos y promulgados” y cosas así. El pobre Galileo no tiene más opción que “abjurar, maldecir y detestar” sus anteriores opiniones, y así lo hace. Sé que suena cursi, pero no quiero poner aquí sus palabras, porque son una farsa y se me enciende la sangre al leer cómo se humilla y dice cosas que sabe perfectamente que no son ciertas, pero que no puede evitar decir por la amenaza del castigo.
Considerando que ha aparecido últimamente un libro, impreso en Florencia el año pasado, cuya portada mostraba que vos érais el autor, de título Diálogo por Galileo Galilei sobre los dos principales sistemas del mundo, ptolemaico y copernicano; y considerando que la Santa Congregación fue informada de que con la impresión de este libro se diseminaba la falsa opinión del movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol, y que esa opinión se iba extendiendo más y más, dicho libro fue examinado diligentemente y se determinó que violaba explícitamente el aviso que se os había dado anteriormente; pues en el mismo libro defiendéis la misma opinión antes condenada y declarada en vuestra presencia, aunque en el propio libro intentáis, a través de diversos subterfugios, dar la impresión de dejarlo sin decidir y considerarlo simplemente como algo probable; se trata, sin embargo, de un grave error, ya que no es posible que una opinión declarada como contraria a las Sagradas Escrituras pueda considerarse como probable.
Por lo tanto, a nuestra orden fuisteis llamado a este Santo Oficio donde, interrogado bajo juramento, admitisteis haber escrito y publicado el libro. Confesasteis que diez o doce años atrás, después de haber recibido el requerimiento mencionado anteriormente, empezasteis a escribir dicho libro, y que después pedisteis permiso para imprimirlo sin explicar a quienes os otorgaron el permiso que estabais bajo el requerimiento de no sostener, defender ni enseñar dicha doctrina de ninguna manera.
De igual modo, confesasteis que en diversos lugares las explicaciones de dicho libro se expresan de tal manera que un lector podría llegar a la conclusión de que los argumentos a favor del bando falso son suficientemente eficaces para ser capaces de convencer, en vez de ser fáciles de refutar. Vuestras excusas de haber cometido un error, como dijisteis, lejos de vuestra intención, eran que habíais escrito el libro en forma de diálogo, y todo el mundo siente una predilección natural por las propias argucias y tiende a mostrarse más agudo que el hombre medio, encontrando argumentos ingeniosos y aparentemente probables incluso a favor de proposiciones falsas.
Informándoos de los términos adecuados para presentar vuestra defensa, nos entregasteis un certificado manuscrito por el eminente Cardenal Bellarmino, que afirmasteis haber obtenido para defenderos de las calumnias de vuestros enemigos, que aseguraban que habíais abjurado de vuestras ideas y habíais sido castigado por el Santo Oficio. Este certificado indica que no habíais abjurado ni habíais sido castigado, sino simplemente que habíais sido notificado de la declaración realizada por Su Santidad y publicada por la Santa Congregación del Índice, cuyo contenido es que la doctrina del movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol es contraria a las Sagradas Escrituras y por lo tanto no puede ser sostenida ni defendida. Puesto que este certificado no contiene dos expresiones del requerimiento, a saber, “enseñar” y “de ninguna manera”, se supone que durante el curso de catorce o dieciséis años las habéis olvidado, y que por esta misma razón permanecisteis en silencio sobre ese requerimiento cuando solicitasteis la licencia para publicar el libro. Además, se supone que debemos creer que nos hacéis notar todo esto no para excusar el error, sino para atribuirlo a una ambición presuntuosa en vez de a la malicia. Sin embargo, el certificado que nos entregasteis en vuestra defensa hace aún más grave vuestro caso, ya que, aunque indica que dichas opiniones son contrarias a las Sagradas Escrituras, os habéis atrevido a defenderlas y mostrarlas como probables; y no os ayuda la licencia que insidiosa y astutamente conseguisteis obtener, ya que no mencionasteis entonces el requerimiento que os vinculaba.
Porque no pensamos entonces que hubierais dicho toda la verdad sobre vuestras intenciones, consideramos necesario proceder contra vos con un examen riguroso. Aquí sí contestasteis de una manera católica [¿imagino que quiere decir "honesta"?], aunque sin perjuicio de los asuntos antes mencionados confesados por vos mismo y que pueden ser utilizados contra ti sobre tus intenciones.
Por lo tanto, habiendo visto y considerado seriamente los méritos de vuestro caso, junto con las confesiones y excusas antes mencionadas y con otros asuntos razonables merecedores de observación y consideración, hemos llegado a la sentencia final contra vos, que procedemos a exponer.
Por lo tanto, invocando el más Santo nombre de Nuestro Señor Jesucristo y su más gloriosa Madre, la eterna Virgen María; y conformándonos como tribunal, con el consejo y ayuda de los Maestros Reverendos de Teología Sagrada y los Doctores en ambas leyes, nuestros consejeros; en esta opinión escrita pronunciamos el juicio final del caso expuesto ante nosotros entre el Magnífico Carlo Sinceri, Doctor en ambas leyes y Fiscal de la Acusación de este Santo Oficio, por un lado, y vos, el antes mencionado Galileo Galilei, el acusado aquí presente, examinado, juzgado y confesado, por otra:
Decimos, pronunciamos, sentenciamos y declaramos que vos, el antes mencionado Galileo, por los hechos deducidos en el juicio y confesados por vos como se ha dicho antes, os habéis convertido de acuerdo con este Santo Oficio en sospechoso vehemente de herejía, concretamente de haber sostenido y creído una doctrina que es falsa y contraria a las divinas y Santas Escrituras: que el Sol es el centro del mundo y no se mueve de este a oeste, y que la Tierra se mueve y no es el centro del mundo, y que uno puede sostener y defender como probable una opinión después de haber diso declarada y definida contraria a las Sagradas Escrituras. Por lo tanto, habéis incurrido en todas las censuras y castigos impuestos y promulgados por los sagrados cánones y todas las leyes particulares y generales contra tales delincuentes. Estamos dispuestos a absolveros de ellas siempre que, primero, con un corazón sincero y una fe transparente, delante de nosotros, abjuréis, maldigáis y detestéis los errores y herejías antes mencionados, y cualquier otro error y herejía contrario a la Iglesia Católica y Apostólica, de la manera y forma que os ordenemos.
Además, de modo que este error serio y pernicioso y esta transgresión no quede sin castigo alguno, y de modo que seáis más cauteloso en el futuro y os convirtáis en un ejemplo para que otros se abstengan de crímenes similares, ordenamos que el libro Diálogo de Galileo Galilei sea prohibido por edicto público.
Os condenamos a ser encarcelado formalmente en este Santo Oficio a nuestra voluntad. Como penitencia saludable, os imponemos el recitar los siete Salmos penitenciales una vez a la semana durante los próximos tres años. Y nos reservamos la potestad de moderar, cambiar o perdonar completamente o en parte los castigos y penitencias anteriores.
Por cierto, lo de “Eppur si muove (Y sin embargo, se mueve)” parece ser una invención muy posterior, y me sorprendería mucho que Galileo hubiera sido tan bobo de decir algo así después del veredicto. No, el pobre hombre –porque no puedo empezar a imaginar cómo se sentiría– se calla y no vuelve a mencionar el asunto. Pero, antes de seguir con la vida del divino italiano, ¿consigue la Iglesia su objetivo último con el veredicto? Pues no, la verdad es que afortunadamente no.
El problema es que, por más que Galileo trampee en el Dialogo, el geocentrismo es simplemente falso, y cada vez más científicos y gente educada en ciencia se da cuenta. Como ya vimos antes, ya había en 1616 astrónomos religiosos que sostenían posiciones heliocentristas, y la cosa se expande como la espuma por toda Europa y no se puede parar. Durante cierto tiempo, el heliocentrismo es una de esas cosas que todo el mundo sabe pero que no se enseñan en público, por lo que pudiera pasar, y desde luego es ilegal imprimir el Dialogo y cualquier otra obra heliocentrista en los países donde la Iglesia tiene algo que decir.
De hecho, no es hasta 1758 que se elimina la prohibición “general y automática” sobre los libros que mencionasen el heliocentrismo como verdadero, e incluso entonces las obras ya prohibidas con anterioridad permanecen en el Index Librorum Prohibitorum. Tampoco se deja claro que el heliocentrismo sea aceptable –sospecho que, en parte, porque hacerlo significaba reconocer el desastre de 1633–, con lo que la cosa… digamos que se diluye. Por entonces, como te puedes imaginar, nadie con una educación universitaria en ciencias y dos dedos de frente piensa ya que la Tierra sea el centro de nada, las obras de Newton ya han sido publicadas hace mucho y la Ciencia está ya especulando sobre otras galaxias y el origen del Sistema Solar y ha dejado ya muy atrás el debate del geocentrismo.
¿Y el Santo Oficio? No, el Santo Oficio todavía no. En 1820 otro sacerdote astrónomo como el pobre carmelita Paolo Foscarini, Giuseppe Settele, pide permiso para publicar un libro en el que habla explícitamente del heliocentrismo, no como hipótesis, sino como un hecho. Estamos, naturalmente, en 1820, ¡en 1820!… y se le niega ese permiso por parte de los censores. Settele apela la decisión, se reúnen la Congregación del Índice y el Santo Oficio y ahora sí, por fin, se otorga el permiso a Settele. Cuando sale la siguiente edición del Index Librorum Prohibitorum en 1835, el Dialogo de Galileo (y el De revolutionibus, de Copérnico) ya no están en él. Sólo habían hecho falta doscientos años.
Puede parecer que me regodeo en este asunto, pero me parece esencial y absolutamente relevante hoy en día. Lo terrible del asunto no es la ignorancia de los cardenales que juzgan a Galileo, lo importante no es que estuvieran equivocados y tuviera razón él. Lo vergonzoso es que hubo un tiempo en el que unos seres humanos, por la fuerza, obligaban a otros a decir mentiras so pena de sufrir tortura o muerte, y prohibían los libros que no les parecían adecuados. Afortunadamente ya no vivimos en una época así… ¡ah, no, espera! Esto sigue sucediendo hoy en día en determinados lugares del mundo. No olvidemos las lecciones del pasado, por doloroso que nos resulte hacerlo –y sé que a algunos católicos este asunto los incomoda, algo que comprendo perfectamente–. No se trata únicamente de religión, y no creo que debamos quedarnos con esa idea — el acallamiento por la fuerza de opiniones disidentes, en general, es una vergüenza que nos humilla como especie.
Pero me voy por las ramas; afortunadamente, el genio de Galileo se mantiene vivo, y en esta última época de su vida, durante la cual permanece bajo arresto domiciliario, continúa experimentando y escribiendo auténticas maravillas que, para cambiar de aires, estoy seguro de que te harán sonreír. Su libro de 1638, Discorsi e dimostrazioni matematiche, intorno à due nuove scienze (Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias) representa, en cierto sentido, el nacimiento de la Física moderna y, sin él, tal vez no hubiéramos tenido a Newton — o el inglés no hubiera sido quien fue.
Discorsi e dimostrazioni matematiche, intorno à due nuove scienze (1638).
El pobre pisano tiene problemas para publicar, porque la Inquisición no sólo ha prohibido el Dialogo, sino que no se le permite sacar a imprenta ningún otro libro. Tras diversos intentos de publicación, finalmente consigue publicar los Discorsi en Leiden, en los Países Bajos, lejos del alcance del Santo Oficio. El libro es, esta vez sí, una auténtica obra de arte. Permanecen los personajes de Salviati, Simplicio y Salgredo, pero ahora no hay caricaturas, sino que todos son igualmente inteligentes, aunque no igualmente sabios.
Salviati sigue siendo, realmente, el propio Galileo, y son sus ideas las que explica, pero ahora el diálogo no pretende contraponer dos hipótesis opuestas sino servir de ayuda para que el lector razone junto con los personajes y comprenda los conceptos expuestos. Simplicio es en cierto sentido, aunque parezca curioso, también el propio Galileo, pero un Galileo más joven, con sus ideas anteriores. Y es que los Discorsi son una vuelta a problemas ya estudiados en la juventud del italiano, en el siglo XVI, pero afrontados ahora con aún más rigor, con años y años de experimentación y maduración, y en él se corrigen errores anteriores y se exponen nuevas hipótesis y experimentos.
Las dos “nuevas ciencias” a las que se refiere el título son la resistencia de materiales por un lado y la cinemática por otro. A lo largo del libro, los tres personajes van exponiendo sus ideas, razonando juntos, proponiendo experimentos y explicaciones geométricas, pero sin mordacidad como en obras anteriores. Se trata, si tienes el tiempo y la paciencia, de un placer de lectura, siempre que te saltes algunas de las explicaciones geométricas más largas porque, la verdad, son un tostón.
Como suele pasar con Galileo, lo revolucionario de los Discorsi no son tanto los descubrimientos que en él se exponen, sino la manera de hacer las cosas. Por ejemplo, al estudiar la resistencia de materiales, Galileo se pregunta sobre la resistencia relativa de trozos de madera de diferentes tamaños y la misma proporción, y aplica ese conocimiento a los esqueletos de los seres vivos. Nunca antes –que tengamos noticia– se había aplicado la Física de forma cuantitativa a la biología, a partir del estudio de piezas de madera de tamaños distintos. De acuerdo con Galileo, al aumentar el tamaño de la pieza aumenta su resistencia debido al aumento de sección, pero también aumenta el volumen y con él, el peso; puesto que el peso aumenta con el cubo de la dimensión pero la sección aumenta con el cuadrado, existe un límite para cualquier material sobre el cual no es posible que crezca más la pieza, pues no podría soportar su propio peso — ¿recuerdas los nanotubos de carbono?
El italiano muestra incluso cómo habría que cambiar las proporciones de los huesos para… pero no, mejor dejo que te lo explique él mismo, y no puedo evitar seguir con el diálogo con Simplicio porque es una auténtica gozada, y entran ya a discutir sobre mecánica de fluidos con una naturalidad deliciosa. Te da una idea del tono de esta obra de arte de la divulgación, muy alejada de los rollos macabeos de otros científicos de la época y posteriores:
[Salviati] Para ilustrarlo brevemente, he esbozado un hueso cuya longitud natural ha sido aumentada tres veces y cuyo grosor ha sido multiplicado hasta que, para un animal del tamaño correspondiente, pudiera realizar las mismas funciones que desempeña el hueso pequeño para el animal de menor tamaño. Puedes ver de las figuras cómo el hueso grande ha sido deformado y pierde toda proporción. Es claro entonces que, si uno pretende mantener las mismas proporciones en los miembros de un gigante que en los de un hombre ordinario, debe encontrar un material más duro y resistente para fabricar los huesos, o debe aceptar una disminución relativa de la fuerza respecto a la de los hombres de estatura media; pues si su altura es aumentada indefinidamente, caerá y será aplastado por su propio peso. Por otro lado, si se disminuye el tamaño de un cuerpo, la fuerza de ese cuerpo no disminuye en la misma proporción; de hecho, cuanto menor es el cuerpo, mayor es su fuerza relativa. Así, un perro pequeño probablemente podría llevar sobre su espalda dos o tres perros de su mismo tamaño; pero no creo que un caballo pudiera acarrear siquiera uno solo de su propio tamaño.¿No es delicioso? Pues ése es el tono de todo el libro, en el que los tres contertulios van descubriendo juntos el mundo, aunque Salviati es siempre el listillo que todo lo sabe, por supuesto. Entre las perlas de esta obra se encuentra un ejemplo extraordinario del empirismo galileano que hemos mencionado antes: la descripción exquisita de un experimento concreto, teniendo cuidado en controlar los factores involucrados lo más posibles, realizar mediciones precisas, etc. Se trata del estudio de la caída de los cuerpos debida a la gravedad, y quiero detenerme en ella un momento por cómo ejemplifica lo mejor de nuestro lenguaraz amigo. Eso sí, no pienses que es lo único que hay allí: el estudio de los tiros parabólicos de proyectiles es también maravilloso.
[Simplicio] Tal vez esto sea así; pero tiendo a dudarlo, por la razón del enorme tamaño alcanzado por ciertos peces, como la ballena, que, según tengo entendido, es diez veces más grande que un elefante; y sin embargo todos ellos soportan su propio peso.
[Salviati] Tu pregunta, Simplicio, sugiere otro principio, uno que hasta ahora se había escapado a mi atención y que permite que los gigantes y otros animales de enorme tamaño puedan soportar su propio peso y moverse más o menos tan bien como los más pequeños. Este resultado puede obtenerse o bien aumentando la resistencia de los huesos y otras partes que soportan no sólo su peso sino la carga adicional; o, manteniendo las proporciones de la estructura ósea constantes, el esqueleto se sostendrá del mismo modo o incluso más fácilmente si uno disminuye, en la porporción adecuada, el peso del material óseo, de la carne y del resto de las cosas que sostiene el esqueleto. Este segundo principio es el empleado por la naturaleza en la estructura de los peces, haciendo sus huesos y músculos no sólo ligeros, sino completamente desprovistos de peso.
[Simplicio] La tónica de tu argumento, Salviati, es evidente. Puesto que los peces viven en el agua, la cual, debido a su densidad o, como dirían otros, su peso, disminuye el peso de los cuerpos sumergidos en ella, lo que quieres decir es que, por esta razón, los cuerpos de los peces estarán desprovistos de peso y serán soportados sin dañar sus huesos. Pero esto no puede ser todo; porque, aunque el resto del cuerpo del pez carezca de peso, no puede haber duda de que sus huesos lo tienen. Tomemos el caso de las costillas de una ballena, que tienen las dimensiones de vigas; ¿quién puede negar su enorme peso, o su tendencia a hundirse hacia el fondo cuando se sumerge en agua? Uno no esperaría, por tanto, que estas grandes masas se sostuvieran.
[Salviati] ¡Una muy aguda objeción! Y ahora, en respuesta, dime si alguna vez has visto peces inmóviles a propósito bajo el agua, sin ascender a la superficie ni descender hacia el fondo, sin ejercer fuerza alguna al nadar?
[Simplicio] Se trata de un fenómeno muy conocido.
[Salviati] El hecho entonces de que los peces son capaces de permanecer inmóviles bajo el agua es una razón concluyente para pensar que el material que compone sus cuerpos tiene la misma gravedad específica que el agua; por lo tanto, si en su composición hay algunas partes más pesadas que el agua, debe haber otras que son más ligeras, pues de otro modo no podría existir el equilibrio.
Por lo tanto, si los huesos son más pesados, necesariamente los huesos u otros constituyentes del cuerpo deben ser más pesados, de modo que su flotabilidad compense el peso de los huesos. En los animales acuáticos, por tanto, las circunstancias son al revés que en los animales terrestres en el sentido de que, en los segundos, los huesos no sólo soportan su propio peso, sino también el de la carne, mientras que en los primeros es la carne la que soporta no sólo su propio peso, sino también el de los huesos. Por tanto, debemos dejar de preguntarnos por qué estos enormes animales habitan el agua y no la tierra o, mejor dicho, el aire.
[Simplicio] Estoy convencido, y simplemente quiero añadir que lo que llamamos animales terrestres deberían llamarse mejor animales aéreos, ya que viven en el aire, están rodeados de aire y respiran aire.
Desde luego, si has captado el espíritu cuidadoso de Galileo, comprendes que las historias sobre tirar objetos desde la Torre de Pisa son falsas; parecen haber sido inventadas por un biógrafo de Galileo bastante tiempo tras su muerte. Desde luego, es bien posible que en algún momento dejase caer algo desde allí, para probar, pero como vas a ver por la descripción de su experimento, nunca hubiera alcanzado la precisión de medida deseada por el pisano, con lo que no hubiese demostrado nada.
En la segunda parte de los Discorsi –la dedicada al movimiento de los cuerpos–, los tres personajes están discutiendo sobre el movimiento acelerado de los cuerpos debido a la gravedad, y Salviati describe cómo ha estado presente en algunos de los experimentos realizados por “el Autor” (es decir, Galileo), y en qué consistieron esos experimentos. Espero que sea evidente el contraste entre la especulación científica cualitativa que había prevalecido hasta entonces y que, como a mí, se te ponga la carne de gallina al imaginar la escena (énfasis en negrita mío):
Se tomó una tabla de madera de unos 12 codos de largo, medio codo de ancho y tres dedos de grosor; sobre su borde se cortó un canal de poco más de un dedo de ancho; una vez este surco fue perfeccionado de modo que era lo más recto, suave y pulimentado como era posible, y tras cubrirlo con pergamino lo más terso y liso posible, hicimos rodar sobre él una bola muy perfectamente redonda, dura y pulida. Al poner el tablero inclinado, levantando un extremo unos dos codos sobre el otro, hicimos rodar la bola, como iba diciendo, a lo largo del surco, midiendo, del modo que en un momento describiré, el tiempo que tardaba en descender.Galileo no fue el primero en postular esta ley de caída de los cuerpos, por cierto, aunque se le suela atribuir. En el siglo XIV ya la habían vislumbrado un grupo extraordinario de científicos británicos del siglo XIV, los “calculadores de Oxford”, con base en el Merton College de esa Universidad inglesa. Estos científicos fueron, para su época, unos adelantados, ya que empezaron a hacer las cosas en las que luego Galileo sería un auténtico maestro, como tratar de establecer una ciencia más mátemática que antes; parece que el primero en establecer la ley de la caída de los cuerpos fue uno de estos “calculadores”, Thomas Bradwardine, matemático, filósofo y científico –dada la época, estaba todo mezclado–, pero claro, ni con la precisión ni con la claridad en la descripción de Galileo.
Repetimos el experimento más de una vez, para medir el tiempo con una precisión tal que la desviación entre dos observaciones nunca fuera más de la décima parte de un latido de corazón. Tras haber realizado esta operación y habernos asegurado de su fiabilidad, hicimos rodar la bola sólo una cuarta parte de la longitud del surco; y habiendo medido el tiempo de su descenso, vimos que era exactamente la mitad del tiempo anterior. A continuación probamos otras distancias, comparando el tiempo en recorrer toda la longitud con la de la mitad, o con la de dos tercios, o tres cuartos, o cualquier otra fracción; en esos experimentos, repetidos cien veces cada uno, siempre comprobamos que los espacios recorridos eran unos a otros como los cuadrados de los tiempos, y esto era cierto para cualquier inclinación del plano, es decir, del surco, a lo largo del cual hacíamos rodar la bola. También observamos que los tiempos de descenso, para diversas inclinaciones del plano, tenían una proporción entre ellos que era exactamente la que, como veremos luego, el Autor había predecido y demostrado que tendrían.
Para medir el tiempo empleamos un gran recipiente lleno de agua en una posición elevada; una pequeña cañería estaba soldada al fondo de este recipiente, de modo que de él salía un fino chorro de agua, que recogíamos en un pequeño vaso a lo largo del tiempo de cada descenso, ya fuese para toda la longitud del surco o para una parte de su longitud; luego se pesaba el agua así recogida, tras cada descenso, en una balanza muy precisa; las diferencias y relaciones entre estos pesos nos daban las diferencias y relaciones entre los tiempos, y esto con una precisión tal que, aunqu ela operación se repitió muchas, muchas veces, no había una discrepancia apreciable en los resultados.
Unos años tras la publicación de los Discorsi, en 1642, Galileo finalmente muere aún bajo arresto domiciliario en su casa. Dado que el pisano era sospechoso de herejía, no se permitió que sus restos fueran enterrados junto a los de su familia en la Basilica de la Santa Croce en Florencia, como deseaba Ferdinando II, Gran Duque de la Toscana e hijo del anterior Gran Duque, Cosimo, también protector y defensor de Galileo. No, habría que esperar un siglo: en 1737 sus restos fueron trasladados a la Basílica y allí descansan con los honores que merecía.
Tumba de Galileo en la Santa Croce, Florencia (stanthejeep/CC Attribution-Sharealike 2.5).
Y merece muchos –no, no me importa lo más mínimo ser pesado en esto–. La Ciencia moderna, con mayúsculas, se asienta sobre unas bases de enorme solidez que la distinguen de otras formas de adquirir conocimiento mucho menos cautelosas, y en casi todas ellas Galileo fue quien nos indicó el camino y quien significó el florecimiento de esos modos de hacer Ciencia: el diseño cuidadoso de experimentos controlados con los que comprobar hipótesis sin que factores indeseados afecten al resultado, la descripción meticulosa de esos experimentos para que puedan ser repetidos y comprobados por otros, la cuantificación de resultados, que dejan así de ser “borrosos” para ser comprobables con instrumentos de medida, la sumisión del conocimiento a la verdad empírica de los experimentos verificables repetidamente… sin palabras, de verdad, sin palabras.
Es imposible saber además hasta dónde podría haber llegado de haber dispuesto de unas matemáticas más avanzadas de las que tenía. Como has visto, en sus escritos todo es cuestión de proporciones y, en general, de geometría –la rama más avanzada de la Matemática en la época–. En particular, la teoría de conjuntos tenía un buen trecho por recorrer, y con ella los conceptos de cardinalidad e infinito. En los Discorsi lo pone él mismo en evidencia, al darse cuenta de una contradicción aparente entre conceptos: si sumamos un número a infinito, sigue siendo infinito, pero es más grande que antes, pues se le ha sumado algo… ¿cómo puede ser infinito igual a infinito, pero infinito ser mayor que infinito al mismo tiempo? Mucho mejor que yo lo explican Salviati, Sagredo y Simplicio:
[Simplicio]Aquí se me presenta una dificultad que me parece insoluble. Puesto que está claro que podemos tener una línea más larga que otra, cada una de las cuales tiene un número infinito de puntos, debemos admitir que, en una misma clase, tenemos algo más grande que infinito, ya que la infinidad de puntos de la línea más larga es mayor que la infinidad de puntos de la línea más corta. Esta asignación de un valor mayor que infinito a una cantidad infinita se escapa bastante de mi comprensión.Esta idea recibe el nombre de paradoja de Galileo: como ves, hasta cuando se topa con limitaciones de las Matemáticas, el pisano sienta cátedra. Habría que esperar un tiempo para que nuestras Matemáticas avanzasen lo suficiente para resolver la paradoja de Galileo, cuando nuestro concepto de infinito evolucionase desde simplemente “muchos, muchísimos” hasta algo más sofisticado. Pero hablando de infinito…
[Salviati] Esta es una de las dificultades que surgen cuando intentamos, con nuestras mentes finitas, hablar sobre el infinito, asignándole las mismas propiedades que damos a lo finito y limitado; pero creo que esto es un error, ya que no podemos hablar de cantidades infinitas como mayores o menores o iguales unas que otras. Para demostrar esto se me ocurre un argumento que, para que sea más claro, lo expondré en forma de preguntas a Simplicio, quien sugirió este problema. Parto de la base de que sabes qué números son cuadrados de otros y cuáles no.
[Simplicio] Soy bien consciente de que un número cuadrado es uno que resulta de la multiplicación de otro por sí mismo: así, 4, 9, etc., son números cuadrados que provienen de multiplicar 2, 3, etc., por sí mismos.
[Salviati] Muy bien; y también sabes que lo mismo que los productos se denominan cuadrados, los factores se denominan raíces; mientras que, por otro lado, los números que no provienen del producto de dos factores idénticos no son cuadrados. Por lo tanto, si afirmo que todos los números, incluyendo cuadrados y no cuadrados, son más que sólo los cuadrados, digo la verdad, ¿no es así? [Simplicio] Desde luego. [Salviati] Si te pregunto entonces cuántos cuadrados hay, uno puede responder ciertamente que hay tantos como raíces, pues cualquier cuadrado tiene su propia raíz, y cualquier raíz su propio cuadrado, pero no hay ningún cuadrado que tenga más de una raíz, ni ninguna raíz que tenga más de un cuadrado. [Simplicio] Exactamente. [Salviati] Pero si me pregunto cuántas raíces hay, no puede negarse que hay tantas como números, ya que cualquier número es la raíz de otro. Teniendo esto como cierto, debemos decir entonces que hay tantos cuadrados como números, ya que son tan numerosos como sus raíces, y todos los números son raíces. Sin embargo, al principio dijimos que hay muchos más números que cuadrados, ya que la mayor parte de ellos no son cuadrados. No sólo eso, sino que además la proporción de cuadrados disminuye cuando nos fijamos en números grandes. Así, hasta 100 tenemos 10 cuadrados, es decir, los cuadrados constituyen la décima parte de los números; hasta 10000, sólo la centésima parte son cuadrados; y hasta un millón sólo la milésima parte lo son; por otro lado, en un número infinito, si pudiéramos concebirlo, deberíamos admitir que hay tantos cuadrados como números en total.
[Sagredo] Entonces, ¿cuál debe ser nuestra conclusión en estas circunstancias?
[Salviati] Hasta donde puedo verlo, sólo podemos concluir que la totalidad de los números es infinita, que el número de cuadrados es infinito, y que el número de sus raíces es infinito; ni es menor el número de cuadrados que la totalidad de todos los números, ni es mayor el segundo que la primera; y, finalmente, que los conceptos “igual”, “mayor” y “menor” no son aplicables al infinito, sino sólo a cantidades finitas. Por lo tanto, cuando Simplicio habla de líneas de diferente longitud y me pregunta cómo es posible que las más largas no contengan más puntos que las más cortas, le respondo que una línea no puede contener más puntos, menos puntos ni igual número de puntos que otra, sino que cada línea contiene un número infinito.
Para saber más:
- Galileo Galilei (esp) / Galileo Galilei (eng)
- Galileo’s Inquisition
- De motu
El texto de Galileo Galilei (II) , por Pedro Gómez-Esteban, salvo donde se mencione explícitamente, está publicado bajo Creative Commons Attribution-Noncommercial-No Derivative Works 2.5 Spain License.
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