{ 2011 01 20 }
Midiendo el sistema solar. La astronomía de los siglos dieciséis y diecisiete.
Envía este artículo por e-mail
Puedes suscribirte a El Cedazo a través del correo electrónico o añadiendo nuestra RSS a tu agregador de noticias. ¡Bienvenido!
En el artículo anterior habíamos visto las primeras ideas y la evolución acerca de la concepción de la Tierra por parte de los pensadores griegos, la forma en que algunos la imaginaron correctamente como una esfera en cuya superficie caminábamos, los primeros intentos en calcular su tamaño y el enorme éxito que había tenido tal concepción para los primeros cálculos de la distancia a la Luna, en Alejandría hacia el año 150 AEC, primero por Aristarco de Samos y luego por Hiparco de Nicea.
Sin embargo, durante los 1.800 años que siguieron a la época de Hiparco los conocimientos del hombre acerca de las dimensiones del Universo no progresaron. Parecía imposible calcular la distancia a cualquiera de los planetas. Se habían hecho diversas especulaciones en torno a la distancia al Sol, pero ninguna de ellas poseía valor alguno.[1] Seguramente este estancamiento se debía a la idea del universo con todos los cuerpos celestes girando en torno a la Tierra, idea que imperó en la mayoría de astrónomos desde los griegos (incluso Hiparco). Los detalles de este sistema, donde se explicaban los extraños modelos que describían las trayectorias de los astros, fueron registrados en las obras del alejandrino Claudius Ptolomaeus (más conocido como Tolomeo) hacia el 130 AEC. Más allá de eso, la astronomía de los siglos siguientes podría resumirse en un estancamiento en los modelos de la astronomía de Alejandría.
Llega el siglo dieciséis de nuestra era, y con él, la adopción de una atrevida manera de ver el universo. El astrónomo Nicolas Copérnico, estudioso de las traducciones árabes de textos griegos, volvió a hablar, luego de tantos años, de un modelo de los cielos que imaginaban al Sol en su centro, modelo que hoy llamamos “heliocéntrico” (Helios significa Sol en griego). Esta idea ya había sido sugerida diecinueve siglos atrás por el genial Aristarco con argumentos científicos, pero en aquella época tal concepción había resultado demasiado radical para ser aceptada. El año de su muerte (1543), la obra maestra de Copérnico “De revolutionibus orbium coelestium” fue publicada póstumamente por su amigo Andreas Osiander. En ella, Copérnico, haciendo alusión a los textos griegos aunque curiosamente sin hacer referencia a Aristarco, postulaba que los cinco planetas hasta entonces conocidos (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno), junto con la Tierra, giraban en trayectorias circulares en torno al Sol y situó a la Luna como el único objeto celeste girando en torno a la Tierra.
Este sistema fue rápidamente abriéndose paso en la mente de los astrónomos, que ya habían notado grandes defectos en el sistema geocéntrico de Tolomeo. Tal sistema brindó enormes concordancias con las observaciones y perduró como base de éstas por más de sesenta años.
Esta nueva forma de ver el universo causó rápidamente una revolución sin precedentes. De esta revolución vale la pena hablar hoy.
Bien, el modelo de Tolomeo describía apropiadamente las órbitas de los planetas con la precisión que necesitaban los griegos. Aunque el refinamiento de las observaciones favoreció el modelo heliocéntrico, nuevas observaciones hechas hacia 1609 a simple vista por el astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) mostraron una inconsistencia en la trayectoria de la órbita de Marte, y es que este planeta no describe una circunferencia perfecta en su recorrido, como predecía el modelo de Copérnico. Tycho, aunque fue un observador formidable, no tuvo la sagacidad para interpretar sus propias mediciones. Una interpretación correcta, y la solución a tal problema, fue realizada por su ayudante, el alemán Johannes Kepler (1571-1630), cuyo retrato de 1610 se muestra a la derecha. Según lo supo ver Kepler, las órbitas planetarias no constituían circunferencias perfectas, sino que era necesario proponer órbitas en forma de elipse con el Sol en uno de sus focos. Esta visión era tan revolucionaria como el modelo mismo de Copérnico, pues el círculo, en aquella época, era visto como la figura perfecta, una divinidad como lo era el cielo mismo. Suponer órbitas en forma de elipse era hacer el cielo un poco más… humano, diría yo.
Las implicaciones que traería este modelo permitieron a Kepler descubrir que la distancia media entre cualquier planeta y el Sol,[2] guardaba una relación simple con el tiempo que dicho planeta invertía en dar una vuelta completa en torno a él,[3] y comparando entre sí los periodos de traslación de los planetas resultaba fácil calcular la distancia relativa entre ellos. Allí estribaba el problema del modelo: podía decirse, por ejemplo, que tal planeta se encontraba dos veces más alejado del Sol que tal otro, pero era imposible especificar exactamente la distancia. Existía el modelo, pero no se tenía la escala sobre la cual se había construido. A pesar de eso resultó asombroso ver, por ejemplo, que el planeta Saturno (del que se sabía que era el más lejano a la Tierra por las mediciones de su periodo) describía una órbita unas diez veces más alejada del Sol de la que describe la Tierra (!). Sin duda, un gran triunfo de la teoría de Kepler, pero para llegar a una conclusión exacta acerca de las dimensiones del Sistema Solar era necesario conocer por lo menos una distancia interplanetaria. A partir de ella, y aplicando las proporciones de Kepler, se tendría una noción más exacta del tamaño del sistema heliocéntrico de Copérnico.
Para calcular la distancia de un cuerpo planetario se puede hacer uso de un método conocido como paralaje. Este efecto, por ejemplo, es detectado por el cerebro, que lo utiliza para darnos la sensación de tercera dimensión, lo que llamamos visión estereoscópica. Para explicar este fenómeno podemos hacer una ilustración muy simple colocando, por ejemplo, un dedo delante de los ojos contra un fondo no uniforme. Si mantenemos inmóviles la cabeza y el dedo y miramos alternativamente con uno y otro ojo, se observa que la posición del dedo con respecto al fondo varía. Si el dedo está más cerca de la cara, las dos posiciones vistas por cada ojo serán relativamente más separadas (mayor paralaje) que si el dedo se encuentra más alejado de la cara. Si está más lejos, observaríamos posiciones relativas menos separadas (menor paralaje). Este efecto es debido a la separación existente entre los ojos. Al mirar alternativamente al objetivo se formará una línea de visión diferente que, al prolongarla sobre el fondo, nos mostrará una posición aparente del objeto diferente para cada ojo. Si nuestros ojos estuviesen separados por una distancia mayor, las posiciones relativas serían más apartadas. Bueno, si casi te da un ataque leyendo la retahíla anterior, te recomiendo el ejemplo gráfico que realicé a la izquierda.
Si consideramos el fondo estrellado como muy lejano, este efecto podrá verse con objetos que se encuentran entre las estrellas y la Tierra, por ejemplo la Luna o, para nuestro interés, los planetas. Sin embargo, los planetas se encuentran tan lejos que no es posible observar la paralaje con nuestros ojos. Aún así, si los observamos contra el fondo estrellado desde dos observatorios separados entre sí centenares de kilómetros, el primer observatorio los verá a cierta distancia angular de una estrella concreta mientras que en ese mismo instante el segundo observatorio medirá el mismo planeta y la misma estrella a una distancia angular distinta. Con la ayuda de estos datos puede calcularse fácilmente la distancia al planeta en cuestión. Por desgracia, las condiciones que prevalecían hacia 1600 no permitían emplazar observatorios a una distancia suficiente entre sí[4] y que a la vez estuvieran aproximadamente sincronizados, pues el momento de la medición es importante, debido a que tanto la rotación de la Tierra como la velocidad relativa del astro en cuestión constituyen una fuente de error a tener en cuenta.[5]
Ahora bien, ya sabiendo que cuanto más cercano sea un objeto a la Tierra, su paralaje es mayor y su medición es más sencilla, los candidatos idóneos para medir las distancias interplanetarias eran aquellos que, según las proporciones de Kepler, estaban más cercanos a la Tierra, es decir Venus y Marte. Venus, que es el más cercano, pasa sin embargo tan cerca del Sol que la luz de éste enmascara completamente las estrellas y resulta prácticamente imposible observarlo con respecto al fondo estrellado. Así que el objetivo lógico para la determinación de la paralaje más allá de la Luna era Marte. Sin embargo, tales mediciones resultarían imposibles de hacer sin la inclusión en la astronomía del telescopio en 1608 por parte el eminente científico italiano Galileo Galilei (1564-1642). El telescopio permitió aumentar la exactitud de las mediciones angulares de los pequeños desplazamientos propios de la paralaje. El siguiente paso para hacer posible tales mediciones vendrá cuando sean posibles las observaciones simultáneas en observatorios distantes.
Luego de decepcionantes intentos dentro de Europa, donde se vio que la paralaje observada en Marte era prácticamente nula, llegó 1671, y con él la primera medición de calidad de una paralaje planetaria. Uno de los observadores era Jean Richer (1630-1696), astrónomo francés al frente de una expedición científica en Cayenne, ciudad de la Guyana francesa. El otro, el italo-francés Giovanni Domenico Cassini (1625- 1712), que permaneció en París. Ambos observaron el planeta Marte con la máxima simultaneidad posible y anotaron, cada uno desde su ciudad de trabajo, la posición del planeta con respecto a las estrellas. Conociendo la distancia Cayenne-París y la diferencia angular en las observaciones fue posible llegar a conclusiones importantísimas. Basándose en estas observaciones, Cassini estimó la distancia Tierra-Sol en 140.000.000 kilómetros, apenas 9 millones de kilómetros menos que la cifra real (¡solo un 6% de error!). Tal cifra puede considerarse la primera determinación útil de las dimensiones del sistema solar.
Siguiendo la línea, casi dos siglos después (1835), en observaciones de la paralaje de Venus, el astrónomo alemán Johann Franz Encke (1791-1865) calculó la distancia al Sol, que resultó ser de 153.450.000 km, unos tres millones de kilómetros mayor que la cifra aceptada actualmente (un 2% de error). Ya conocida la distancia de la Tierra al Sol y la magnitud aparente de éste, fue posible calcular su tamaño. Cassini, por ejemplo, se dio cuenta de que el Sol debía tener un diámetro de 1.200.000 km (un 15% de error), unas cien veces el de la Tierra (!), ocupando, por lo tanto, un volumen un millón de veces mayor. Comparar el tamaño de la Tierra con el del Sol sería como comparar el diminuto país de Andorra con la magnitud total del planeta Tierra. Si yo hubiese sido Cassini, seguro que hubiera dejado caer mi telescopio del asombro.
A pesar de la admirable precisión que se consiguió con el método de la paralaje, los astrónomos chocaron con otra dificultad para obtener datos más exactos. Principalmente, esto se debía a que tanto Marte como Venus frente al telescopio se muestran como esferas diminutas (ocupando cierta área), ligeramente distorsionadas debido a la atmósfera, con lo que resulta muy complicado determinar su posición con la exactitud necesaria para unos mejores resultados. Sin embargo, la astronomía contó con un golpe de suerte. En 1801 el italiano Giuseppe Piazi (1746-1826) descubrió un pequeño planeta entre la órbita de Marte y Júpiter y lo bautizó Ceres. Posteriormente, se logró ver que este planetita resultó tener un diámetro de unos 950 Km. Mientras avanzaba el siglo, se fueron descubriendo cada vez más planetitas aún menores, todos ellos entre la órbita de Jupiter y Marte, hoy conocidos como “asteroides”. El 13 de Agosto de 1898 dos astrónomos, el alemán Karl Witt (1866-1946) y el Francés Auguste Charlois (1864-1910) descubrieron al asteroide Eros, de un tamaño de unos 17 Km, cuya trayectoria, una elipse aplanada, se encontraba entre la órbita de Marte y la de Tierra. Según las observaciones de su órbita se pudo prever que en 1901 y nuevamente en 1931 Eros se acercara a la Tierra a una distancia de unos 2/3 la de Venus . Este acercamiento significaba una paralaje fácilmente medible. Dado el ínfimo tamaño de Eros, no existía atmósfera que difuminara su contorno y aunque se encontraba muy próximo, este asteroide se vería simplemente como un punto luminoso en el telescopio. La paralaje, además de ser sumamente exacta, sería muy fácil de medir.
Inmediatamente se realizó un proyecto de escala internacional. En 1901 se realizaron algunas medidas, pero en 1931 el proyecto creció impresionantemente, lográndose varias fotografías tomadas alrededor de toda la Tierra. Así, se determinó con una excelente exactitud la paralaje de Eros, y con ella se concluyó que el Sol se encontraba a un poco menos de 150.000.000 km de la Tierra.[6] Tal medición permaneció la oficial hasta 1968, cuando se desarrollaron métodos basados en la emisión de microondas al planeta u objeto en cuestión, midiendo el tiempo que se demoran en rebotar en él y regresar. Este método, permitió fijar la distancia media Tierra-Sol en unos 149.570.000 km.
Hemos visto que las mediciones de Cassini-Richer mostraron un Sistema Solar realmente enorme. Tal escala sería aumentada posteriormente con el descubrimiento de Urano en 1781 por el alemán William Herschel (1738-1822) y el de Neptuno (unas treinta veces más lejano del Sol de lo que lo es la Tierra) en 1846 por el francés Jean Joseph Leverrier (1811-1877). Indudablemente la magnitud del Universo era mucho más vasta que lo imaginado por los griegos. Me gustaría ver la cara de Hiparco si supiera que un rayo de luz, que atravesaría la distancia Tierra-Luna (que él midió, dejando asombrados a sus contemporáneos) en solamente 1,25 s, se demoraría algo más de ocho horas en atravesar, de lado a lado, la órbita de Neptuno.
Inevitablemente, el éxito de la paralaje como método de medición de distancias causó gran excitación en la comunidad astronómica durante los años siguientes. Este método amplió las perspectivas en la astronomía y permitió el abordaje de nuevos problemas. Si el universo se limitara únicamente al Sistema Solar, seguro que el problema de su tamaño se hubiera resuelto hacia el año 1700. Pero el universo no se limita al Sistema Solar, todavía quedan las estrellas. Entonces, ¿cómo fue posible saber la distancia a las estrellas, si la paralaje de cualquiera de estas es prácticamente nula? Precisamente de eso hablaremos en el siguiente artículo.
El texto de Midiendo el sistema solar. La astronomía de los siglos dieciséis y diecisiete. , por César Augusto Nieto, salvo donde se mencione explícitamente, está publicado bajo Creative Commons Attribution-Noncommercial-No Derivative Works 2.5 Spain License.
Sin embargo, durante los 1.800 años que siguieron a la época de Hiparco los conocimientos del hombre acerca de las dimensiones del Universo no progresaron. Parecía imposible calcular la distancia a cualquiera de los planetas. Se habían hecho diversas especulaciones en torno a la distancia al Sol, pero ninguna de ellas poseía valor alguno.[1] Seguramente este estancamiento se debía a la idea del universo con todos los cuerpos celestes girando en torno a la Tierra, idea que imperó en la mayoría de astrónomos desde los griegos (incluso Hiparco). Los detalles de este sistema, donde se explicaban los extraños modelos que describían las trayectorias de los astros, fueron registrados en las obras del alejandrino Claudius Ptolomaeus (más conocido como Tolomeo) hacia el 130 AEC. Más allá de eso, la astronomía de los siglos siguientes podría resumirse en un estancamiento en los modelos de la astronomía de Alejandría.
Llega el siglo dieciséis de nuestra era, y con él, la adopción de una atrevida manera de ver el universo. El astrónomo Nicolas Copérnico, estudioso de las traducciones árabes de textos griegos, volvió a hablar, luego de tantos años, de un modelo de los cielos que imaginaban al Sol en su centro, modelo que hoy llamamos “heliocéntrico” (Helios significa Sol en griego). Esta idea ya había sido sugerida diecinueve siglos atrás por el genial Aristarco con argumentos científicos, pero en aquella época tal concepción había resultado demasiado radical para ser aceptada. El año de su muerte (1543), la obra maestra de Copérnico “De revolutionibus orbium coelestium” fue publicada póstumamente por su amigo Andreas Osiander. En ella, Copérnico, haciendo alusión a los textos griegos aunque curiosamente sin hacer referencia a Aristarco, postulaba que los cinco planetas hasta entonces conocidos (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno), junto con la Tierra, giraban en trayectorias circulares en torno al Sol y situó a la Luna como el único objeto celeste girando en torno a la Tierra.
Este sistema fue rápidamente abriéndose paso en la mente de los astrónomos, que ya habían notado grandes defectos en el sistema geocéntrico de Tolomeo. Tal sistema brindó enormes concordancias con las observaciones y perduró como base de éstas por más de sesenta años.
Esta nueva forma de ver el universo causó rápidamente una revolución sin precedentes. De esta revolución vale la pena hablar hoy.
Bien, el modelo de Tolomeo describía apropiadamente las órbitas de los planetas con la precisión que necesitaban los griegos. Aunque el refinamiento de las observaciones favoreció el modelo heliocéntrico, nuevas observaciones hechas hacia 1609 a simple vista por el astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) mostraron una inconsistencia en la trayectoria de la órbita de Marte, y es que este planeta no describe una circunferencia perfecta en su recorrido, como predecía el modelo de Copérnico. Tycho, aunque fue un observador formidable, no tuvo la sagacidad para interpretar sus propias mediciones. Una interpretación correcta, y la solución a tal problema, fue realizada por su ayudante, el alemán Johannes Kepler (1571-1630), cuyo retrato de 1610 se muestra a la derecha. Según lo supo ver Kepler, las órbitas planetarias no constituían circunferencias perfectas, sino que era necesario proponer órbitas en forma de elipse con el Sol en uno de sus focos. Esta visión era tan revolucionaria como el modelo mismo de Copérnico, pues el círculo, en aquella época, era visto como la figura perfecta, una divinidad como lo era el cielo mismo. Suponer órbitas en forma de elipse era hacer el cielo un poco más… humano, diría yo.
Las implicaciones que traería este modelo permitieron a Kepler descubrir que la distancia media entre cualquier planeta y el Sol,[2] guardaba una relación simple con el tiempo que dicho planeta invertía en dar una vuelta completa en torno a él,[3] y comparando entre sí los periodos de traslación de los planetas resultaba fácil calcular la distancia relativa entre ellos. Allí estribaba el problema del modelo: podía decirse, por ejemplo, que tal planeta se encontraba dos veces más alejado del Sol que tal otro, pero era imposible especificar exactamente la distancia. Existía el modelo, pero no se tenía la escala sobre la cual se había construido. A pesar de eso resultó asombroso ver, por ejemplo, que el planeta Saturno (del que se sabía que era el más lejano a la Tierra por las mediciones de su periodo) describía una órbita unas diez veces más alejada del Sol de la que describe la Tierra (!). Sin duda, un gran triunfo de la teoría de Kepler, pero para llegar a una conclusión exacta acerca de las dimensiones del Sistema Solar era necesario conocer por lo menos una distancia interplanetaria. A partir de ella, y aplicando las proporciones de Kepler, se tendría una noción más exacta del tamaño del sistema heliocéntrico de Copérnico.
Para calcular la distancia de un cuerpo planetario se puede hacer uso de un método conocido como paralaje. Este efecto, por ejemplo, es detectado por el cerebro, que lo utiliza para darnos la sensación de tercera dimensión, lo que llamamos visión estereoscópica. Para explicar este fenómeno podemos hacer una ilustración muy simple colocando, por ejemplo, un dedo delante de los ojos contra un fondo no uniforme. Si mantenemos inmóviles la cabeza y el dedo y miramos alternativamente con uno y otro ojo, se observa que la posición del dedo con respecto al fondo varía. Si el dedo está más cerca de la cara, las dos posiciones vistas por cada ojo serán relativamente más separadas (mayor paralaje) que si el dedo se encuentra más alejado de la cara. Si está más lejos, observaríamos posiciones relativas menos separadas (menor paralaje). Este efecto es debido a la separación existente entre los ojos. Al mirar alternativamente al objetivo se formará una línea de visión diferente que, al prolongarla sobre el fondo, nos mostrará una posición aparente del objeto diferente para cada ojo. Si nuestros ojos estuviesen separados por una distancia mayor, las posiciones relativas serían más apartadas. Bueno, si casi te da un ataque leyendo la retahíla anterior, te recomiendo el ejemplo gráfico que realicé a la izquierda.
Si consideramos el fondo estrellado como muy lejano, este efecto podrá verse con objetos que se encuentran entre las estrellas y la Tierra, por ejemplo la Luna o, para nuestro interés, los planetas. Sin embargo, los planetas se encuentran tan lejos que no es posible observar la paralaje con nuestros ojos. Aún así, si los observamos contra el fondo estrellado desde dos observatorios separados entre sí centenares de kilómetros, el primer observatorio los verá a cierta distancia angular de una estrella concreta mientras que en ese mismo instante el segundo observatorio medirá el mismo planeta y la misma estrella a una distancia angular distinta. Con la ayuda de estos datos puede calcularse fácilmente la distancia al planeta en cuestión. Por desgracia, las condiciones que prevalecían hacia 1600 no permitían emplazar observatorios a una distancia suficiente entre sí[4] y que a la vez estuvieran aproximadamente sincronizados, pues el momento de la medición es importante, debido a que tanto la rotación de la Tierra como la velocidad relativa del astro en cuestión constituyen una fuente de error a tener en cuenta.[5]
Ahora bien, ya sabiendo que cuanto más cercano sea un objeto a la Tierra, su paralaje es mayor y su medición es más sencilla, los candidatos idóneos para medir las distancias interplanetarias eran aquellos que, según las proporciones de Kepler, estaban más cercanos a la Tierra, es decir Venus y Marte. Venus, que es el más cercano, pasa sin embargo tan cerca del Sol que la luz de éste enmascara completamente las estrellas y resulta prácticamente imposible observarlo con respecto al fondo estrellado. Así que el objetivo lógico para la determinación de la paralaje más allá de la Luna era Marte. Sin embargo, tales mediciones resultarían imposibles de hacer sin la inclusión en la astronomía del telescopio en 1608 por parte el eminente científico italiano Galileo Galilei (1564-1642). El telescopio permitió aumentar la exactitud de las mediciones angulares de los pequeños desplazamientos propios de la paralaje. El siguiente paso para hacer posible tales mediciones vendrá cuando sean posibles las observaciones simultáneas en observatorios distantes.
Luego de decepcionantes intentos dentro de Europa, donde se vio que la paralaje observada en Marte era prácticamente nula, llegó 1671, y con él la primera medición de calidad de una paralaje planetaria. Uno de los observadores era Jean Richer (1630-1696), astrónomo francés al frente de una expedición científica en Cayenne, ciudad de la Guyana francesa. El otro, el italo-francés Giovanni Domenico Cassini (1625- 1712), que permaneció en París. Ambos observaron el planeta Marte con la máxima simultaneidad posible y anotaron, cada uno desde su ciudad de trabajo, la posición del planeta con respecto a las estrellas. Conociendo la distancia Cayenne-París y la diferencia angular en las observaciones fue posible llegar a conclusiones importantísimas. Basándose en estas observaciones, Cassini estimó la distancia Tierra-Sol en 140.000.000 kilómetros, apenas 9 millones de kilómetros menos que la cifra real (¡solo un 6% de error!). Tal cifra puede considerarse la primera determinación útil de las dimensiones del sistema solar.
Siguiendo la línea, casi dos siglos después (1835), en observaciones de la paralaje de Venus, el astrónomo alemán Johann Franz Encke (1791-1865) calculó la distancia al Sol, que resultó ser de 153.450.000 km, unos tres millones de kilómetros mayor que la cifra aceptada actualmente (un 2% de error). Ya conocida la distancia de la Tierra al Sol y la magnitud aparente de éste, fue posible calcular su tamaño. Cassini, por ejemplo, se dio cuenta de que el Sol debía tener un diámetro de 1.200.000 km (un 15% de error), unas cien veces el de la Tierra (!), ocupando, por lo tanto, un volumen un millón de veces mayor. Comparar el tamaño de la Tierra con el del Sol sería como comparar el diminuto país de Andorra con la magnitud total del planeta Tierra. Si yo hubiese sido Cassini, seguro que hubiera dejado caer mi telescopio del asombro.
A pesar de la admirable precisión que se consiguió con el método de la paralaje, los astrónomos chocaron con otra dificultad para obtener datos más exactos. Principalmente, esto se debía a que tanto Marte como Venus frente al telescopio se muestran como esferas diminutas (ocupando cierta área), ligeramente distorsionadas debido a la atmósfera, con lo que resulta muy complicado determinar su posición con la exactitud necesaria para unos mejores resultados. Sin embargo, la astronomía contó con un golpe de suerte. En 1801 el italiano Giuseppe Piazi (1746-1826) descubrió un pequeño planeta entre la órbita de Marte y Júpiter y lo bautizó Ceres. Posteriormente, se logró ver que este planetita resultó tener un diámetro de unos 950 Km. Mientras avanzaba el siglo, se fueron descubriendo cada vez más planetitas aún menores, todos ellos entre la órbita de Jupiter y Marte, hoy conocidos como “asteroides”. El 13 de Agosto de 1898 dos astrónomos, el alemán Karl Witt (1866-1946) y el Francés Auguste Charlois (1864-1910) descubrieron al asteroide Eros, de un tamaño de unos 17 Km, cuya trayectoria, una elipse aplanada, se encontraba entre la órbita de Marte y la de Tierra. Según las observaciones de su órbita se pudo prever que en 1901 y nuevamente en 1931 Eros se acercara a la Tierra a una distancia de unos 2/3 la de Venus . Este acercamiento significaba una paralaje fácilmente medible. Dado el ínfimo tamaño de Eros, no existía atmósfera que difuminara su contorno y aunque se encontraba muy próximo, este asteroide se vería simplemente como un punto luminoso en el telescopio. La paralaje, además de ser sumamente exacta, sería muy fácil de medir.
Inmediatamente se realizó un proyecto de escala internacional. En 1901 se realizaron algunas medidas, pero en 1931 el proyecto creció impresionantemente, lográndose varias fotografías tomadas alrededor de toda la Tierra. Así, se determinó con una excelente exactitud la paralaje de Eros, y con ella se concluyó que el Sol se encontraba a un poco menos de 150.000.000 km de la Tierra.[6] Tal medición permaneció la oficial hasta 1968, cuando se desarrollaron métodos basados en la emisión de microondas al planeta u objeto en cuestión, midiendo el tiempo que se demoran en rebotar en él y regresar. Este método, permitió fijar la distancia media Tierra-Sol en unos 149.570.000 km.
Hemos visto que las mediciones de Cassini-Richer mostraron un Sistema Solar realmente enorme. Tal escala sería aumentada posteriormente con el descubrimiento de Urano en 1781 por el alemán William Herschel (1738-1822) y el de Neptuno (unas treinta veces más lejano del Sol de lo que lo es la Tierra) en 1846 por el francés Jean Joseph Leverrier (1811-1877). Indudablemente la magnitud del Universo era mucho más vasta que lo imaginado por los griegos. Me gustaría ver la cara de Hiparco si supiera que un rayo de luz, que atravesaría la distancia Tierra-Luna (que él midió, dejando asombrados a sus contemporáneos) en solamente 1,25 s, se demoraría algo más de ocho horas en atravesar, de lado a lado, la órbita de Neptuno.
Inevitablemente, el éxito de la paralaje como método de medición de distancias causó gran excitación en la comunidad astronómica durante los años siguientes. Este método amplió las perspectivas en la astronomía y permitió el abordaje de nuevos problemas. Si el universo se limitara únicamente al Sistema Solar, seguro que el problema de su tamaño se hubiera resuelto hacia el año 1700. Pero el universo no se limita al Sistema Solar, todavía quedan las estrellas. Entonces, ¿cómo fue posible saber la distancia a las estrellas, si la paralaje de cualquiera de estas es prácticamente nula? Precisamente de eso hablaremos en el siguiente artículo.
- La aproximación de Hiparco, aunque muy buena para calcular la distancia a la Luna, produjo resultados muy malos en la medición de la distancia media al Sol [↩]
- Siendo más concretos, la longitud del semieje mayor de la elipse que describe el planeta, aunque para órbitas circulares, la aproximación es válida. [↩]
- Estos tiempos se medían incluso con anterioridad a la época griega [↩]
- El primer observatorio astronómico moderno construido en toda América, por ejemplo, fue erigido apenas en 1803 en Santafé de Bogotá por iniciativa del naturalista español José Celestino Mutis, y sus primeras observaciones hechas por el científico neogranadino Francisco José de Caldas en 1805 [↩]
- La sincronía sólo sería posible con la invención del primer reloj portátil por el científico holandés Christiaan Huygens en 1665 [↩]
- Los astrónomos no se olvidaron de Eros: este asteroide fue el primero en su clase en ser explorado por una misión espacial en el año 2000 [↩]
El texto de Midiendo el sistema solar. La astronomía de los siglos dieciséis y diecisiete. , por César Augusto Nieto, salvo donde se mencione explícitamente, está publicado bajo Creative Commons Attribution-Noncommercial-No Derivative Works 2.5 Spain License.
Puedes suscribirte a El Cedazo a través del correo electrónico o añadiendo nuestra RSS a tu agregador de noticias. ¡Bienvenido!
Portal de recursos para la Educación, la Ciencia y la Tecnología.