En la serie acerca de los Premios Nobel hemos hablado ya sobre los dos que nos conciernen aquí entregados en 1901, el primer año de existencia del Nobel: el de Física de Wilhelm Röntgen por su descubrimiento de los rayos X y el de Química de Jacobus van ‘t Hoff por su trabajo en cinética química. Hoy continuamos con el primero de los dos premios de 1902 a los que dedicaremos artículo: el de Física, compartido por dos holandeses, Hendrik Antoon Lorentz y Pieter Zeeman. En palabras de la Academia, el premio se les otorga:
En reconocimiento al servicio extraordinario que han proporcionado con sus investigaciones sobre la influencia del magnetismo sobre los fenómenos de radiación.
Ya sé que la frase puede no resultar demasiado clara al principio, y puede sonar como si no se tratase de un descubrimiento muy importante, pero se trata de un paso de gigante en nuestro conocimiento del Universo, de modo que tengo que pedirte lo que tan a menudo hago aquí: paciencia. Remontémonos un poco en el tiempo para dar algo de contexto al premio.
Como es probable que sepas, gran parte de nuestro conocimiento sobre la electricidad y el magnetismo se basa en los experimentos ingeniosísimos realizados por Michael Faraday en la primera parte del siglo XIX. Faraday era un experimentador genial, y descubrió numerosos fenómenos desconocidos hasta entonces, como la inducción mutua. Estableció diversas leyes, pero no pudo elaborar una teoría global acerca del electromagnetismo porque sus conocimientos matemáticos no iban más allá de la trigonometría: hacía falta un teórico capaz de amalgamar el conocimiento adquirido por Faraday y otros experimentadores, como Hans Christian Ørsted, en una teoría general.
Ese teórico era otro genio, James Clerk Maxwell, que estableció un conjunto de cuatro ecuaciones diferenciales bellísimas que describían de una manera extraordinariamente precisa los resultados de casi todos los experimentos de Faraday, Ørsted y compañía. Lo más sorprendente, para el propio Maxwell y sus contemporáneos, fue una de las consecuencias inevitables de sus ecuaciones: la existencia de perturbaciones del campo eléctrico y el magnético que se propagaban por el espacio.
Dicho mal y pronto, las ecuaciones de Maxwell predecían que si un campo eléctrico oscilaba en el tiempo en un punto determinado, se producía como consecuencia en ese lugar y los alrededores un campo magnético que oscilaba en el tiempo. Y, de igual manera, un campo magnético que oscilase en el tiempo produciría un campo eléctrico oscilante en ese punto y los alrededores. ¿Qué pasaba entonces? Que un campo eléctrico variable producía un campo magnético variable, que producía un campo eléctrico variable, que producía a su vez un campo magnético variable… y esa perturbación oscilante se extendía por el espacio (si se trataba del vacío, hasta el infinito). La electricidad y el magnetismo producían, al combinarse, una onda electromagnética que se propagaba por el espacio. Pero, dado que hay campos eléctricos y magnéticos variables en el tiempo, ¿dónde estaban esas ondas? ¿qué eran? ¿cómo era posible que nadie las hubiera detectado? ¿o eran algo que ya conocíamos, pero no habíamos sabido identificar?
Pero la sorpresa de Maxwell fue aún mayor cuando calculó, utilizando sus propias ecuaciones, a qué velocidad viajarían esas ondas electromagnéticas: y podía hacerlo, pues la rapidez con la que se propagaba la perturbación de los campos eléctrico y magnético venía perfectamente determinada en sus ecuaciones por las propiedades eléctricas y magnéticas del medio en cuestión. Cuando aplicó esas ecuaciones al vacío, para calcular la velocidad de propagación de las ondas electromagnéticas en él, el resultado fue de 310,740,000 m/s. Es decir, dada la precisión de los aparatos de la época, con casi total exactitud la velocidad de la luz.
La conclusión de Maxwell fue clara: la luz era una onda electromagnética. ¡Ahí estaban las ondas de sus ecuaciones, delante de nuestras narices todo el tiempo! En 1864 publicó las siguientes palabras:
La coincidencia de estos resultados parece mostrar que la luz y el magnetismo son afecciones de la misma sustancia, y que la luz es una perturbación electromagnética que se propaga a través del campo de acuerdo con las leyes de la electricidad y el magnetismo.
La teoría de Maxwell sobre la luz (la denominada teoría electromagnética de la luz) fue luego comprobada experimentalmente por el alemán Heinrich Hertz, y significa un antes y un después para la física.
Nuestro conocimiento sobre el Universo dio ese día un paso de gigante pero, como suele suceder en ciencia, la respuesta de Maxwell generó nuevas preguntas. La más evidente, que puede que no te estés preguntando porque hoy en día damos por sentada la respuesta: ¿quién diablos estaba creando esos campos eléctricos y magnéticos oscilantes para producir luz en los cuerpos luminosos? Maxwell no dio respuesta a eso: sus ecuaciones explicaban muy bien la propagación de las ondas electromagnéticas, y exigían que fueran creadas por cargas que creasen campos variables, pero no requerían de una fuente determinada de esos campos.
Hacía falta una nueva conjunción: una pareja de científicos, experimental y teórico, similar al tándem Faraday-Maxwell, que postulase una posible respuesta a esa pregunta fundamental y, además, que pudiera demostrar experimentalmente que se trataba de la respuesta correcta. Esa nueva pareja de científicos es la que se llevó el Nobel de Física en 1902: Hendrik Antoon Lorentz y Pieter Zeeman, ambos holandeses.
Hendrik Antoon Lorentz (1853-1928).
Lorentz era el mayor de los dos, el teórico. Aunque suele ser recordado más a menudo por sus “transformaciones” y su contribución a la teoría de la relatividad (para algunos es su verdadero creador, y no Einstein, pero ése no es el tema que nos ocupa hoy), su papel en este caso es crucial. Como tantos otros teóricos geniales, Lorentz era capaz de crear hipótesis de gran sencillez que explicasen observaciones inexplicables hasta entonces, y luego extraer conclusiones nuevas de esas hipótesis, que pudieran ser confirmadas con nuevos experimentos (o no, por supuesto… pero en este caso sí).
Lo que Lorentz y los demás físicos de la época tenían claro era que, dado que la materia tenía propiedades eléctricas y había algo que transmitía la corriente en los conductores, y además tenía propiedades ópticas y emitía y absorbía radiación, y puesto que ambas cosas estaban relacionadas por la teoría de Maxwell, era muy probable que la fuente de la electricidad y el magnetismo fuera la misma fuente de la radiación luminosa que emitían y absorbían los cuerpos. Pero ¿qué diablos era?
Algunos físicos, como Helmholtz, ya habían planteado la posibilidad de que la electricidad en la materia no fuera un fluido continuo, sino que estuviera compuesta de partículas indivisibles, algo así como “átomos de electricidad” positivos y negativos. En 1894, Stoney estimó el valor de la carga de esos “átomos eléctricos” y propuso el nombre de electrón para denominarlos –si, positivos y negativos, aún quedaban un par de años para que Thomson identificara la partícula subatómica que lleva ese nombre y determinara el signo de su carga–. De modo que Lorentz se planteó lo siguiente:
Puesto que las ecuaciones de Maxwell requerían que las ondas electromagnéticas fueran producidas por campos variables, y la materia parecía estar compuesta de partículas de carga indivisible, sería posible crear esas ondas haciendo vibrar esas partículas minúsculas. Al vibrar la partícula cargada, crearía un campo eléctrico y otro magnético variables, y éstos se propagarían por el espacio de acuerdo con las ecuaciones de Maxwell con todas las propiedades observadas de la luz y otras radiaciones electromagnéticas. Dicho en términos algo más modernos, Lorentz postuló que la luz era producida por la oscilación de los electrones de los átomos. Sí, evidente, ¿no? Díselo a los físicos de finales del XIX.
La hipótesis de Lorentz no sólo daba respuesta a la pregunta de quién creaba las ondas electromagnéticas en la materia, sino que además lograba explicar los pequeños detalles que la teoría de Maxwell no podía: por ejemplo, en algunos experimentos realizados por Faraday y Kerr se observaba que la luz no se comportaba igual al interaccionar con cuerpos imantados que con otros no imantados. Era posible polarizar luz (es decir, lograr que los campos eléctrico y magnético oscilasen en direcciones determinadas) haciéndola reflejarse en un imán: ¿por qué? De acuerdo con Lorentz, un cuerpo imantado tiene un número más o menos grande de electrones orbitando en planos más o menos paralelos, de modo que no debería resultar sorprendente que la luz que emitían tras absorberla (al reflejar un haz de luz) estuviera polarizada, ya que los propios electrones no estaban oscilando en planos aleatorios. ¡Todo encajaba!
Pieter Zeeman (1865-1943).
La guinda del pastel la puso un antiguo alumno del propio Lorentz, Pieter Zeeman. Éste, aunque no tenía los problemas matemáticos de Faraday, era mejor experimentador que teórico –muy pocos físicos, como Enrico Fermi, tienen cualidades excepcionales en ambas facetas–. En 1896, Zeeman realizó un experimento que resultaría revolucionario, no sólo por su importancia en la electrodinámica clásica sino por sus consecuencias posteriores sobre la cuántica. A ver si logro explicarlo de manera sencilla –como siempre, antes simplista que incomprensible, así que si sabes del asunto disculpa los términos y simplificaciones que hago–.
Zeeman utilizó un mechero Bunsen para producir una llama de sodio, con su peculiar color naranja que seguro que has visto alguna vez en algunas lámparas de la calle. Ese color está producido por dos líneas espectrales de 588.99 y 589.59 nanómetros respectivamente. Esto era algo bien conocido en la época, y la espectroscopía de entonces ya tenía la suficiente precisión para distinguir la una de la otra y medir sus longitudes de onda. Hasta aquí, todo normal.
Llama característica del sodio. Crédito: Wikipedia/FDL.
Pero luego, Zeeman le dio una vuelta de tuerca a la cosa: puso la llama de sodio entre los polos de un potentísimo electroimán… y los colores cambiaron. No sólo eso: ¡había más colores que antes! Lo que antes eran dos ahora eran múltiples líneas. Si se apagaba el electroimán, todas las líneas “extra” se colapsaban de nuevo en las líneas originales. Desde luego, la diferencia era minúscula: las dos líneas originales estaban a una distancia de tan sólo 0.6 nanómetros la una de la otra, lo cual ya es poco, pero las nuevas líneas distaban trece veces menos unas de otras. Pero ¿qué demonios podía producir eso? El propio Zeeman y su equipo pensaban que se habían equivocado:
Dudamos de nuestros resultados. Estudiamos la fuente de luz en la dirección de la fuerza magnética, perforamos los polos del imán; pero incluso en la dirección de las líneas de fuerza magnéticas observamos que nuestro resultado inicial se confirmaba. También estudiamos el fenómeno inverso, la absorción de luz por vapor de sodio, y esto también cumplió nuestras expectativas.
Porque lo contrario, en efecto, también pasaba: el vapor de sodio absorbía la luz de las dos líneas naranjas que tanta fama dan a este elemento… si no había un campo magnético. Si se ponía el sodio gaseoso entre los polos del electroimán, ¡absorbía luz de más longitudes de onda! Y no de longitudes de onda cualesquiera, por supuesto: exactamente de las mismas que había emitido la llama de sodio al ponerla dentro del intenso campo magnético. Y, si se apagaba el electroimán, la absorción volvía a ser normal.
Fotografía de Zeeman del desdoblamiento de las líneas del sodio.
De acuerdo con la teoría electrónica de Lorentz, todo tenía sentido: un campo magnético haría que un electrón se desviase de su órbita original, tal vez alejándose del núcleo, tal vez acercándose a él, tal vez ni una cosa ni la otra, dependiendo del plano de giro de su órbita. Por lo tanto, su período de oscilación variaría, y también lo haría por tanto la longitud de onda de la radiación emitida. Si esto te parece incomprensible, a ver si esto te lo deja más claro: los campos magnéticos afectan a los electrones, haciendo que se comporten de manera diferente a cómo lo hacían cuando no había un campo magnético. Como los electrones son la fuente última de la luz, al alterarse su comportamiento también lo hace la luz emitida o absorbida por el material.
Lorentz predijo entonces cosas que a Zeeman se le habían escapado en sus primeros experimentos: por ejemplo, la luz emitida bajo la acción del campo magnético estaría polarizada. Cuando Zeeman comprobó si esto era así, se verificó exactamente lo que Lorentz, utilizando su teoría electrónica, había predicho.
Es más, utilizando las estimaciones de Lorentz y los experimentos de Zeeman, era posible determinar (no con una gran precisión, pero bueno) la relación entre la carga y la masa de los electrones, y la relación entre su masa y la masa de los átomos, además del signo de su carga. ¿El resultado? Se trataba de partículas de carga negativa, aproximadamente mil veces más ligeras que los átomos a los que pertenecían… los valores coincidían muy bien con los de las partículas de los rayos catódicos de Thomson: los electrones de Lorentz eran, en efecto, los mismos de Thomson, y los que orbitaban alrededor del núcleo atómico. La fuente de la luz había sido postulada, detectada y confirmada, y el trabajo de Faraday y Maxwell ampliado de forma revolucionaria.
Sabíamos ya, no sólo la naturaleza electromagnética de la luz, sino quién diablos la estaba produciendo en el interior de la materia. Las cosas nunca volverían a ser las mismas, y muchos físicos pensaban que ya teníamos un conocimiento casi completo sobre el Universo, y que sólo quedaban unos cuantos detalles por explicar… ¡qué equivocados estaban!
Aunque en parte repita, de manera más excelsa, lo que acabo de explicar, no quiero dejar de hacer lo mismo que ya hicimos en los artículos dedicados a los premios anteriores: dejar aquí el discurso de presentación del premio. Me encanta, aunque algunos términos estén trasnochados tras tantos años (o tal vez precisamente por eso). Imagina el salón de actos, diciembre de 1902, y Hj. Téel, Presidente de la Real Academia Sueca de las Ciencias, se dirige al público:
Su Majestad, sus Altezas Reales, damas y caballeros.
La Real Academia Sueca de las Ciencias ha decidido otorgar el Premio Nobel de Física de este año al Catedrático Dr. Hendrik Antoon Lorentz de Leiden y al Catedrático Dr. Pieter Zeeman de Amsterdam por su trabajo pionero sobre la conexión entre los fenómenos ópticos y electromagnéticos.
Desde que se reconoció la ley de conservación de la energía como el primer principio básico de la física moderna, ningún otro campo de esta ciencia durante los notables avances que se han basado en ese principio se ha mostrado más fructífero que el que ha tenido como objeto la investigación de la conexión entre los fenómenos de la luz y la electricidad.
Faraday, el gran fundador de la ciencia moderna de la electricidad, sospechaba de esta conexión y dedicó una gran parte de su investigación experimental a esta cuestión. Sin embargo, fue Maxwell el primero en tomar las ideas de Faraday de nuevo y desarrollarlas hasta crear una teoría matemática completa. De acuerdo con esta teoría, los fenómenos electromagnéticos se transmiten a través del espacio a velocidad finita y crean corrientes eléctricas, denominadas corrientes de desplazamiento, incluso en materiales no conductores. Por lo tanto, cualquier corriente eléctrica de sentido oscilante da lugar a un movimiento ondulatorio eléctrico, y la luz es precisamente un movimiento ondulatorio de este tipo de período muy corto.
Esta teoría electromagnética de la luz de Maxwell no generó al principio demasiado interés. Veinte años tras su primera aparición, sin embargo, llevó a un descubrimiento científico que mostró su gran relevancia de manera clara. El físico alemán Heinrich Hertz consiguió entonces demostrar que las vibraciones eléctricas –que se generan bajo ciertas condiciones cuando un cuerpo cargado eléctricamente se descarga– se propagan a través del espacio circundante en forma de movimiento ondulatorio, y que ese movimiento ondulatorio viaja a la velocidad de la luz y también posee sus propiedades. Esto proporcionó una base experimental sólida para la teoría electromagnética de la luz.
En algunos aspectos, sin embargo, la teoría de Maxwell era inadecuada, ya que dejaba sin explicar algunos fenómenos individuales. El máximo mérito del desarrollo posterior de la teoría electromagnética de la luz se debe al profesor Lorentz, cuyo trabajo teórico en este asunto ha dado los más prósperos frutos. Mientras que la teoría de Maxwell no realiza suposiciones de naturaleza atomística, Lorentz parte de la hipótesis de que, en la materia, partículas extraordinariamente pequeñas denominadas electrones son los portadores de cargas específicas. Estos electrones se mueven libremente en los que llamamos conductores y producen así una corriente eléctrica, mientras que en los aislantes su movimiento se hace visible en la resistencia eléctrica. A partir de esta simple hipótesis, Lorentz fue capaz no sólo de explicar todo lo que la teoría antigua explicaba sino, además, superar algunas de sus mayores limitaciones.
Además del desarrollo teórico de la teoría electromagnética de la luz, el trabajo experimental continuó también sin interrupción, y se realizaron intentos de demostrar con todo detalle la analogía entre el movimiento ondulatorio eléctrico y la luz. Sin embargo, no era suficiente mostrar una analogía completa entre estos dos fenómenos; los científicos deseaban mucho más conseguir demostrar que eran de idéntica naturaleza, y para esto trataron de comprobar que las fuerzas magnéticas actúan sobre la luz de igual modo que sobre corrientes eléctricas. Esto es lo que Faraday trataba de demostrar, y los experimentos relevantes realizados en ese sentido lo llevaron a descubrir la rotación del plano de polarización de la luz por efecto de fuerzas magnéticas. Sus intentos de observar la influencia del magnetismo sobre la radiación de una fuente luminosa –el último experimento en el que trabajó Faraday– fueron, sin embargo, infructuosos.
El profesor Zeeman ha logrado recientemente resolver este mismo problema, que había sido hasta ahora objeto de esfuerzos sin fruto por parte de múltiples e ingeniosos experimentadores. Guiándose por la teoría electromagnética de la Luz, Zeeman retomó el último experimento de Faraday y, tras muchos intentos infructuosos, consiguió finalmente demostrar que la radiación de una fuente de luz cambia su naturaleza bajo la acción de fuerzas magnéticas de modo que las diferentes líneas espectrales que la forman se desdoblan en distintas componentes. Las consecuencias de este descubrimiento son un ejemplo magnífico de la importancia de la teoría para la investigación experimental. El profesor Lorentz ha conseguido no sólo explicar, con la ayuda de su teoría electrónica, el fenómeno descubierto por el profesor Zeeman, sino que además ha predicho detalles que se habían escapado hasta entonces a la atención del profesor Zeeman y que han sido confirmados posteriormente. Ha mostrado, de hecho, que las líneas espectrales que se desdoblan por la influencia del magnetismo están formadas por luz polarizada; en otras palabras, que las vibraciones de la luz están orientadas de una forma particular bajo la influencia de la fuerza magnética, y de una forma que varía en relación con la dirección del haz de luz respecto a esa fuerza.
Para el físico, este descubrimiento –el efecto Zeeman– representa uno de los avances experimentales más importantes de las últimas décadas. Porque, aunque la demostración de que la luz se ve afectada por el magnetismo de acuerdo con las mismas leyes que las partículas cargadas eléctricamente, no sólo se ha otorgado el apoyo más sólido posible a la teoría electromagnética de la luz, sino que las consecuencias del descubrimiento de Zeeman prometen proporcionarnos las más interesantes contribuciones a nuestro conocimiento sobre la constitución de los espectros electromagnéticos y la estructura molecular de la materia. Por estas razones, la Real Academia Sueca de las Ciencias ha llegado a la conslusión de que el descubrimiento aquí descrito es de la suficiente importancia que está justificado su reconocimiento del Premio Nobel de Física. La Academia también ha tenido en cuenta el importante papel que el profesor Lorentz ha desempeñado en el estudio de este descubrimiento gracias a su magistral teoría electrónica, que es de la máxima significancia además como un principio fundamental en muchos otros campos.
Puesto que el descubrimiento de Física que la Real Academia de las Ciencias quiere honrar en esta ocasión representa el resultado de la investigación más perspicaz, tanto teórica como experimental, la Academia considera que la división del Premio Nobel de Física entre los dos excepcionales investigadores, el profesor Lorentz y el profesor Zeeman, por su trabajo sobre la conexión entre la luz y el magnetismo, no sólo está justificada, sino que es además justa.
En la segunda parte del artículo hablaremos, en términos más modernos, acerca del efecto Zeeman que dio lugar a este premio.
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