5 mar 2013

Robert Boyle (I) | El Tamiz


Robert Boyle (I)


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Hablando de… es la serie caótica de El Tamiz. En ella recorremos el pasado saltando de asunto en asunto de manera más o menos errática, enlazando cada artículo con el siguiente y tratando de mostrar cómo todo está conectado de una manera u otra; los primeros veinte artículos de la serie están disponibles, además de en la web, en forma de libro y los siguientes doce van de camino a formar un segundo volumen, pero la cosa tiene pinta de ir para largo. En los últimos artículos hemos hablado de Giordano Bruno, cuyas obras fueron prohibidas por el Papa Clemente VIII, quien en cambio tres años antes dio el beneplácito de la Iglesia al café, bebida protagonista de la Cantata del café deJohann Sebastian Bach, cuya aproximación intelectual y científica a la música fue parecida a la de Vincenzo Galilei, padre de Galileo Galilei, quien a su vez fue padre de laparadoja de Galileo en la que se pone de manifiesto lo extraño del concepto de infinito, cuyo tratamiento matemático sufrió duras críticas por parte de Henri Poincaré, el precursor de la teoría del caos, uno de cuyos padres, Sir Robert May, fue Presidente de la Royal Society de Londres, sociedad formada a imagen de la Casa de Salomóndescrita en el Nova Atlantis de Francis Bacon cuando científicos de las siguientes generaciones, como Robert Boyle, leyeron sus escritos. Pero hablando de Robert Boyle…
Si eres químico no hace falta que diga casi nada sobre Boyle, pero muchos otros (incluidos nosotros, los físicos, a quienes Newton nos deslumbra de tal modo que no vemos nada más) no son conscientes de la enorme importancia de este anglo-irlandés. Mi intención es precisamente tratar de mostrar no sólo el genio de Robert, sino los contrastes tremendos en su filosofía y personalidad y el papel fundamental que desempeñó en la fundación de la ciencia moderna. Pero vamos poco a poco porque, créeme, tienes lectura para rato si dispones de tiempo y ganas.
Como sucede tan a menudo en científicos de esta época, el padre de Robert Boyle era un hombre influyente. Sin embargo, a diferencia de otras ocasiones, en este caso no se trata de una familia de rancio abolengo: Richard Boyle, el padre de Robert, se hizo prácticamente a sí mismo. No es que naciera pobre, pero alcanzó unas riquezas y un poder muy grandes para su origen.
No vamos aquí a analizar en detalle, la vida de Richard, pero sí quiero pararme en los asuntos que influirían en su hijo. En 1588, con tan sólo 22 años y sin siquiera finalizar sus estudios, Richard viajó a Irlanda en busca de aventura. Allí se casó, siete años después, con una rica heredera de Limerick, en la provincia irlandesa de Munster, y a partir de entonces trabajó simplemente por placer, ya que aunque el título de su mujer fuera menor, sus propiedades suponían una renta de unas quinientas libras anuales… lo cual puede no parecer mucho, pero estamos hablando de libras de 1600: en 2013 serían unos 85 000 euros anuales. Ahí queda eso.
Su joven mujer murió en el parto del primogénito –que también murió en el parto–, pero no parece que a Richard le importase mucho. A partir de ahí fue ganando contactos, dinero, influencias y puestos de responsabilidad en Irlanda. Si eres tan ignorante como yo, te recuerdo que por esta época estaba en marcha una “colonización a la fuerza” de Irlanda por parte de los ingleses, de modo que casi todos los nobles de Irlanda eran ingleses de nacimiento o herencia. En algunos casos se les proporcionaban títulos ya existentes tras arrebatárselos a los irlandeses, y en otros se creaban títulos nobiliarios nuevos.
De vez en cuando los irlandeses se rebelaban, claro, quitaban las tierras a los nobles recién llegados, había una guerra, los ingleses los machacaban y todo volvía a su terrible normalidad en la que los irlandeses vivían bajo la bota inglesa. El caso es que Richard, un aventurero nato, supo prosperar en este ambiente turbulento: en 1603 se casó en segundas nupcias con la hija del Secretario de Estado de Irlanda y fue nombrado Sir, en 1606 era ya parlamentario de la provincia de Munster, en 1613 del parlamento irlandés, en 1616 fue nombrado Lord Boyle, Barón de Youghal, y en 1620 nada más y nada menos que Earl de Cork (un earl es lo que un conde en el continente) y Vizconde de Dungarvan, además de uno de los hombres más ricos de las Islas. ¡Y luego dicen que la corrupción es algo nuevo!
Richard Boyle
Richard Boyle, primer Earl de Cork, retratado en 1641.
No es que Lord Boyle fuera un angelito –más bien todo lo contrario, era bastante rapaz, y robó tierras irlandesas a dos manos– pero debía de ser muy competente y sirvió bien a los intereses de Inglaterra en Irlanda. La Reina Isabel lo tenía en buena estima, y Oliver Cromwell dijo de él:
Si hubiera habido un Earl de Cork en cada provincia, a los irlandeses les hubiera sido imposible levantarse en rebelión.
¿Por qué te cuento todo esto? Para comprender el contexto del nacimiento de nuestro héroe del día, Robert Boyle: un inglés (no de nacimiento pero sí de cultura) entre irlandeses, anglicano entre católicos y angloparlante entre hablantes del gaélico. Además, aunque su padre fuera ya muy rico cuando nació Robert, tenía ya trece hijos y Robert fue el decimocuarto. ¡Cuando nació Robert en 1627, su padre tenía sesenta años! Dicho de otro modo, aunque Sir Richard le tuviera aprecio, apenas pasó tiempo con su hijo, porque estaba un poco a vueltas de todo y tenía una carrera política, ya crepuscular, de la que preocuparse.
Todo esto supuso una infancia algo surrealista para Robert y sus hermanos: en vez de vivir con sus padres en la casa de Dublín, lo hacían en una especie de “acogimiento” en una casa de campo. No estoy hablando de un internado para adolescentes: Robert pasó los primeros años de su vida con sus “padres” irlandeses en el campo. Tanto es así que ya de niño, cuando visitaba a sus padres en Dublín, servía de traductor e intérprete del irlandés, ya que Richard sólo hablaba inglés.
Esta infancia irlandesa tan extraña tuvo un efecto curioso sobre Robert: la familia Boyle era anglicana, pero su familia adoptiva era católica. Su familia genética hablaba inglés, mientras que la adoptiva lo hacía en gaélico. ¿Qué conclusiones sacó el pobre chaval de todo esto? Pues, por un lado, mantuvo su interés por Irlanda y el idioma irlandés toda su vida, a diferencia de sus hermanos, que no parecen haber sentido la misma ligazón, al menos por el idioma — luego veremos cómo Robert nunca olvidaría Irlanda.
Por otro lado, Robert no tenía la menor simpatía por los católicos — perdón, como hubiera dicho él, por los papistas. Con los años, de hecho, se hizo un ferviente anglicano, y mantuvo una gran animadversión hacia el catolicismo. Naturalmente, esto era bastante común en la época, y sólo lo menciono porque me parece interesante que de las dos influencias tempranas (gaélico y catolicismo) una no tuviera el menor efecto sobre él y la otra sí.
No creo que al pequeño Robert le afectase demasiado, pero su madre, Catherine, murió cuando él tenía cuatro años, en 1631. Tras la muerte de Catherine Robert abandonó su familia irlandesa y se mudó a Dublín con su padre, pero no por mucho tiempo, porque con ocho años fue enviado a Inglaterra con uno de sus hermanos. En aquella época lo más in, si eras de alta alcurnia, era educar a tus hijos en Eton, e imagino además que Sir Richard querría que sus hijos recibieran al menos su educación formal en Inglaterra y no en Irlanda.
Los primeros años en Eton fueron buenos para el joven Robert, al menos estando lejos de su familia: su nueva familia adoptiva era la del director de Eton, John Harrison, y el tal Harrison fue una gran influencia para él. Fue en Eton donde Boyle empezó a mostrar no sólo una gran inteligencia sino, sobre todo, hambre de aprender. Por suerte para él, además de las clases normales en Eton (latín, filosofía, derecho clásico, etc.) los Boyle recibían clases particulares para complementar su educación, en materias no tan comunes en la época como, especialmente, el irlandés: Richard no quería que sus hijos perdieran lo que habían aprendido de niños.
Sin embargo, esta etapa fue corta, porque en 1638 John Harrison se jubiló y las cosas empezaron a ir mal en Eton. No he conseguido saber por qué: tal vez el nuevo director no era demasiado bueno, tal vez el favoritismo que el anterior había mostrado hacia los Boyle hizo que el nuevo les tuviera tirria, o que Robert y su hermano estuvieran acostumbrados a ese trato de favor y no soportaran ser “uno más”… no lo sé, pero el caso es que Richard decidió traerlos de nuevo a casa.
¿Pasaría por fin el pobre Robert algún tiempo en casa, con su familia? ¡No, por Dios! Parece que su padre hacía lo que fuera con tal de tenerlo lejos… un año después de volver, en 1639, con tan sólo doce años, Robert partió de nuevo junto con otro de sus hermanos en un viaje por Europa, acompañados de un tutor. La idea era que adquiriesen una educación cosmopolita: en el viaje recorrerían Francia, Suiza, Italia, aprenderían varios idiomas y continuarían su educación formal.
La adolescencia de Boyle, por tanto, transcurrió en el continente. El “cuartel general” estaba en Ginebra, pero desde allí viajaría por muchos lugares, entre ellos uno en el que el rumbo de la vida de Robert quedaría marcado.
Robert pasó gran parte de 1641 estudiando italiano, y en septiembre viajó a Venecia, y luego a Florencia. Muy cerca de allí vivía alguien que despertó una enorme simpatía y admiración en Robert Boyle: un anciano Galileo Galilei. El divino italiano reunía dos características claves: por un lado, era un genio extraordinario –no creo que tenga que repetir aquí mi admiración por él ni las razones de esa admiración–. Boyle leyó las obras de Galileo en italiano, y la concepción de Ciencia del pisano lo influyó profundamente:las matemáticas eran el lenguaje en el que estaba escrito el Universo, y la geometría el pincel con el que estaba pintado.
Además, en un plano emocional, Galileo era una víctima de la Iglesia Católica y vivía por entonces en arresto domiciliario en su casa cerca de Florencia. Era un símbolo, para Boyle, de lo reaccionario del papismo, y sus desventuras con la Inquisición despertaron gran simpatía en el Robert adolescente. Sin embargo, el propio Boyle era un ardiente cristiano, y como veremos luego siempre trató de encontrar la armonía entre ciencia y religión a lo largo de su vida.
Para rizar el rizo, aunque no tenemos noción de que se encontrase personalmente con Galileo, el pisano murió en 1642 mientras Boyle estaba en Florencia, y el suceso lo impulsó aún más a leer las obras de Galileo. Es difícil decir si Robert Boyle hubiera sido quien fue sin este episodio, pero desde luego Galileo y sus ideas fueron una de las grandes inspiraciones de su vida.
Francis Bacon y Galileo Galilei
Las dos grandes influencias: Francis Bacon y Galileo Galilei.
El final de su viaje por Europa fue difícil: en 1641 estalló una rebelión especialmente gorda en Irlanda, y Richard no sólo perdió mucho tiempo y dinero luchando, sino que perdió gran parte de sus tierras. Como digo, cuando pasaban estas cosas solía ser algo temporal, y los ingleses terminaban ganando el control otra vez, pero durante un tiempo la familia Boyle tuvo problemas. Tanto es así que, sin recibir dinero de casa, el tutor de los hermanos Boyle tuvo que ponerse a trabajar para mantener a los jóvenes y a sí mismo. Robert le devolvería la deuda más adelante y mantendría un afectuoso contacto con él.
En 1643 murió Richard, aún desposeído de gran parte de sus tierras (sus hijos las recuperarían pronto). Aunque Robert era el último mono, porque tenía muchos hermanos mayores que él, las propiedades de los Boyle eran extensas y su padre se había acordado de él: le correspondió el señorío de Stalbridge, un pueblo de Dorset. Dicho de otro modo, a la muerte de su padre Robert tuvo lo más importante que podía tener un científico del siglo XVII: el suficiente dinero como para no tener que trabajar. Podía permitirse el lujo de seguir estudiando y aprendiendo cosas, porque su renta anual le daba de sobra para vivir.
Boyle permanecería en Stalbridge durante unos seis años. Al principio se dedicó fundamentalmente a estudiar y leer, pero poco después dio el gran paso: construyó un laboratorio y empezó a realizar experimentos. Sus dos grandes influencias, Galileo Galilei y Francis Bacon, se complementaban para inspirar su trabajo. Del primero Boyle tomó el rigor experimental y las matemáticas, y del segundo el enfoque filosófico y empirista.
En 1646, con diecinueve años y viviendo en Stalbridge, en una carta a su antiguo tutor –con quien había viajado con Europa y que se había quedado en París–, Boyle da una pincelada sobre su vida en Dorset, probablemente por el interés del otro en el progreso académico de su antiguo alumno. Doy la cita por la maravillosa mención del nuevo grupo filosófico:
Respecto a mis estudios, he tenido oportunidad de continuarlos pero a ráfagas, cuando mis otras ocupaciones me lo han permitido. He escrito con gran esfuerzo pequeños ensayos diversos, en prosa y verso, sobre distintos asuntos [...] Los otros estudios laicos a los que me dedico son la filosofía natural, la mecánica, la agricultura…, de acuerdo con los principios de nuestro nuevo grupo filosófico.
El nuevo grupo filosófico no era otro que el Invisible College que, como sabes si llevas tiempo en esta serie, sería el precursor de la Royal Society. Aunque Robert pasaba casi todo el tiempo en Stalbridge, de vez en cuando viajaba a Gresham College para reunirse con otros interesados en la ciencia y con ideales cientifistas similares al suyo. Casi todos habían leído a Bacon, casi todos estaban de acuerdo en que hacía falta menos leer libros antiguos y más crear conocimiento nuevo, especialmente conocimiento empírico, creían en la necesidad de la discusión abierta sobre asuntos filosóficos, etc. Creo que no hace falta que haga más hincapié en esto, ya que de ello hablamos sobradamente en el artículo correspondiente a la Royal Society.
Los años que Boyle pasó en su casa de Dorset fueron tranquilos para él, pero no para el país. Como ya dijimos también en aquel artículo, entre 1642 y 1651 hubo varias guerras civiles entre monárquicos y parlamentaristas (y los irlandeses seguían rebelándose de vez en cuando, desviando tropas de la guerra civil). Parece que Boyle tenía algo más de simpatía por los parlamentaristas, aunque su padre había sido un monárquico convencido, pero también parece que se mantuvo todo lo al margen que pudo de todo el embrollo.
El fin de la estancia de Boyle en Stalbridge se debió precisamente al fin de las hostilidades: las cosas se tranquilizaron a principios de la década de los 50, Cromwell trituró una vez más a los irlandeses, muchas tierras de aquella isla volvieron a manos de nobles ingleses y, entre ellos, a la familia Boyle. Robert obtuvo varias propiedades en Irlanda, de modo que su situación económica se hizo aún mejor, y viajó para quedarse teóricamente en Irlanda durante algún tiempo: para él esto era volver en cierto sentido a casa, y ni el idioma ni las costumbres eran un obstáculo.
Sin embargo, la vuelta a Irlanda lo defraudó mucho. Tras seis años en Stalbridge, en el corazón de Inglaterra, Irlanda le resultó primitiva y anticuada. Sus experimentos eran mucho más difíciles de realizar, especialmente los de química –una disciplina que ya lo fascinaba de joven–. En sus propias palabras describe Irlanda como
[...] un país bárbaro donde los compuestos químicos eran tan mal entendidos y los instrumentos químicos tan difíciles de obtener que era muy difícil tener pensamiento hermético alguno en aquel lugar.
De modo que, tras dos años, ya como un joven de veintisiete años, Boyle volvió a Inglaterra. La razón estaba muy clara: quería aposentarse en un lugar en el que poder realizar trabajo científico de verdad, especialmente en química. La elección, por entonces, estaba bastante clara, y Boyle se trasladó a Oxford. John Wilkins, el líder más o menos oficial del Invisible College, le ofreció su propia casa, pero Boyle decidió vivir de manera independiente. Desde entonces, por supuesto, la colaboración con la proto-Royal Society sería intensa, y Boyle se convertiría en uno de los pilares del grupo.
Es ahora, a partir de 1654, que la carrera científica de Boyle despega de verdad. Su manera de hacer ciencia era rigurosa e idealista. Irónicamente, llevaba el ideal de Bacon al límite: para no verse atrapado en los escritos antiguos y las opiniones de autores anteriores, lo más adecuado en su opinión era no leer las teorías de nadie. ¡Ni siquiera las de Bacon! Eso sí, el propio Boyle reconocía que consultaba libros como el Novum Organum de vez en cuando. En mi opinión, ese “de vez en cuando” probablemente era un poco más a menudo, pero me parece gracioso que al mismo tiempo Boyle crease su ideal empírico leyendo a Bacon y otros como él, pero que ese mismo ideal le impidiese leer libros y crearse así ideas preconcebidas… una pescadilla que se muerde la cola, ¿verdad?
Tanto es así que el propio Boyle rompía esta regla constantemente: ¿cómo no iba a leer todo lo que se publicaba en una Europa, a mediados del XVII, donde la ciencia moderna estaba naciendo a la par que las sociedades científicas? En pocas décadas se publicaron más libros de ciencia que en siglos enteros antes del XVII, y los miembros de la Society, Boyle incluido, los devoraban con auténtico placer. ¿Ausencia de influencias? ¡Pamplinas!
En 1657, tres años después de mudarse a Oxford, Boyle leyó un libro cuyo magnífico nombre en latín era Mechanica Hydraulico-pneumatica. El autor era Gaspar Schott, un jesuita alemán muy interesado en la ciencia y las matemáticas. Schott no realizaba experimentos él mismo, sino que era algo así como un divulgador o periodista científico primitivo. En este libro, el jesuita da noticia de un experimento realizado por otro alemán, Otto von Guericke, alcalde de Magdeburgo, que fascinó enormemente a Boyle por tratarse justo de lo que los baconianos pretendían: superar la filosofía natural aristotélica.
Von Guericke había diseñado y fabricado una bomba capaz de extraer gran parte del aire de un recipiente cerrado: una bomba de vacío. Con ella había dado un sopapo tremendo a la idea de Aristóteles de que la Naturaleza aborrece el vacío, pues había sido capaz de crear y mantener un vacío razonable durante bastante tiempo. Es más, entre otras cosas von Guericke había postulado la idea de que el vacío no “aspira” las cosas, sino que son los fluidos circundantes los que, al ejercer presión sobre ellas sin nada que la compense al otro lado, “empujan” las cosas hacia el vacío.
Experimento de los hemisferios de magdeburgo.
Grabado de Gaspar Schott de los hemisferios de von Guericke (1672).
Para demostrar sus ideas, el alemán realizó un experimento en Regensburgo 1654 en presencia del propio Emperador Fernando III y el Reichstag al completo. Von Guericke, que tenía un talento algo circense, juntó dos semiesferas de cobre y extrajo el aire del interior con su bomba de vacío; luego unió mediante sendos arneses dos grupos de quince caballos, uno a cada hemisferio. Por más que los caballos tiraron fueron incapaces de separar los hemisferios, pero cuando se abrió la válvula y el aire pudo entrar, los hemisferios cayeron al suelo, separados. ¡Chúpate esa, Aristóteles!
Cuando Boyle leyó la crónica del experimento se dio cuenta de lo realmente importante, que no eran los hemisferios: era la bomba de vacío. Se trataba de un artilugio experimental nuevo, que proporcionaba condiciones nada cotidianas con las que podrían realizarse no uno, sino muchísimos experimentos. De modo que el inglés decidió fabricar una bomba similar, inspirado en la de von Guericke. Si crees que Boyle pierde mérito por ello, ten en cuenta que el propio Otto von Guericke no fue el primero en pensar en esto: a su vez se inspiró en un italiano, discípulo de Galileo Galilei y del que probablemente has oído hablar — Evangelista Torricelli.
El caso es que en 1657 el ayudante de laboratorio de Boyle consiguió diseñar y fabricar una bomba de vacío aún mejor que la de von Guericke. Sí, Boyle tenía talento para varias cosas, entre ellas elegir ayudantes: éste en particular era nada más y nada menos que Robert Hooke, quien con el tiempo adquiriría enorme fama como científico y un nombre propio en la historia de la Ciencia.
Durante tres años, Boyle realizó experimentos con la bomba, ayudado por Hooke: ¿qué sucedía si se retiraba tan sólo parte del aire y no todo? ¿cómo reaccionarían seres vivos en el vacío? ¿se transmitiría la luz a través de él? ¿y el sonido? ¿y si la bomba se hacía funcionar al revés, introduciendo aire en el recipiente en vez de sacarlo? Libres de ideas preconcebidas, con Galileo y Bacon como faros –y como fuentes de ideas preconcebidas, claro, ¡pobre Boyle!–, los dos hombres pasaron horas incontables observando condiciones que nadie, nunca antes que ellos, había podido observar.
Bomba de Boyle y Hooke
Bomba de vacío de Robert Hooke.
Boyle publicó los resultados en 1660, en un libro titulado New Experiments Physio-Mechanicall, Touching the Spring of the Air and its Effects (Nuevos experimentos físico-mecanicos relacionados con las propiedades elásticas del aire y sus efectos). Aunque Hooke tomase parte en el proceso, parece que era Boyle quien dirigía los experimentos y a quien pertenece la mayor parte del mérito. A veces se sugiere que Hooke fue quien hizo más, pero yo creo que no: el libro tiene a Boyle como autor, lo cual hubiera sido una auténtica puñalada a Hooke si ambos hubieran tenido el mismo peso en la experimentación, pero al mismo tiempo los dos hombres continuaron manteniendo una excelente relación y Hooke siempre estuvo agradecido a Robert Boyle por el trato que recibió de él. No, yo pienso que Hooke era un ayudante de primera clase, pero un ayudante al fin y al cabo.
Este libro es famoso en el mundo entero por un apéndice que se añadió dos años más tarde, pero antes de llegar a él quiero detenerme un momento en el resto de los descubrimientos descritos por Boyle en él, ya que son eclipsados por el apéndice pero merecen al menos un instante de atención. Boyle demostró que, aunque la luz se propaga por el vacío, el sonido no lo hace. Demostró que una llama no arde en el vacío, luego hay algo en el aire necesario para la combustión, lo mismo que para la respiración de los seres vivos.
En un famoso experimento, Boyle introdujo una paloma en un recipiente y extrajo el aire: la paloma murió. Sé que esto parece una obviedad incluso estúpida hoy en día, pero puedo garantizarte que en 1660 no lo era. Unos cien años después Joseph Wright retrataría uno de estos experimentos en un cuadro en el que la propia luz sugiere las escenas religiosas de siglos anteriores, pero con el experimento como objeto de reverencia –o de horror, en el caso de algunos espectadores– en vez de una figura religiosa.
An experiment on a bird in an air pump
An experiment on a bird in an air pump, de Joseph Wright (1768).
Lo más importante del libro, sin embargo, fue un apéndice publicado no en la primera edición sino un par de años más tarde. Tras la publicación de la primera edición, algunos otros científicos se enzarzaron en una discusión con Boyle acerca de lo que allí decía –por ejemplo, sobre la existencia del vacío–, y al argumentar por carta con ellos Boyle dio con un principio nuevo, y una de las primeras leyes de lo que siglos más tarde vendría a llamarse termodinámica. Se trata de lo que en los países angloparlantes llamanley de Boyle (en otros países recibe otros nombres, pero en un momento hablamos de eso).
Este principio había sido sugerido por otros antes que él, como Henry Power, pero Boyle lo documentó extensamente. Tras encerrar aire en un recipiente del que salía un tubo en forma de U, Boyle llenó el codo del tubo con mercurio, aislando así el aire del exterior. El tubo tenía marcas que señalaban la altura del mercurio en ambos lados. Al añadir mercurio en la rama abierta al aire del tubo, Boyle aumentaba la presión sobre el gas. Al aumentar esa presión, el gas disminuía su volumen. Tras un gran número de experimentos, Boyle pudo enunciar el primer principio físico de la termodinámica: la presión y el volumen del gas eran inversamente proporcionales entre sí.
No voy aquí a entrar a discutir el porqué de la ley de Boyle, porque ya lo he hecho antes en mucho más detalle del que podría permitirme ahora mismo. Baste decir que los experimentos y la documentación de Boyle dejaron absolutamente clara la validez, dentro de ciertos límites, de su ley. En el siglo XX la República de Irlanda honraría a su hijo (hijo hasta cierto punto, como hemos visto, aunque Boyle siempre sintió apego por Irlanda) con un sello en 1981 y otro en 2012 en el que, además de la cara de Boyle, aparece su ley, enunciada tres siglos y medio atrás.
Sello de Boyle
Sello de Boyle de 2012 (Science.ie).
Se trataba de un éxito no sólo de Boyle: se trataba de un éxito de Bacon y de Galileo. Y es que el anglo-irlandés había aplicado a la perfección los ideales del uno y del otro, y estoy seguro de que, si llevas leyendo toda esta serie, estás tan orgulloso de todos ellos como yo: la experimentación objetiva, el uso de instrumentos de medida, la aplicación cuidadosa de las matemáticas a la ciencia… naturalmente, Galileo ya había realizado descubrimientos importantes, pero en cierto sentido el éxito de Boyle aplicando las ideas de Bacon (que, como dijimos al hablar de él, nunca puso en marcha con éxito su Novum Organum) supone una reivindicación del buen Francis.
Un francés, Edme Mariotte, publicó el mismo principio que Boyle unos quince años después, en 1676, y no está claro si conocía o no el enunciado anterior de Boyle. El francés añadió una condición que no había sido mencionada por Boyle: que, para que se cumpliera el principio, era necesario que la temperatura fuera constante. En los países de habla francesa suelen llamar a esta ley ley de Mariotte, y en otros –como en España– se la suele conocer por el salomónico nombre de ley de Boyle-Mariotte. En este caso, creo yo, no hay que ser salomónico sino objetivo: ¡es la ley de Boyle, demonios!
Robert Boyle
Robert Boyle (1627-1691), retratado por Johann Kerseboom.
Sin embargo, los rudimentos de la termodinámica no fueron ni de lejos el único interés de Robert, ni tampoco su mayor logro. Se dedicó a realizar experimentos muy diversos casi al mismo tiempo. En algunos no tuvo éxito: por ejemplo, sus estudios sobre el color no llegaron a ninguna parte, e Isaac Newton le daría cien vueltas en pocos años (en un momento hablamos de ello). En otras cosas, sin embargo, dio en el clavo de lleno y cambió la ciencia, especialmente en su especialidad: la Química. Sí, en este caso lo pongo con mayúsculas, porque esa mayúscula la puso, por así decirlo, Boyle… pero de eso, de la máxima contribución de Boyle a la ciencia, hablaremos en la segunda parte del artículo dentro de una semana. Que ustedes se queden con los dientes largos, señores míos.


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