9 sept 2010

Premios Nobel – Física 1906 (J. J. Thomson) | El Tamiz

Premios Nobel – Física 1906 (J. J. Thomson)


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Continuamos hoy nuestro camino, largo pero espero que interesante, a través de los Premios Nobel de Química y de Física desde su primera entrega en 1901. En la entrada anterior hablamos sobre el galardón de Química de 1905, otorgado a Adolf von Baeyer por su síntesis del índigo, pero antes de ella nos dedicamos al premio de Física del mismo año, que recibió Philipp Lenard por su estudio de los misteriosos rayos catódicos: y el premio de hoy está íntimamente relacionado con aquél, tanto que es en cierto sentido la contrapartida y la conclusión de aquella entrada. De modo que, si no leíste el artículo sobre Lenard o no lo recuerdas bien, te recomiendo que lo leas (o releas, según el caso) para saborear éste de verdad.
Y es que hoy disfrutaremos juntos del Premio Nobel de Física de 1906, otorgado a Joseph John Thomson (más conocido simplemente como J. J. Thomson), en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,
En reconocimiento a los grandes méritos de sus investigaciones teóricas y experimentales sobre la conducción de la electricidad por los gases.
Lo cual suena menos impresionante de lo que es en realidad, salvo que lo traduzcamos libre e irresponsablemente: por su descubrimiento del electrón. Pero recorramos, porque es una verdadera maravilla, el camino teórico y experimental –pues es una cadena de razonamientos y experimentación meticulosa– que llevó a Thomson a revelar la verdadera naturaleza de los “mágicos” rayos catódicos.

J. J. Thomson
Aunque no voy a repetir aquí toda la historia acerca del descubrimiento de los rayos catódicos y los primeros experimentos relacionados con ellos, porque ya hablamos de todo ello en el artículo dedicado a Lenard, espero que recuerdes la situación básica a finales del siglo XIX y la división fundamental en dos grupos por parte de los científicos que los estudiaban… pero, mejor que te lo recuerde yo, lees la descripción de la situación por parte del propio J. J. Thomson en su artículo del Philosophical Magazine de 1897 dedicado precisamente a sus investigaciones sobre los rayos:
Los experimentos descritos en este artículo fueron realizados con la esperanza de obtener información sobre la naturaleza de los rayos catódicos. Existen las opiniones más diversas sobre estos rayos; de acuerdo con la opinión casi unánime de los físicos alemanes, se deben a algún proceso en el éter al que no es análogo –al menos en el hecho de que en un campo magnético uniforme su trayectoria es circular y no rectilínea– ningún fenómeno observado hasta el momento: otra visión de estos rayos es que, muy lejos de ser completamente etéreos, son de hecho completamente materiales, y trazan las trayectorias de partículas de materia cargadas con electricidad negativa. Podría parecer, a primera vista, que no debería ser difícil discriminar entre visiones tan distintas, pero la experiencia nos muestra que éste no es el caso, ya que pueden encontrarse defensores de ambas teorías entre los físicos que han estudiado este fenómeno en gran profundidad.
Thomson era el principal adalid de la “hipótesis material” de los rayos catódicos frente a la “hipótesis etérica” de Lenard y compañía… algo que es de una ironía apabullante, como veremos al llegar en su momento al Premio Nobel de Física de 1937 –y cuando llegue el momento puedes tener por seguro que enlazaremos a este artículo–. Sin embargo, aunque durante un tiempo ambos bandos estuvieran más o menos igualados en su debate, el bando británico tenía dos ventajas que lo llevarían, finalmente, a llevarse el gato al agua: por un lado, tenían razón y, por otro, tenían a Thomson en vez de a Lenard, algo que tal vez haya sido aún más determinante.
Lenard, como vimos en el artículo dedicado a su premio, era un experimentador muy bueno, pero Thomson era al menos su igual en el laboratorio, y muy superior a él –en mi opinión– como teórico. Si albergas la menor duda sobre ello, espera a escuchar el proceso que siguió el inglés para desentrañar los misterios de los rayos catódicos.
Como menciona en el párrafo citado arriba, Thomson tenía muy claro que si los rayos catódicos eran realmente una ondulación del éter –dicho en términos más modernos, una onda electromagnética–, se trataba de un fenómeno muy diferente de cualquier otro similar, pues ninguna onda etérica se desviaba al exponerla a un campo magnético, y los rayos catódicos sí. Es más, al exponerlos a un campo magnético lo suficientemente fuerte, se hacía evidente que los rayos se convertían en arcos de circunferencia, algo que no estaba predicho por ninguna teoría acerca de las “ondas etéricas”… pero sí para las partículas cargadas eléctricamente.
Thomson en su laboratorio
Thomson, en su laboratorio (dominio público).
Las maravillosas ecuaciones de Maxwell, publicadas en 1861, describían con una elegancia y precisión extraordinarias el comportamiento del campo eléctrico, el campo magnético, la carga y las corrientes eléctricas, y las ondas electromagnéticas. Y en esas ecuaciones se ve claramente que una carga eléctrica sometida a un campo magnético uniforme, si las condiciones son las adecuadas, realiza una trayectoria circular exactamente del mismo modo que los rayos catódicos hacían en determinados experimentos. De ahí que Thomson y otros físicos pensaran, al contrario que Lenard, que estos rayos eran realmente partículas materiales con carga.
Sin embargo, había algo que no encajaba con esta hipótesis, algo que había sido puesto de manifiesto por los experimentos de Lenard: los rayos catódicos eran capaces de atravesar láminas de metal, algo que parecía imposible para un cuerpo material, aunque fuera pequeño, ya que debería rebotar como si fuera contra una pared. De ahí que, aunque ahora nos parezca evidente la solución al problema, no lo fuera por entonces y gente muy sabia no tuviera las cosas nada claras.
De hecho, muchos partidarios de la hipótesis etérica sostenían que había dos fenómenos mezclados: los rayos catódicos en sí, que eran ondas del éter, y partículas materiales que eran emitidas como consecuencia de los rayos y que eran las desviadas por el campo magnético. De modo que Thomson se dedicó en primer lugar a determinar si esto era cierto, o si eran de veras los propios rayos catódicos los desviados por los imanes. Hacerlo no era demasiado difícil –desde luego, infinitamente más fácil que otros experimentos realizados por Thomson más adelante–, ya que había una manera muy sencilla de detectar los rayos catódicos, que ya mencionamos en el artículo anterior: creaban un brillo fosforescente muy característico sobre las paredes de los tubos.
Thomson construyó entonces un tubo de Crookes “modificado”: añadió un electrómetro, un aparato capaz de detectar el impacto de carga eléctrica… pero no lo puso frente al emisor de los rayos catódicos como habían hecho otros antes que él, sino tras una “curva”; en el dibujo de abajo los rayos parten de A y el electrómetro está al final del tubo inferior. Al encender el emisor, la pared frente al “cañón” de rayos catódicos brillaba como siempre sucedía, pero el electrómetro, lógicamente, no detectaba nada. Cuando Thomson sometió el tubo a un campo magnético cada vez más intenso, el brillo se fue desplazando por la pared hasta que alcanzó el electrómetro: y en ese momento, el aparato empezó a detectar el impacto constante de una gran cantidad de carga eléctrica negativa. Cuando el campo magnético fue tan intenso que el brillo siguió avanzando por la pared y abandonó el electrómetro por el otro lado, se dejó de detectar carga completamente.
Experimento de Thomson 1
Experimento de Thomson para identificar los rayos catódicos con la carga eléctrica (dominio público).
De modo que Thomson llegó a su primera conclusión: los rayos catódicos no eran un fenómeno separado de la carga eléctrica, y no había manera de obtener una cosa sin la otra. Pero esto llevaba, inevitablemente, a otras preguntas: si eran realmente partículas con carga, ¿cuál era el valor de esa carga? Si tenían masa, ¿cuánta masa? Y si todo esto era cierto, ¿cómo demonios podían atravesar una lámina de aluminio como si no estuviera ahí?
Para contestar a estas preguntas, lo siguiente que hizo Thomson fue, una vez más, algo razonablemente lógico: una de las propiedades más características de las cargas eléctricas es que se atraen o repelen entre sí dependiendo de su signo, como muy bien sabes si has leído [Electricidad I]. Dicho en términos de las ecuaciones de Maxwell, las cargas sufren una fuerza debida a los campos eléctricos. Así que Thomson sometió los rayos catódicos en el tubo a un campo eléctrico bastante intenso… y los rayos se doblaron.
Experimento de Thomson 2
Experimento de Thomson para determinar la desviación debida al campo eléctrico (dominio público).
Es más: cuanto mayor era el campo eléctrico, mayor la desviación –el científico, naturalmente, puso una serie de marcas sobre la superficie del tubo para medir el grado en el que se desviaban los rayos, que puedes ver a la derecha en el dibujo–, y cuando se cambiaba la polaridad del campo, la desviación se producía en sentido inverso. Todo concordaba exactamente con las predicciones de Maxwell para el comportamiento de partículas con carga eléctrica en movimiento.
Pero el genio de Thomson, a estas alturas, estaba simplemente cogiendo carrerilla, y aquí empezamos ya con los experimentos de quitarse el sombrero. A continuación, este individuo de adorables bigotes preparó el siguiente experimento, mezcla de los dos anteriores: si tanto un campo eléctrico como uno magnético podían “doblar” los rayos, era entonces posible preparar las cosas con los dos campos a la vez y con sus efectos actuando en sentidos contrarios, de modo que uno desviase los rayos “hacia la derecha” y el otro “hacia la izquierda”, y que los rayos catódicos siguieran rectos, sin desviarse, al cancelarse ambos efectos.
La clave de la cuestión está en que tanto un efecto como otro dependen, además de la intensidad del campo en cuestión –que Thomson conocía porque los estaba encendiendo él mismo–, de la carga de la partícula –algo completamente desconocido–… pero el efecto debido al campo magnético depende también de la velocidad de la partícula1. Con lo que, midiendo ambos campos “equilibrados” cuando los rayos salían rectos, era posible calcular la velocidad de los rayos catódicos, ya que la contribución de la carga eléctrica, aunque fuese desconocida, era exactamente igual para ambos campos eléctrico y magnético con lo que se cancelaba en las ecuaciones y no hacía falta utilizarla. Thomson había conseguido medir la velocidad de los rayos catódicos, una hazaña porque es un valor tan enorme que no era factible medirla a partir de la distancia recorrida y el tiempo empleado.
Había varias cosas curiosas acerca de esa velocidad. Para empezar, cuanto mayor era el voltaje del tubo, más rápidos llegaban los rayos de un extremo a otro… pero las ondas electromagnéticas no variaban su velocidad de este modo, sino que siempre se movían a la velocidad de la luz. Además, los rayos catódicos eran realmente lentos, relativamente hablando: su velocidad dependía del grado de vacío dentro del tubo (cuanto menos denso el gas, más veloces), pero algunos iban al paso de tortuga de 8 000 km/s, inimaginablemente más lentos que las ondas del éter. Incluso los más rápidos obtenidos por Thomson, utilizando bombas de vacío muy eficaces, sólo alcanzaban unos 100 000 km/s, una tercera parte de la velocidad de la luz.
Llegado este momento, imagino que Thomson no tenía ya duda alguna acerca de la naturaleza material de los rayos, que no eran otra cosa que la trayectoria de partículas minúsculas y muy rápidas, que el inglés denominó corpúsculos. El resto de su trabajo se dedicó, por tanto, a determinar las propiedades de esos peculiares corpúsculos más allá del hecho de que tenían carga negativa y viajaban muy rápido por los tubos de Crookes en los que se producían.
Ecuaciones de Maxwell
Poesía en estado puro… quiero decir, “Ecuaciones de Maxwell”.
¿Pero no hemos dicho antes que eran lentos? ¿Ahora son rápidos? Pues sí, porque todo depende de con qué se compare… aunque los corpúsculos fueran muy lentos para ser ondas electromagnéticas, eran rapidísimos para ser partículas; no existía partícula material alguna conocida que fuera a velocidades tan gigantescas, algo muy raro. Pero las buenas noticias son que, si se conoce la velocidad de una partícula y el campo magnético que la afecta, es posible determinar la relación entre su carga eléctrica y su masa de manera relativamente sencilla, utilizando las ecuaciones de Maxwell y las Leyes de Newton. ¡Ojo! Fíjate en que las ecuaciones, utilizadas de este modo, no permiten calcular ni la masa ni la carga, pero sí la relación entre ellas (por ejemplo, la carga es cien veces la masa, o la décima parte, o lo que sea). No es perfecto, pero es un paso más en el conocimiento sobre la partícula, y a ello se dedicó el ínclito J. J.
Cuando Thomson realizó sus cálculos, obtuvo un resultado sorprendente: los corpúsculos tenían una relación carga-masa unas 1 700 veces superior a la del átomo de hidrógeno, la fracción conocida de materia más fuertemente cargada en relación a su masa. Había dos explicaciones posibles, aunque no necesariamente incompatibles: o bien estos corpúsculos eran muchísimo más ligeros que el átomo de hidrógeno –que era la cosa más ligera conocida entonces–, o bien tenían una carga eléctrica brutalmente mayor que el átomo de hidrógeno, o ambas cosas a la vez.
Inicialmente, Thomson pensó que la respuesta era que los corpúsculos tenían una carga eléctrica muchísimo mayor que la del átomo de hidrógeno, pero se dedicó a intentar determinar si tenía razón o no experimentalmente. Para conseguirlo hacía falta, básicamente, medir una de las dos magnitudes: o la masa de los corpúsculos o su carga, ya que la otra magnitud podía ser calculada a partir de la proporción conocida entre ellas. Pero ¿cómo diablos medir la masa o la carga de algo tan ridículamente pequeño? Muy fácil: siendo un genio como Joseph John. Eso sí, el experimento es enrevesado, así que tengo que pedirte paciencia.
Thomson en el Cavendish Physical Laboratory
Thomson en el Cavendish Physical Laboratory de Cambridge (dominio público).
El inglés echó mano de una propiedad curiosa de la condensación de un gas, de la que desgraciadamente sólo puedo dar aquí unas pinceladas: el hecho de que los gases, como el vapor de agua, se condensan más fácilmente cuando existen pequeñas partículas en suspensión que sirvan de núcleos para las gotas líquidas que van a formarse. Dicho de otro modo, a una temperatura determinada era posible tener una mayor concentración de vapor si no existían pequeños núcleos sobre los que formar gotas que si esos pequeños núcleos estaban presentes. El polvo en el aire, por ejemplo, era un excelente agente de nucleación de este tipo, y si se eliminaba el polvo era posible alcanzar grandes concentraciones de vapor de agua sin que se produjera la condensación –o, en otros términos, era posible enfriar el vapor de agua por debajo de límites que lo hubieran condensado si había polvo en el ambiente–.
¿Qué tiene que ver esto con los corpúsculos de Thomson? ¡Mucho! Todo el asunto de la nucleación había sido estudiado, investigado a fondo y probado experimentalmente por un meteorólogo escocés extraordinario, Charles Thomson Rees Wilson, al que volveremos en esta misma serie porque parte de esas investigaciones le proporcionaron un Nobel propio años más tarde… pero, por ahora, Wilson otorgó a Thomson la clave para resolver su propio problema. El escocés había determinado con gran precisión el efecto de pequeñas partículas en el aire como núcleos de condensación del vapor de agua, dependiendo de la naturaleza de esas partículas: el polvo, por ejemplo, era un mejor agente de nucleación que partículas cargadas como los corpúsculos de Thomson. Con las ecuaciones y cálculos de Wilson, Thomson conocía detalladamente el comportamiento dependiendo del número y naturaleza de los posibles núcleos de condensación.
De modo que Thomson construyó un recipiente de vidrio que contenía vapor de agua y aire, con un émbolo que podía subir y bajar a voluntad, comprimiendo o expandiendo el contenido del recipiente. Al comprimir los gases, la temperatura aumentaba, mientras que al expandirlos, la temperatura disminuía. Antes de nada, Thomson subió el émbolo lo suficiente como para que el polvo presente dentro del recipiente actuase de centros de nucleación, y se formaron gotitas como ya se sabía que sucedería exactamente a esa temperatura, y las gotitas cayeron al fondo del tubo, limpiando el aire de polvo.
A continuación, Thomson llenó el recipiente de sus pequeños corpúsculos y subió el émbolo hasta que se formaron gotitas de nuevo, que cayeron otra vez al fondo del tubo. Puesto que la Termodinámica estaba ya perfectamente desarrollada por entonces, Thomson sabía perfectamente, a partir del movimiento del émbolo, la disminución de temperatura en el aire saturado de vapor y –muy importante– la cantidad de agua depositada como consecuencia: sabía cuánta agua se había condensado, en forma de gotitas, por la presencia de los corpúsculos en el aire del tubo. Y sabía otra cosa más, de una importancia tremenda.
Medir la carga eléctrica de un solo corpúsculo era casi imposible, pero el agua que había caído al fondo del recipiente estaba cargada –ya que cada gotita se había formado alrededor de un corpúsculo con carga eléctrica–, y su carga eléctrica era suficientemente grande para medirla sin problemas. Pero ¿cuánta de esa carga correspondía a cada corpúsculo? Eso sí era difícil de saber, porque el número de gotitas que habían caído era inmenso, y era imposible contarlas una a una en el tiempo que tardaban en caer al fondo y mezclarse.
Sin embargo, era posible estimar el tamaño de cada gotita de forma indirecta: mediante su velocidad terminal, es decir, la velocidad máxima que alcanzaban al caer debido a la presencia del aire. Para objetos grandes, la velocidad terminal puede ser enorme, pero la velocidad terminal de las gotitas era suficientemente pequeña como para que pudiera medirse con una gran precisión. La mecánica de fluidos permitía, a partir del valor de la velocidad terminal, determinar el radio de las gotitas suponiendo que fueran esféricas, y con el radio de una gota esférica de agua era posible calcular su masa.
Y, cuando Thomson dividió la cantidad total de agua por la de cada gotita, pudo conocer el número de gotitas: y, con ese número, dividir la carga total del agua depositada entre el número de gotitas, y obtener así la carga de cada corpúsculo: en términos modernos, alrededor de 10-19 culombios. Sí, sí… la carga real es más parecida a 1,6·10-19 culombios. Pero si esto no es para quitarse el sombrero ante Sir John Joseph, me como el susodicho sombrero. ¡Calcular la carga del electrón contando indirectamente el número de gotitas cargadas que se forman en un tubo! ¡Olé!
El resultado, por cierto, era completamente distinto del esperado por Thomson: como recordarás, el inglés había supuesto que la enorme proporción carga-masa de los corpúsculos se debía a una enorme carga comparada con la del átomo de hidrógeno, pero este resultado era idéntico a las mejores estimaciones de la época sobre la carga del átomo de hidrógeno. La conclusión estaba bien clara; si la carga-masa de un corpúsculo era unas 1 700 veces la del átomo de hidrógeno, pero las cargas de uno y otro eran idénticas, es que la masa de un corpúsculo era 1 700 veces menor que la de un átomo de hidrógeno: unos 7·10-31 kilogramos, la masa más pequeña jamás descubierta por el ser humano hasta entonces (la masa real de acuerdo con las mediciones actuales, por cierto, es de unos 9,1·10-31 kg).
Esto proporcionaba también una explicación a la “mágica” propiedad de los rayos de ser capaces de atravesar finas capas de metales: se trataba de partículas no ya tan pequeñas como un átomo, sino casi dos mil veces más ligeras –y, posiblemente, tantas veces más pequeñas que un átomo de hidrógeno–. Era perfectamente posible que los corpúsculos, dado su tamaño minúsculo, fueran capaces de “colarse” entre los átomos del metal para llegar al otro lado, aunque si la lámina era suficientemente gruesa era capaz de detenerlos, algo también bastante lógico. Pero el comportamiento de los “corpúsculos” atravesando metales nos proporcionaría aún sorpresas y un conocimiento mucho más profundo acerca de los átomos, algo a lo que llegaremos a su debido tiempo: ten en cuenta que, por estas fechas, nadie tenía una idea muy clara de exactamente cómo era un átomo, qué significaba “entre los átomos”, etc. Pero sí parecía razonable suponer que algo tan minúsculo pudiera atravesar cosas que partículas más grandes no podían.
Thomson no sólo había desentrañado el misterio de los rayos catódicos y demostrado su verdadera naturaleza como pequeñas partículas materiales cargadas; había determinado la carga de esas partículas, su masa y su comportamiento ante condiciones muy diversas. Tal era el nivel de detalle de sus experimentos, y la claridad de sus conclusiones, que los partidarios de la hipótesis etérica comprendieron rápidamente que se habían colado, y la comunidad científica comprendió por fin la naturaleza de aquellos misteriosos rayos, y ganó además una nueva partícula, la más ligera conocida hasta entonces y un ladrillo conceptual básico para entender la naturaleza atómica de la materia.
Sin embargo, su insulso nombre de “corpúsculo”, afortunadamente (porque no me negarás que es un poco soso), no duró mucho, y para cuando recibió el Nobel en 1906, el nombre más aceptado por la comunidad científica era el propuesto anteriormente por el físico irlandés George Johnstone Stoney: electrón. En el discurso de más abajo, como verás, es ya el empleado al referirse a la partícula.
Thomson y Rutherford
Un anciano J. J. Thomson, acompañado de Ernest B. Rutherford (dominio público).
Pero Joseph John, aunque genial, se equivocaba en varias cosas, y fundamentalmente en una: sospechaba que los átomos eran una especie de “bizcochos” de carga positiva, dentro de la cual “buceaban” los corpúsculos –perdón, electrones–, como las pasas en el bizcocho pero en movimiento. Y en eso estaba muy equivocado, como demostraría muy pocos años después uno de sus alumnos y su sucesor en la Cátedra Cavendish de Cambridge (que, antes de Thomson, había sido ocupada nada más y nada menos que por James Clerk Maxwell y Lord Rayleigh), Ernest Rutherford. Pero eso es otra historia fascinante, que tendrá que esperar a otra ocasión.
Como siempre, aquí tienes el discurso pronunciado por el Presidente de la Real Academia Sueca de las Ciencias, J.P. Klason, ante el propio Thomson, las autoridades y el público en general presentes en la gran sala. Ya sé que el lenguaje es arcaico –y mi traducción no muy buena–, que algunos conceptos han sido superados y todo suena… raro, pero si puede hacerte olisquear la maravilla del momento, merece la pena:
Su Majestad, Sus Altezas Reales, damas y caballeros.
Cada día que pasa es testigo de la importancia creciente de la electricidad en la vida cotidiana. Los conceptos que unas meras décadas atrás eran objeto de investigación en los despachos y laboratorios de muchos hombres de ciencia se han convertido ya en la propiedad del gran público, quien pronto estará tan familiarizado con ellos como con sus pesos y medidas ordinarios. Aún mayores, sin embargo, son las revoluciones iniciadas por el trabajo de los electricistas2 en la esfera de la ciencia. Inmediatamente después del descubrimiento revolucionario de Örsted sobre la influencia de la corriente eléctrica sobre una aguja imantada (1820), Ampère, el genial investigador francés, postuló una teoría que explicaba los fenómenos magnéticos como el resultado de la acción eléctrica. Las investigaciones de Maxwell, el brillante físico escocés (1873), fueron aún más allá en su efecto, ya que mediante ellas pudo probarse que el fenómeno de la luz dependía de movimientos ondulatorios electromagnéticos en el éter. Hay razones para creer que los grandes descubrimientos de los últimos años respecto a la descarga de electricidad a través de gases se mostrarán igual de importantes o incluso más, ya que arrojan nueva luz sobre nuestra concepción de la materia. En este campo, el catedrático J. J. Thomson, el ganador del Premio Nobel de Física de este año, ha realizado las contribuciones más valiosas a través de su investigación, que ha llevado a cabo durante muchos años.
Tras el gran descubrimiento de Faraday en 1834 se había probado que cualquier átomo tiene una carga eléctrica tan grande como la del átomo de hidrógeno gaseoso3, o un múltiplo simple de ese valor que se corresponde con la valencia química del átomo. Era, por lo tanto, natural el hablar, como hizo el inmortal Helmholtz, de una carga elemental o, como también se la llama, un átomo de electricidad, al referirse a la cantidad de electricidad inherente al átomo de hidrógeno gaseoso en sus combinaciones químicas.
La ley de Faraday puede expresarse del siguiente modo: un gramo de hidrógeno, o una cantidad equivalente de otro elemento químico, tiene una carga eléctrica de 28 950·1010 unidades electrostáticas. Si pudiéramos conocer simplemente cuántos átomos de hidrógeno hay en un gramo, podríamos calcular la carga de cada átomo de hidrógeno. La teoría cinética de gases, ese campo de investigación tan popular entre los científicos del siglo que acaba de terminar, se basa en la suposición de que los gases constan de moléculas que se mueven libremente, y cuyo impacto sobre las paredes del recipiente que las contiene se percibe como la presión del gas. De esto puede calcularse la velocidad de las moléculas del gas con gran precisión. A partir de la velocidad con la que un gas se difunde en otro, y de otros fenómenos estrechamente relacionados, pudo ser posible calcular el volumen ocupado por las moléculas, y por lo tanto los investigadores pudieron tener una idea de la masa de las moléculas y, consecuentemente, del número de moléculas presentes en un gramo de una sustancia química como, por ejemplo, el hidrógeno. Los valores así obtenidos no tenían, sin embargo, no tenían una gran precisiónn y fueron considerados por muchos científicos como meras conjeturas. Si hubiera sido posible calcular el número de moléculas en una gota de agua mediante un microscopio increíblemente potente, la situación hubiera sido por supuesto muy distinta. Pero no había la menor esperanza de que un investigador tuviera éxito en conseguir algo así, y por tanto la existencia de las moléculas se consideraba muy problemática. Si, de los valores citados por los defensores de la teoría cinética de gases como los más probables para el tamaño de las moléculas y átomos, calculamos el valor de la electricidad presente en un átomo de hidrógeno, llegamos a la conclusión de que la carga del átomo tiene un valor de entre 1,3·10-10 y 6,1·-10 unidades electrostáticas.
Sin embargo, lo que nadie consideraba probable ha sido logrado por J. J. Thomson mediante métodos rebuscados. Richard von Helmholtz descubrió en 1887 que las partículas eléctricamente cargadas tienen la interesante propiedad de condensar vapor a su alrededor. J. J. Thomson y su alumno C. T. R. Wilson se dedicaron a estudiar este fenómeno. Con la ayuda de los rayos Röntgen produjeron algunas partículas eléctricamente cargadas en el aire. Thomson supone que cada una de estas partículas tiene una unidad de carga eléctrica. Mediante medidas eléctricas pudo determinar el valor de la carga en una cantidad determinada de aire. Entonces, mediante una súbita expansión del aire, que estaba saturado de vapor, logró la condensación del vapor sobre las partículas eléctricamente cargadas, y entonces calculó su tamaño a partir de la velocidad a la que se hundían. Ya que sabía la cantidad de agua condensada y el tamaño de cada gora, no fue difícil calcular el número de gotas. Ese número era el mismo que el de partículas eléctricamente cargadas. Al haber determinado con antelación la carga total en el recipiente, pudo calcular fácilmente la cantidad que había en cada gota o, previamente, en cada partícula, es decir, la carga atómica. Así encontró que su valor era de 3,4·10-10 unidades electrostáticas. Este valor está muy próximo al valor medio entre los obtenidos previamente mediante la teoría cinética de los gases, lo que convierte a estos diversos resultados y la corrección del razonamiento empleado en muy probables.
Esto significa que, si bien Thomson no ha visto los átomos físicamente, ha conseguido un logro comparable, al haber observado directamente el valor de la electricidad de cada átomo. Con la ayuda de esta observación se ha determinado el número de moléculas en un centímetro cúbico de gas a una temperatura de 0 grados4 y bajo una presión de una atmósfera; es decir, se ha calculado lo que tal vez sea la constante natural más fundamental del mundo natural. Ese número es nada más y nada menos que cuarenta trillones (40·1018). Mediante una serie de experimentos increíblemente ingeniosos, el profesor Thomson, ayudado por sus numerosos alumnos, ha determinado las propiedades más importantes (como la masa y la velocidad bajo la influencia de una fuerza determinada) de estas pequeñas partículas cargadas eléctricamente, que se producen en gases mediante diversos métodos, como rayos Röntgen, rayos de Becquerel, luz ultravioleta, descargas en agujas y metales incandescentes. Las partículas más notables de todas estas partículas cargadas son las que constituyen los rayos catódicos en gases muy rarificados. Estas pequeñas partículas se denominan electrones y han sido objeto de investigaciones muy detalladas por parte de un gran número de investigadores, los más importantes de los cuales son Lenard, el ganador del Premio Nobel de Física del año pasado, y J. J. Thomson. Estas pequeñas partículas también deben identificarse con los llamados rayos-β, emitidos por ciertas sustancias radiactivas. Suponiendo, basándonos en el trabajo antes mencionado de Thomson, que tienen la unidad negativa de carga, llegamos a la conclusión de que tienen una masa unas mil veces menor que la de los átomos más ligeros conocidos, es decir, los de hidrógeno gaseoso.
Por otro lado, las partículas de carga positiva más pequeñas conocidas son, de acuerdo con los cálculos de Thomson, Wien y otros investigadores, del mismo orden de magnitud que los átomos normales. Por tanto, al ver que todas las sustancias examinadas hasta el momento son capaces de proporcionar electrones cargados negativamente, Thomson llegó a la conclusión de que la carga negativa de los electrones tiene una existencia real, mientras que la carga de las pequeñas partículas cargadas positivamente proviene de un átomo neutro que pierde uno o más electrones negativos con sus cargas. Thomson ha proporcionado, por tanto, una significación física a la idea postulada en 1747 por Benjamin Franklin de que sólo hay una forma de electricidad, una idea defendida con energía también por Edlund. La electricidad que realmente existe es electricidad negativa, de acuerdo con Thomson.
Tan pronto como 1892, Thomson había demostrado que un cuerpo cargado en movimiento tiene por tanto una energía electromagnética, que produce en él el aumento de su masa. A partir de los experimentos llevados a cabo por Kaufmann acerca de la velocidad de rayos-β emitidos por el radio, Thomson llegó a la conclusión de que los electrones negativos no tienen una masa real, sino sólo aparente y debida a su carga eléctrica.
Podríamos entonces considerar razonable el suponer que toda la materia está compuesta de electrones negativos y que, por tanto, la masa de la materia es aparente y depende realmente del efecto de las fuerzas eléctricas. Se está realizando un experimento de gran interés en esta dirección por parte de Thomson, pero sus investigaciones más recientes del presente año (1906) parecen sugerir que sólo una milésima parte del material es aparente y debido a fuerzas eléctricas.
Profesor Thomson. Como bien sabe, la Real Academia Sueca de las Ciencias ha decidido otorgarle el Premio Nobel de Física de este año.
No sabría explicar cómo, pero de una manera u otra la contemplación del trabajo que usted ha realizado ha revivido en mi mente un pasaje del famoso ensayo sobre Sócrates de Xenofonte, una obra que usted seguramente también ha leído en su juventud. El autor nos dice que, cada vez que la conversación se dirigía a los elementos de la Tierra, Sócrates decía “de estos asuntos no sabemos nada”. ¿Seguirá siendo la sagacidad que Sócrates demostró en esta respuesta, y que ha recibido la aprobación de todas las épocas incluyendo la nuestra, considerada como la conclusión de todo el asunto? ¿Quién podría decirlo? Hay algo que todos sabemos, que cada gran período de la Filosofía Natural ha creado elementos propios, y por tanto parecemos sentir que tal vez estemos en el umbral de uno de esos nuevos períodos con nuevos elementos.
En nombre y en representación de nuestra Academia le felicito por haber proporcionado al mundo algunos de los trabajos fundamentales que permiten al filósofo natural de nuestro tiempo afrontar nuevas preguntas en direcciones nuevas. Así ha caminado usted tras las huellas de sus grandes y renombrados compatriotas, Faraday y Maxwell, hombres que han supuesto para el mundo de la ciencia los ejemplos más grandes y nobles.
Para saber más (esp/ing cuando es posible):
  1. Y, si has estudiado electromagnetismo, seguro que has resuelto problemas en los que igualabas la fuerza eléctrica y la magnética para calcular exactamente igual que Thomson []
  2. La palabra, por entonces, no tenía el mismo significado que ahora. []
  3. Sí, sí, ya lo sé… pero recuerda que estamos en 1906 []
  4. centígrados []
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