17 jun 2010

Premios Nobel – Física 1905 (Philipp Lenard) | El Tamiz

Tras el intervalo de rigor, hoy continuamos nuestro recorrido por los Premios Nobel desde su inicio en 1901. Para cada año, hablamos del premio de Química y el de Física, dedicando un par de artículos a cada uno: una primera introducción histórica al descubrimiento y descubridor, de modo que puedas tener una idea lo más acertada posible de lo que significó en su momento el descubrimiento y puedas atisbar las emociones de los científicos involucrados, y un segundo artículo más puramente divulgativo, en el que nos recreamos en la ciencia relacionada con el descubrimiento en cuestión (aunque, como veremos luego, la entrada divulgativa del de hoy llegará más tarde).

Tras hablar de Lord Rayleigh y Sir William Ramsay, nos encontramos ya en 1905, pero seguimos aún en la infancia de los Premios. Esto significa que aún hay un montón de descubrimientos “en la recámara”, realizados justo antes de la creación de estos galardones, y de los que se siguen nutriendo aún en 1905. Como bien sabes si eres un habitual de El Tamiz o si has leído sobre la ciencia de la época, el final del siglo XIX y el principio del XX fueron momentos tormentosos en la Física y la Química, puesto que no sólo aprendimos sobre la naturaleza atómica de la materia, sino que a través de ella descubrimos que muchas de nuestras ideas sobre el Universo estaban completamente equivocadas.

El científico de hoy es uno de los responsables de que nos diéramos cuenta de todos esos fallos, a pesar de que él mismo aún sostenía algunas ideas completamente erróneas, tanto científicas como –en mi opinión, claro– políticas. Se trata del húngaro-alemán Philipp Eduard Anton Lenard, que obtuvo el Premio Nobel de Física de 1905, en palabras de la Real Academia Sueca de las Ciencias,

Por su trabajo con los rayos catódicos.

Conciso, ¿verdad? De hecho, aunque muchos otros habían trabajado con rayos catódicos antes que él, Lenard consiguió algo que nadie había conseguido antes que él… pero no quiero adelantarme. En cualquier caso, aunque no se trata de uno de los descubrimientos más espectaculares de la época, el caso de Lenard me parece muy interesante por dos razones.

En primer lugar, porque aunque se trata de un avance experimental aparentemente sin demasiada importancia, supuso un salto gigantesco en cuanto a la cantidad de experimentos posibles relacionados con la radiación, el átomo y sus constituyentes. Es posible que nunca hayas oído hablar de Philipp Lenard, y sí de Röntgen o Thomson… pero sin un Lenard tal vez no hubieran existido los otros –al menos, no con la grandeza que demostraron–. Dicho de otro modo: Lenard simplemente proporcionó al resto de científicos de la época una herramienta experimental, ¡pero qué herramienta!

Phillip Lenard
Philipp Lenard (1862-1947) (dominio público).

Además, Lenard es un caso especial porque es difícil –al menos, para mí– no rechazarlo como persona, y nos ayuda a distinguir nuestros afectos personales del reconocimiento objetivo a los méritos de cada uno. A mí, personalmente, me cae como una patada en la espinilla, y si lo conoces a través de este artículo es probable que acabes sintiéndote como yo, porque no puedo escribir sobre él sin que se me note; espero que este párrafo sirva, por cierto, como aviso de que no podré ser completamente objetivo al hablar de este pájaro. Si llevas tiempo con nosotros tal vez esto te sorprenda, ya que casi siempre parece que adoro a cada científico del que hablamos aquí, y es cierto que muchos de ellos son personalmente admirables… pero no en el caso de hoy.

Es más, cuando Philipp comete errores de bulto no puedo evitar una sonrisa maliciosa, y cuando sucede lo que más le fastidia (y sucederá en este mismo artículo), me gustaría poder hacerle burla: pero nada cambia el hecho de que gracias a su tesón y su ingenio la Ciencia, con mayúsculas, avanzó considerablemente en el cambio de siglo, y por ello tiene mi agradecimiento por mal que me caiga y por denostables que sean algunas de sus otras acciones.

Irónicamente –hay muchas ironías en la historia de Lenard– su descubrimiento es anterior a otros que hemos estudiado en esta misma serie y que recibieron el Nobel antes que éste, como es el caso de los rayos X de Röntgen. No sólo eso, sino que aquel descubrimiento tal vez no se hubiera producido sin el de Lenard; es como si el orden de las cosas se invirtiera, y no sé bien por qué esto sucedió así. De modo que, para conocer la historia del Premio de hoy, tenemos que retroceder bastante en el tiempo.

En esta entrega sobre los Premios Nobel no va a haber una segunda parte divulgativa, porque el Premio del año siguiente explica lo que el de 1905 no pudo explicar… y te reventaría la sorpresa si cuento toda la historia. Pero, a cambio, te espera un artículo más largo de lo normal ahora mismo, ya que unas cosas llevan a otras con esto de los rayos catódicos y no he podido ser conciso. Así que espero que una cosa compense la otra y puedas esperar hasta la siguiente entrega para escudriñar los secretos de estos extraños rayos, cuya historia empieza hace siglos.

Desde principios del siglo XVIII se conocía un hecho curioso: al sacar la mayor parte del aire de un recipiente herméticamente cerrado usando una bomba de vacío, el comportamiento eléctrico dentro del recipiente cambiaba. Las chispas electrostáticas producidas con electrodos parecían alcanzar una mayor longitud que fuera del recipiente, tanto mayor cuanto más aire se sacaba de él. Desde luego, esto, como tantas otras cosas relacionadas con la electricidad, era un misterio y harían falta siglos para comprender la razón; pero era algo lo suficientemente interesante como para que los científicos de décadas (y siglos) posteriores siguieran jugueteando con tubos de vidrio en los que hacían el vacío todo lo que podían y luego realizaban experimentos eléctricos dentro. Y, según lo hacían, se daban cuenta de que las cosas eran muy, muy raras.

Según la tecnología avanzaba, era posible sacar más aire de dentro de estos tubos de vacío hechos de vidrio, de modo que la presión fuera más y más pequeña dentro. Cuando el genial Michael Faraday introdujo un par de electrodos dentro de uno de estos tubos con muy poco aire dentro, observó un extraño arco de luz dentro del tubo (algo que no sucedía si los electrodos estaban al aire). Sin embargo, Faraday no disponía de bombas lo suficientemente potentes para lograr aún menos presión, con lo que no pudo ver cosas aún más extrañas.

Tubo de Geissler
Tubo de Geissler (dominio público).

Los primeros “tubos de vacío modernos” fueron construidos por el alemán Heinrich Geissler en 1857, que no sólo fabricaba tubos de vidrio de una elegancia exquisita, sino que diseñó una bomba de vacío de mercurio que conseguía presiones mil veces menores que la atmosférica. ¿Qué hizo Geissler cuando tuvo uno de estos recipientes con una presión tan pequeña? ¡Pues meter electrodos dentro, claro! Introduciendo voltajes de unos 100 000 voltios, Geissler observó algo aún más espectacular que lo que había visto Faraday: una extraña luz fantasmal inundaba el tubo, aparentemente emitida por el poquísimo aire del interior. Imagina la sorpresa de los físicos de la época, y su curiosidad: ¿qué demonios estaba brillando en el tubo?

El siguiente avance, y el siguiente fenómeno aún más raro, lo observó unos años más tarde el británico Sir William Crookes, que fue capaz de conseguir presiones no mil veces más pequeñas que la atmosférica como Geissler, sino un millón de veces más pequeñas. Al hacerlo, el comportamiento eléctrico y luminoso del tubo cambió una vez más. Atención a lo (para entonces) misteriosísimo del asunto: Crookes empezaba con un tubo con una presión similar a las de Geissler y electrodos con una diferencia de potencial similar, y observaba el mismo brillo fluorescente que había visto el alemán. Hasta aquí, todo normal.

Pero, entonces, Crookes activaba su bomba de vacío una vez más e iba sacando el poco aire que quedaba dentro del tubo de vidrio, y el brillo no sólo no se hacía más intenso, sino que el aire del tubo dejaba de brillar. Al principio, aparecía una pequeña zona oscura cerca del electrodo negativo, y según la presión descendía más y más, la zona oscura se extendía y el brillo iba desapareciendo hasta tener una oscuridad total, como si no hubiera nada raro sucediendo dentro del tubo –lo cual, en sí mismo, ya es bastante peculiar–. Pero, a la vez que el brillo general desaparecía, sucedía otra cosa diferente: el propio vidrio del extremo del tubo en el que estaba el electrodo positivo se ponía a brillar. Era como si el brillo que antes era general ahora se hubiera concentrado en el final del tubo, y no en el aire de dentro (ya casi no había nada), sino en la propia pared. Vamos, para darse a la bebida.

Tubo de Crookes con cruz de Malta
Tubo de Crookes con cruz de Malta (dominio público).

En poco tiempo se construyeron muchísimas versiones diferentes de los tubos de Crookes para intentar mostrar qué propiedades tenían. Para empezar, si se pintaba la cara interior del tubo con determinadas sustancias, como sulfuro de zinc, el brillo se hacía mucho más intenso; esto era curioso, pero no tan interesante como otras propiedades del extraño brillo. En 1869, Juliusz Plücker añadió un pequeño mecanismo al interior de los tubos: una cruz de Malta hecha de metal, que podía levantarse o plegarse, tapando parte del tubo o no. Cuando la cruz estaba levantada, entonces no todo el extremo del tubo brillaba, sino que había una sombra… ¡una sombra en forma de cruz de Malta! Al cabo de unos segundos, el brillo iba disminuyendo (esto sucedía siempre en estos experimentos, como si el material “se cansara” de emitir luz) pero, si se plegaba la cruz, lo que antes era una sombra ahora, al no haber brillado antes, mostraba una luminosidad mayor que el resto del tubo. Lo bueno es que, aunque mi explicación sea pobre, aquí tienes un vídeo de lo que sucede:

A los científicos de la época, como supongo que a ti, no les quedaban demasiadas dudas sobre algunos aspectos de este experimento, pero sí sobre otros. Parecía claro que “algo” estaba siendo emitido por el polo negativo (el cátodo), y que ese “algo” se transmitía en línea recta en forma de rayos, pues la cruz se interponía en su camino y dejaba una sombra detrás. De ahí que este “algo” recibiera el ambiguo nombre de rayos catódicos, propuesto por el alemán Eugen Goldstein en 1876.

Estos rayos impactaban sobre la pared impregnada de sulfuro de zinc y producían la fluorescencia durante un tiempo; al retirar la cruz, se exponía sulfuro de zinc “sin usar” a la emisión, de modo que el brillo fluorescente de lo que antes era la sombra era más intenso que alrededor. Una explicación razonablemente sencilla… pero no olvidemos al elefante en la habitación: ¿Qué rayos era ese “algo”? ¿Qué estaba siendo emitido por el electrodo negativo? ¿Qué eran realmente los rayos catódicos?

Hacía falta realizar muchos experimentos para determinar sus propiedades, pero desde muy pronto surgieron dos hipótesis sobre la naturaleza de los rayos catódicos. La mayor parte de los físicos alemanes, entre ellos Heinrich Hertz, el propio Goldstein y Eilhard Wiedemann, pensaban que los rayos catódicos eran vibraciones del éter –en términos modernos, ondas electromagnéticas–. Los científicos británicos, en su mayor parte, opinaban de manera diferente: creían que estos misteriosos rayos no eran ondulatorios, sino que se trataba de átomos cargados, es decir, materia; entre éstos estaban el propio Crookes, Cromwell Varley o el ínclito J. J. Thomson (de quien hablaremos más en detalle en el Nobel del siguiente año).

Ahí es donde entra en escena, por fin, el científico de hoy, Lenard, que era por entonces ayudante de Hertz. De no haber sido así, probablemente Lenard no hubiera conseguido el Nobel (aunque nunca se sabe, claro), ya que la clave de su éxito fue seguir el consejo de su mentor. Tanto Hertz como Lenard estaban frustrados por el hecho de que los rayos catódicos estaban, por así decirlo, “confinados” dentro de los tubos de vidrio. ¿No sería más fácil experimentar con ellos si fuera posible sacarlos del tubo e interaccionar con ellos en el propio laboratorio, fuera del recipiente de vidrio? A ese empeño se dedicó por tanto Lenard.

Heinrich Hertz
Heinrich Hertz (1857-1894) (dominio público).

El alemán era partidario de la hipótesis ondulatoria, en gran parte porque era la hipótesis de sus compatriotas (y los británicos le caían bastante gordos): pensaba que los rayos catódicos eran una forma de radiación electromagńetica. El vidrio es opaco a muchas de esas ondas, de modo que el primer intento de Lenard fue hacer que el extremo del tubo sobre el que impactaban los rayos catódicos no estuviera hecho de vidrio, sino de cuarzo, ya que el cuarzo es una sustancia de gran transparencia para muchas radiaciones electromagnéticas. Sin embargo, el intento no funcionó: el cuarzo detenía los rayos catódicos tan tozudamente como el vidrio.

El siguiente intento sí fue exitoso, y tuvo lugar en 1892. Hertz había descubierto ya que los rayos catódicos eran capaces de atravesar el metal, si se trataba de una capa suficientemente fina. De modo que Lenard empezó a experimentar, hasta lograr capas lo suficientemente finas como para que los rayos pudieran atravesar el metal, pero lo suficientemente resistentes como para resistir la diferencia de presión entre el interior del tubo (en el que apenas había aire) y el exterior (que estaba a presión atmosférica, claro). No era posible lograrlo con una superficie grande, pero finalmente el científico consiguió crear una pequeña “ventana de aluminio” en el extremo del tubo, haciendo un pequeño agujero en el vidrio y cubriéndolo con varias finísimas capas de metal. Cuando puso unas sales de fósforo frente al aluminio pero fuera del tubo, y lo encendió, las sales brillaron con luz fluorescente… los rayos habían salido del tubo de Crookes. En palabras del propio Lenard,

Me resultó claro que se acababa de abrir un nuevo y vasto campo de investigación ante mí, un campo que no sólo abarcaba fenómenos nunca vistos, sino que también prometía un inmenso paso adelante hacia lo desconocido.

Simplemente observando lo que sucedía cuando los rayos salían del tubo, Lenard comprobó un par de cosas importantes: una, que los rayos catódicos eran invisibles al ojo humano. Sí, como cualquier científico de la época, el alemán se exponía a fenómenos desconocidos con aparente desprecio por su seguridad, con lo que una de las primeras cosas que hizo al conseguir sacar rayos del tubo fue mirar a través de la “ventana” de aluminio, para comprobar si veía algún tipo de luz que antes hubiera sido bloqueada por el vidrio o no… y no vio nada de nada. La segunda cosa era que no sólo los rayos podían escapar del tubo, sino que eran capaces de atravesar el aire de la habitación hasta llegar a las sales de fósforo. Eso sí, no llegaban muy lejos: unos 10 cm de aire eran suficientes para absorber los rayos completamente.

Lenard se dedicó entonces a construir tubos que generasen mayor intensidad de rayos, y a refinar las “ventanas” de aluminio, para lograr la mayor cantidad posible de lo que él pensaba era radiación electromagnética a través del metal, y así poder realizar experimentos lo más variados y precisos posibles con ellos:

Tubo de Lenard
Tubo de Lenard (dominio público).

Lenard realizó experimentos sobre la absorción de los rayos catódicos por distintas sustancias, y llegó a una conclusión curiosa. Mientras que los materiales absorben o no radiaciones electromagnéticas con gran variabilidad (dependiendo de la sustancia y del tipo de radiación), en el caso de los rayos catódicos todas las sustancias se comportaban igual: cuanto más densa la sustancia, más absorbía y peor la atravesaban los rayos. Naturalmente, como en el caso de cualquier otra absorción, cuanto más espesor, más absorción se producía, pero lo único propio del material que influía en la absorción parecía ser la densidad.

Puede que te estés preguntando entonces cómo es posible que las ventanas de Lenard estuvieran hechas de láminas metálicas, ¡cuando los metales no son precisamente ligeros en general! ¿No deberían ser bastante malos transmisores de los rayos catódicos? Pues es que sí lo son… para el mismo espesor que otras sustancias. El húngaro-alemán comprobó que lo que hacía que el vidrio no dejase pasar los rayos y las láminas de metal sí era simplemente que Lenard había conseguido láminas metálicas muy finas, más que las paredes de vidrio del tubo. Láminas igualmente finas de materiales más ligeros transmitían mucho mejor que los metales:

El resultado fue sorprendente. La gran multiplicidad de propiedades que asociamos con los distintos materiales que nos rodean desapareció. La única característica determinante era el peso de los materiales. Cualquier cosa con igual peso absorbía de manera idéntica, cualquier cosa más ligera absorbía menos, y siempre proporcionalmente al peso o la masa.

Sin embargo, aunque tal vez ahora (especialmente si tú, a diferencia de Lenard, sí que sabes qué diantres constituye los rayos catódicos) parezca obvio al escuchar este relato, a Lenard le seguía pareciendo que los rayos catódicos eran ondas del éter, como la luz. Esta hipótesis se vio reforzada, a ojos del físico, cuando hizo otro experimento en el que extrajo el aire de la habitación fuera del tubo. Cuanto menos aire había en la habitación, mejor se transmitían los rayos catódicos –algo nada sorprendente, dadas las características de la absorción que he mencionado antes– y cuando apenas había aire en la habitación los rayos la atravesaban sin problemas. La conclusión de Lenard fue, por tanto, que se trataba de “vibraciones del éter”, y no de ondas materiales como el sonido. Naturalmente, había otra posibilidad que también explicaba este comportamiento: la hipótesis corpuscular de Thomson y compañía… pero a Lenard no lo convencía.

Durante los siguientes años, el científico construyó mejores y mejores tubos con “ventana”. Y, aunque luego realizaría otros experimentos interesantes, en mi opinión la aportación más importante de Lenard se produjo en estos años, y hemos hablado de ella hace año y medio en El Tamiz. Como supongo que ya no recordarás (no era uno de los datos más importantes del artículo), al hablar del revolucionario descubrimiento de los rayos X por parte de Wilhelm Röntgen, decíamos:

El propio Röntgen se encontraba en un momento dado realizando experimentos con un tubo de Lenard, un tipo de tubo de generación de rayos catódicos diseñado por Philipp Lenard (del que hablaremos en esta misma serie dentro de unos cuantos artículos por esta misma razón).

Ahí lo tienes: como consecuencia de sus propias investigaciones, Lenard proporcionó a Röntgen el tubo “con ventana” que le permitió descubrir la misteriosa radiación X. Más que ninguno de los descubrimientos de Lenard –que era, en mi opinión, un buen experimentador pero no un buen teórico, de modo que sus experimentos eran ingeniosos pero sus conclusiones a menudo erróneas–, ésta es la principal aportación a la Ciencia de Lenard.

Esto no quiere decir que el alemán no hiciera nada más de interés en relación con los rayos catódicos; aunque no fuera genial, sí era un experimentador incansable. Tras mejorar los tubos que utilizaba, Lenard estudió otra propiedad muy curiosa de estas –supuestamente– ondas etéricas: eran desviadas por los imanes (sí, sí… ya sé que es otra pista de la verdadera naturaleza de los rayos, pero como he dicho, Lenard no era tan sagaz como Thomson). Tras realizar pruebas sobre la trayectoria de los rayos al desviarlos mediante imanes, Lenard llegó a la conclusión de que se trataba de algo con una inercia casi despreciable, unas mil veces menor que la del átomo más ligero conocido, el de hidrógeno.

De modo que esto reforzó su opinión de que no se trataba de partículas materiales con masa, sino de otra cosa; algo nuevo, no ya una onda electromagnética como sugirió Hertz y como pensaba antes el propio Lenard. A sus ojos, se trataba de electricidad sin masa, del propio fluido eléctrico:

Los rayos no son moléculas cargadas eléctricamente, sino simplemente electricidad en movimiento. Así, en los rayos catódicos hemos encontrado bajo nuestras mismas narices lo que nunca creímos que veríamos: electricidad sin masa, cargas eléctricas sin cuerpos eléctricos. En cierto sentido, hemos descubierto la electricidad en sí misma, algo cuya existencia o inexistencia y cuyas propiedades han confundido a los investigadores desde Gilbert y Franklin.

Desde luego, aunque Lenard “olía” de qué iba la cosa y realizó experimentos interesantes al respecto, su conclusión es fundamentalmente errónea, y el Nobel del siguiente año nos daría la respuesta correcta. Pero este mismo proceso sucedería de nuevo: experimentos interesantes, conclusión errónea y Nobel para otro científico que logró explicarlo.

Y a veces no puedo evitar alegrarme; como he dicho al principio, Lenard no me gusta personalmente (y digo esto con mucha más delicadeza de la que siento). Aunque no tan genial como Thomson o Einstein, se trataba de un individuo inteligente y capaz, pero políticamente era otra historia. Había nacido en Hungría, y en su juventud fue un ardiente nacionalista magiar y rechazaba de plano la influencia alemana. Sin embargo, tras ser rechazado en la Universidad de Budapest, acabó en la de Heidelberg. Obtuvo su doctorado en Alemania y allí permaneció el resto de su vida, y se volvió (como tantos otros “conversos” en distintos campos) un fanático defensor del país y su cultura. Ya sé que esto, en sí, no es objetivamente malo, pero espera un momento.

Aunque no sea tan grave como otras cosas que sucedieron después, parte del problema de Lenard como teórico es que no era objetivo; puede argüirse que esto nos pasa a todos, pero en su caso era flagrante. A Philipp no le gustaban demasiado las ideas de los físicos ingleses sobre los rayos catódicos, entre otras cosas, porque eran ingleses y no alemanes. Y también le sucedía lo contrario, claro: las ideas de Hertz y compañía le parecían más acertadas, además de por sus méritos objetivos, porque eran alemanes. Cuando finalmente Thomson explicó y demostró la verdadera naturaleza de los rayos, a Lenard tiene que haberle sentado como una patada en cierta parte… y me alegro. Si eres tamicero añejo, conoces mi obsesión por ser capaces de distinguir afectos de hechos, discutir amable y razonadamente sobre las cosas aun sin estar de acuerdo, y todo lo demás que Lenard, desgraciadamente, no hacía, ya que le importaba bastante quién decía las cosas, y no sólo qué decían.

Pero ésa no sería la peor decepción para él porque, como digo, la historia se repetiría y con más dolor aún para el húngaro-alemán. El caso es que se había observado que los rayos catódicos no sólo eran emitidos en los tubos de descarga de Crookes, sino que también se producían en unas circunstancias muy extrañas: al hacer incidir radiación ultravioleta contra ciertos metales, en lo que se denominó efecto fotoeléctrico. Cuando Lenard se puso a realizar detallados experimentos al respecto, observó que todo era bastante raro, ya que el hecho de que salieran rayos catódicos o no no tenía nada que ver con la intensidad de la radiación, sino únicamente con su frecuencia. Y la velocidad de los rayos también dependía únicamente de la frecuencia… pero, sin embargo, la intensidad de la radiación influía en la de los rayos que salían del metal.

Lenard creyó haber encontrado la explicación:

También he descubierto que la velocidad es independiente de la intensidad de la luz ultravioleta, y he llegado así a la conclusión de que la energía de escape no proviene de la luz en absoluto, sino del interior del átomo en cuestión. La luz sólo tiene una acción de iniciador, como el percutor al disparar un arma cargada.

Pero esta explicación es deliciosamente errónea. Porque, si la radiación ultravioleta es simplemente el percutor, ¿por qué la velocidad de los rayos aumenta con la frecuencia? Por más fuerte que le des al percutor de un arma, si la energía liberada en el disparo no proviene del percutor sino de la pólvora, la bala no sale más rápido. Lenard se equivocaba, y le pasó lo peor que podía haberle pasado: la explicación correcta no la daría un inglés, sino alguien aún peor para Philipp, ¡nada menos que un judío! De hecho, si eres fiel seguidor de El Tamiz ya sabes cuál es esa explicación, y Einstein obtuvo su propio Premio Nobel por ello, al explicar con una elegancia de la que Lenard nunca hubiera sido capaz el efecto fotoeléctrico. No puedo imaginar la cara de Philipp cuando, en 1921, le contasen que Einstein había obtenido el Nobel por explicar lo que él no pudo.

Discurso de Philipp Lenard
Discurso de Lenard en la Universidad de Heidelberg (dominio público).

Porque ahí está la base de mi rechazo personal a Lenard. Despreciar, como despreciaba, a los físicos ingleses, es algo triste (más aún cuando eran mejores teóricos que él), pero Lenard fue mucho más allá en su irracionalidad política. Se unió al partido Nazi, y fue uno de los fundadores del despreciable movimiento de la Deutsche Physik que menospreciaba no sólo el modo de hacer física en otros lugares, sino especialmente la Jüdische Physik, la “física judía” de Einstein y otros. Los partidarios de este estúpido movimiento hostigaron sin piedad, además, a cualquier físico alemán no judío que, utilizando su raciocinio y careciendo de los ridículos prejuicios de estos individuos, estuviese de acuerdo o aceptase las ideas de los “físicos judíos”. Así sufrieron los llamados “judíos blancos”, como Sommerfeld, Heisenberg, Planck… los que tenían la suficiente objetividad para aceptar o rechazar una idea científica sin mirar quién la había sugerido antes.

Naturalmente, mientras Lenard aún vivía, la física de Einstein, Heisenberg y compañía, la más despreciada por él, revolucionaría la ciencia con la cuántica y la relatividad. El propio Lenard perdió su puesto emérito en la Universidad de Heidelberg en 1945, cuando Alemania perdió la Segunda Guerra Mundial y él tenía 83 años, pero ya había visto casi todos sus sueños políticos caer uno tras otro. Afortunadamente.

¡Ah, pero aquí viene la otra cara de la moneda! Independientemente de la personalidad e ideas políticas de Philipp Lenard, su calidad como experimentador es indiscutible. Tal vez Einstein no hubiera podido explicar el efecto fotoeléctrico si Lenard no hubiera dispuesto todos los datos empíricos antes; tal vez Röntgen no hubiera descubierto los rayos X sin su tubo de Lenard. La Física, con mayúsculas, avanzó gracias a él; de modo que (si estás de acuerdo conmigo en cuanto a lo personal, claro), despreciemos el lado personal, pero reconozcamos el mérito científico de Lenard.

Así lo hizo, mucho antes de que los episodios más deleznables de la vida de Lenard tuvieran lugar, el día 10 de diciembre de 1905, la Real Academia Sueca de las Ciencias, cuando su Presidente, A. Lindstedt, se aclaró la garganta y anunció:

Su Majestad, Sus Altezas Reales, damas y caballeros.

La Real Academia Sueca de las Ciencias ha decidido otorgar el Premio Nobel de Física de este año al Dr. Philipp Lenard, Catedrático en la Universidad de Kiel, por su importante trabajo con los rayos catódicos.

El descubrimiento de los rayos catódicos constituye el primer eslabón en la cadena de brillantes descubrimientos con los que los nombres de Röntgen, Becquerel y Curie están conectados. El descubrimiento en sí fue realizado por Hittorf en 1869 y por lo tanto corresponde a un período anterior al que la Fundación Nobel puede tomar en cuenta. Sin embargo, el reconocimiento que Lenard ha conseguido por su desarrollo posterior del descubrimiento de Hittorf (y que va ganando importancia con el tiempo) muestra que él también merece la misma recompensa que varios de sus sucesores han conseguido por logros de una naturaleza similar.

Los rayos catódicos son un fenómeno que se produce cuando se produce una descarga eléctrica en un gas rarificado1. Si se conduce una corriente eléctrica a través de un tubo de vidrio que contiene gas rarificado, aparecen ciertos fenómenos de radiación en el gas y alrededor de los cables o polos a través de los que circula la corriente. Estos fenómenos tienen distinta forma y naturaleza si el gas se rarifica aún más el gas. Cuando la presión es suficientemente baja, se emiten rayos desde el polo negativo, llamado “cátodo”, que son invisibles al ojo humano pero que pueden observarse a través de ciertos efectos peculiares. Esto se debe al hecho de que, cuando estos rayos inciden sobre las paredes del tubo de vidrio, o en otros obstáculos en su camino, hacen que éstos brillen o fluorezcan y son capaces de calentar hasta la incandescencia los objetos contra los que se dirigen. Como los rayos de la luz ordinaria, se propagan en línea recta, pero se diferencian de ellos en que pueden desviarse de su camino rectilíneo mediante un imán.

Las características generales de estos rayos catódicos se conocen desde hace mucho tiempo, aunque no con la profundidad suficiente como para discernir su verdadera naturaleza. Hace veinte años prevalecían dos conceptos básicamente diferentes. De acuerdo con uno de ellos, defendido principalmente por físicos alemanes, los rayos catódicos consistían, como los rayos de luz ordinaria, en un movimiento ondulatorio del éter. De acuerdo con el otro concepto, que era especialmente popular entre los físicos ingleses, los rayos catódicos consistían en partículas que eran emitidas por el cátodo y que tenían carga eléctrica negativa. La decisión a favor de una u otra de estas teorías requería de resultados experimentales. Estos experimentos, sin embargo, eran difíciles por el hecho de que estaban restringidos a los fenómenos en el interior del tubo, ya que los rayos terminaban en la pared de éste. La cuestión de si podían existir o no fuera del tubo no tenía respuesta.

Éstas eran las circunstancias prevalecientes cuando Lenard comenzó su trabajo con los rayos catódicos en 1893. Empezó a partir de un hecho que había sido observado por su gran maestro, fallecido prematuramente, Heinrich Hertz: que estos rayos eran capaces de atravesar finas capas de metal que se introducían dentro del tubo de descarga. A sugerencia de Hertz, utilizó este hecho en un intento de sacar los rayos del tubo. Para ello empleó un tubo que no estaba hecho completamente de vidrio, sino que en un extremo terminaba en una lámina muy fina de aluminio. Cuando los rayos catódicos alcanzaron esta “ventana de aluminio” de Lenard, se observó que la atravesaban y continuaban su camino por el aire fuera del tubo. Esto constituyó un descubrimiento con las consecuencias más profundas, sobre todo en lo que al estudio de los fenómenos de radiación se refiere. Fue entonces posible estudiar los rayos catódicos bajo condiciones experimentales mucho más sencillas y convenientes, y también separar las condiciones necesarias para la producción de los rayos dentro del tubo de otras diferentes correspondientes al estudio de su propagación y otras características.

Lenard descubrió en primer lugar que los rayos que salían por la ventana de aluminio tenían las mismas características que se habían observado en los rayos dentro del tubo, es decir, que causan fluorescencia, pueden ser desviados por un imán, etc. Además, demostró que los rayos catódicos tienen ciertos efectos químicos, como la impresión de placas fotográficas, la creación de ozono en el aire, la conversión de gases en conductores mediante la llamada ionización, etc. También se descubrió que estos rayos son capaces de pasar sin impedimento por el espacio vacío, pero en los gases están sometidos a la difusión, que aumenta con la densidad del gas; y, además, que los cuerpos en general difieren unos de otros en su permeabilidad, ya que su poder de absorción tiene una relación directa con su densidad. Los rayos catódicos resultaron ser portadore de carga eléctrica negativa incluso en el espacio vacío, y podían ser desviados de su camino por campos eléctricos y magnéticos. Finalmente, Lenard mostró que hay varios tipos de rayos catódicos diferentes, que se distinguen unos de otros entre otras cosas por el hecho de que son desviados más o menos por los imanes. También descubrió que la formación de un tipo de rayos u otro depende del grado de rarificación del gas dentro del tubo de descarga.

Cuando Lenard comenzó su trabajo con los rayos catódicos, atacó el problema de su naturaleza desde el punto de vista alemán mencionado antes, mediante el que los rayos se explican como vibraciones del éter. A través de los resultados de su trabajo, que acabamos de describir brevemente, y en particular a través del descubrimiento de que los rayos catódicos son influenciados por los campos eléctricos, esta concepción se volvió insostenible. Se acercó entonces a la visión inglesa, postulada principalmente por Crookes, de que los rayos están compuestos de partículas emitidas por el cátodo y portadoras de carga eléctrica negativa. Desde entonces, sin embargo, esta teoría ha tenido que ser modificada en algunos detalles importantes para reconciliarla con fenómenos que han salido a la luz a través del trabajo de Lenard y otros. Se mostró, por ejemplo, que estas partículas emitidas, según Crookes, por el cátodo –los así llamados “electrones”– deben tener una masa considerablemente más pequeña que los átomos químicos, que la velocidad de estos electrones puede llegar a un tercio de la velocidad de la luz, pero que también existen rayos catódicos considerablemente más lentos: los distintos tipos de rayos catódicos pueden explicarse, de hecho, por las diferentes velocidades con las que son emitidos por el cátodo. En su trabajo más reciente, Lenard ha sido capaz de producir rayos catódicos con una velocidad relativamente baja, rayos formados por la influencia de luz ultravioleta sobre cuerpos cargados con electricidad negativa. Esto ha servido también para explicar un importante fenómeno observado por los experimentadores.

Las investigaciones de Lenard, de las que hemos realizado aquí sólo un breve resumen, han sido seguidas por una serie de estudios muy valiosos realizados por otros científicos. El desarrollo de una base teórica para la teoría de los electrones ha ido de la mano con el trabajo experimental. El estudio de los electrones, sus características y su comportamiento en relación con la materia ha recibido una base más firme a través de estos experimentos con rayos catódicos y se ha desarrollado gradualmente hasta convertirse en una de las teorías más avanzadas de la física moderna, gracias a Lenard y otros. Esta teoría es importante, de hecho, no sólo para la explicación de los rayos catódicos y otros fenómenos estrechamente relacionados – la teoría electrónica y sus ideas sobre la constitución de la materia se ha convertido de importancia fundamental para las ciencias de la electricidad y de la luz, tanto para el físico como para el químico.

Está claro que el trabajo de Lenard sobre los rayos catódicos no sólo ha enriquecido nuestro conocimiento sobre estos fenómenos, sino que además ha servido en muchos aspectos como una base para el desarrollo de la teoría electrónica. El descubrimiento de Lenard de que los rayos catódicos pueden existir fuera del tubo de descarga, en particular, ha abierto nuevos campos de investigación en la Física. Ha proporcionado un nuevo ímpetu a la búsqueda de otras fuentes hasta ahora desconocidas de rayos similares, y los descubrimientos revolucionarios de algunos ganadores anteriores del Premio Nobel –Röntgen, Becquerel y los dos Curie– y otros científicos posteriores pueden considerarse el fturo de este ímpetu, y eslabones en la historia del desarrollo de la propia Ciencia.

Por la importancia global del trabajo de Lenard, y por su valor científico y naturaleza pionera, la Real Academia Sueca de las Ciencias ha decidido otorgarle el Premio Nobel de Física de 1905.

El Cedazo – El  blog comunitario de El Tamiz

Para saber más:

  1. Es decir, con muy poca densidad []
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