Conoce tus elementos – El cinc
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Nota: Para quienes no estéis al tanto pero os guste aprender química, Álex Girón está empezando una breve serie sobre la tabla periódica en general en El Cedazo que promete ser interesante.
Nuestro recorrido por la tabla periódica en Conoce tus elementos continúa a través de la región de los metales de transición. En las últimas entregas de la serie hemos estudiado cuatro de los metales más importantes para nosotros: hierro, cobalto, níquel y cobre –ĺos elementos con 26, 27, 28 y 29 protones respectivamente–. Esto, naturalmente, no es casualidad. Aunque una gran proporción de todos los elementos existentes son metales de transición, las bases de nuestra civilización tecnológica se encuentran aquí, en las primeras “posiciones” dentro de este tipo de elementos. Si has seguido la serie hasta ahora estoy seguro de que entiendes las dos razones fundamentales.
Los metales son elementos maravillosos. Son capaces de formar redes de billones de átomos en las que algunos electrones pertenecen a toda la red y son capaces de moverse casi libremente por todo el metal con la consiguiente capacidad de transmitir energía térmica y corriente eléctrica. Estas redes, aunque suelen ser resistentes, son además flexibles, lo que convierte a los metales en elementos estructurales extraordinarios. Sin embargo, no todos los metales son iguales.
Los metales más “metálicos” –los que se encuentran en los dos primeros grupos de la tabla periódica, a la izquierda–, como el sodio, el potasio o el calcio, son tan reactivos que es casi imposible encontrarlos en estado puro. Además, incluso si podemos aislarlos de los compuestos que los contienen, no tendría sentido construir cables, vigas o máquinas con ellos, puesto que se oxidarían tan rápido que no durarían apenas tiempo en estado puro.
Sin embargo, un poco más allá –al entrar en la región media de la tabla– nos encontramos con metales más flexibles electrónicamente: no son tan ávidos como los alcalinos de librarse de sus electrones aunque sigan teniendo carácter metálico. Estos metales de transición son los que nos han permitido, como hemos visto a lo largo de los últimos artículos de la serie, construir rascacielos, aviones y ordenadores. Sin embargo, tampoco todos los metales de transición son iguales, y aquí está la clave de por qué hemos visto un puñado de metales conocidísimos de manera consecutiva.
Como también estoy convencido de que sabes a estas alturas, todos los elementos a excepción del hidrógeno se han formado en el interior de las estrellas a consecuencia de la fusión nuclear. Pero claro, no todas las estrellas son capaces de fusionar todos los elementos, ni pueden hacerlo a lo largo de toda su existencia: cuantos más protones tiene el átomo, menos frecuente es su producción estelar. De hecho, como vimos al hablar del hierro, cualquier elemento más pesado que él se forma mediante fusión únicamente durante la explosión de una supernova. También dentro de los elementos transférricos los hay más y menos comunes, claro: una vez más es menos probable la formación de elementos con más protones.
A consecuencia de todo esto, sólo un puñado de elementos reúnen las características necesarias para ser la base de nuestra tecnología metalúrgica: deben ser metales de transición para existir en forma metálica durante mucho tiempo, y deben ser relativamente ligeros para que haya una gran cantidad de ellos a nuestro alrededor. Por eso en esta primera fila de los metales de transición estamos encontrando tantos viejos conocidos como el cobre, el hierro… o el metal al que nos dedicaremos hoy, el elemento de treinta protones: el cinc.
Antes de seguir, una brevísima nota ortográfica: tanto zinc como cinc están aceptadas por la RAE, aunque se prefiere cinc porque se acomoda mejor a los patrones ortográficos. Si soy sincero, no sé por qué pero a mí me gusta más zinc; sin embargo, a lo largo de este artículo intentaré utilizar la versión preferida por la RAE.
Como veremos a lo largo del artículo, el cinc tiene un par de propiedades que lo convierten en un elemento realmente especial, y que han hecho de él otro de nuestros “aliados tecnológicos” a lo largo de los siglos: sus puntos de fusión y ebullición y su modo de reaccionar con los gases de la atmósfera. Pero vamos, como siempre, poco a poco.
Aunque no es, ni mucho menos, tan común como el hierro o el cobre, hay bastante cinc en las rocas de la corteza terrestre: una parte de cada 75 millones de la corteza es cinc. Normalmente no se encuentra él solo en los minerales que forma, sino mezclado con otros metales como el plomo o, más comúnmente, el cobre. Podríamos decir que la roca es un mineral de cobre u otro metal, con el cinc como “impureza”.
Desde luego, dada su reactividad, lo que no se encuentra nunca es cinc puro. Electrónicamente se parece bastante al magnesio, y como veremos tiene algunas propiedades parecidas a aquel metal –aunque, al ser de transición, no es tan reactivo como él–. Como el magnesio, el estado de oxidación más común del cinc es +2, es decir, para alcanzar la estabilidad electrónica, el cinc necesita deshacerse de dos electrones.
Creo que para un conocedor de los elementos veterano estas características deberían ser suficientes para poder predecir nuestra relación primitiva con el cinc: lo empleamos durante bastante tiempo sin saber que estaba ahí. El caso del cinc es interesante porque constituye un caso intermedio entre los elementos conocidos desde siempre y los descubiertos en la “fiebre” de los siglos XVIII y XIX. De hecho, resulta muy difícil señalar con exactitud cuándo lo descubrimos: parece haber sido algo borroso y gradual.
Puesto que forma parte de rocas con otro metal “principal” más abundante, durante milenios el cinc fue obtenido conjuntamente con otros metales en forma de aleación –casi siempre cobre–. En muchos casos ni siquiera se sabía que estaba ahí: si el contenido en cinc era muy pequeño ni siquiera se distinguía de cobre normal, y si era algo más grande se pensaba que era un cobre especial, pero cobre al fin y al cabo. Dado que ni siquiera existía el concepto moderno de elemento químico, era difícil comprender lo que estaba pasando realmente.
Como digo, la forma más común de obtener este metal –al principio inadvertidamente– era como una aleación de cobre y cinc, es decir, como latón natural. Si el contenido en cinc es inferior al 12% no es fácil distinguir el latón del cobre, pero si hay más proporción de cinc el color de la aleación cambia del rojizo del cobre a un tono dorado que es fácilmente identificable –y puede incluso confundirse con el oro si uno no se fija en nada más–.
Tuba de latón (dominio público).
Puedes imaginar que el descubrimiento de rocas con un alto contenido en cinc y, por tanto, capaces de producir una especie de cobre dorado, sería un acontecimiento en la época –aunque a mí, como he dicho alguna vez, me gusta más el color rojizo del cobre, pero bueno–. Además, el latón es más maleable que el cobre, con lo que es más fácil de trabajar, y se oxida más lentamente.
Aquí la historia ya empieza a resultar confusa, y no he conseguido encontrar exactamente qué sabíamos del cinc en el primer milenio a.C. Al parecer los asirios mencionan el cobre de las montañas como metal diferente del cobre normal, y este cobre parecía tener un color dorado. Puede haber sido latón natural o tal vez una aleación de cobre y oro, no lo sabemos. El caso es que los griegos lo denominaron oreichalkos (cobre de las montañas), y los romanos lo adaptaron como aurichalcum –en castellano a veces oricalco–, cambiando las montañas por el oro y convirtiéndolo por tanto en algo así como cobre dorado.
Aunque no sabemos exactamente qué era el aurichalcum al principio –ámbar, cobre aleado con oro, cobre aleado con cinc, etc.–, con el tiempo el término acabó refiriéndose al latón natural o artificial. Y es que, en algún momento del primer milenio a.C., en alguna parte del Oriente Medio se empezó a exportar latón con un contenido en cinc lo suficientemente grande como para que estemos bastante seguros de que no podía ser natural.
Podrías pensar que es imposible fabricar latón artificial sin obtener antes cinc, pero el secreto de la obtención de latón en Oriente Medio era muy diferente. La clave de la cuestión se encuentra en una diferencia esencial entre el cobre y el cinc: los puntos de fusión y ebullición de cada uno.
Más concretamente, el cobre se funde a algo más de 1000 °C; por su parte, el cinc lo hace a una temperatura mucho menor, unos 420 °C, la más pequeña de todos los metales de transición excepto el mercurio y el cadmio. Pero lo interesante no es eso, sino el hecho de que la temperatura de ebullición del cinc es de unos 910 °C. ¡Esto significa que el cinc hierve antes de que el cobre se funda!
El secreto de la obtención primitiva de latón, por tanto, era el siguiente: se introducían en un horno rocas que contuvieran cinc y cobre y se elevaba la temperatura hasta algo más de 1000 °C. Al hacerlo, el cinc hervía y se convertía en vapor mientras el cobre se fundía y se convertía en líquido. Entonces, el cinc gaseoso se iba depositando sobre el cobre líquido y, al enfriarse la mezcla, se obtenía latón. Dependiendo del tipo y proporción de rocas empleadas era posible producir latón con mayor o menor concentración de cinc. Roma, la India, China… todas las civilizaciones del primer milenio d.C. producían latón básicamente del mismo modo.
Lo curioso del asunto, claro, es que como todo sucedía en el interior del horno, nadie veía nunca el cinc: lo empleaban para formar una aleación sin conocer su misma existencia. Tenemos algunas menciones de una falsa plata que producía latón al añadirse al cobre; el historiador griego Teopompo habla de esto en el siglo IV, y esta falsa plata seguramente era cinc aleado con alguna otra cosa, pero el reconocimiento del cinc como metal específico aún tendría que esperar siglos.
La roca más comúnmente empleada durante más de un milenio para producir cinc de este modo se conocía como calamina. Posteriormente, tras el nacimiento de la Química moderna, se descubrió que se daba el nombre de calamina a dos minerales con una composición química diferente, aunque ambos contenían cinc, claro. Se trataba de smithsonita (ZnCO3) y hemimorfita (Zn4Si2O7(OH)2·H2O), un carbonato y un silicato de cinc respectivamente.
Aunque nuestro eurocentrismo suele dar como descubridor del cinc metálico a Andreas Marggraf –de él hablaremos en un momento–, parece que la metalurgia india ya había logrado obtener el metal impuro unos cuantos siglos antes, hacia el siglo XIV, a partir de la calamina. De hecho, durante unos cuantos siglos el cinc empleado en Europa procedía en su mayor parte de la India. Tanto es así que uno de los muchos nombres de este metal en el Renacimiento europeo era estaño indio.
El responsable de dar el nombre moderno del cinc fue un viejo conocido de El Tamiz, Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim, más conocido como Paracelso. En su Liber Mineralium, este arrogante personaje se refiere al metal como zinken. No sabemos exactamente por qué: puede ser a partir del nombre del estaño en alemán, zinn, o puede ser por la forma de aguja de los cristales de cinc metálico, ya que en alemán zinke significa también púa.
El caso es que en la época de Paracelso y los dos siglos posteriores el cinc era conocido, y era posible obtenerlo a partir de la calamina, pero no se hacía en grandes cantidades ni con gran pureza. Tampoco nos cabe duda de que varios químicos del siglo XVIII lo obtuvieron en distintos momentos, de manera que dar un nombre concreto al primero en aislar cinc es absurdo; sin embargo, suele considerarse a Andreas Marggraf el descubridor del cinc en 1746, creo que porque su método se convirtió pocos años más tarde en la forma de obtener cinc de manera industrial. Tras Marggraf, el precio del cinc disminuyó mucho y fue posible emplearlo para muchos más usos que antes.
Lo que el alemán se encontró al aislar cinc casi puro sería algo parecido a esto, es decir, la apariencia típica de un metal de transición:
Naturalmente, uno de los principales usos del cinc desde el principio fue la producción de latón, pero eso fue cambiando con el tiempo. Por una parte, el proceso de Marggraf y otros posteriores más eficaces aún nos proporcionaron grandes cantidades de cinc a un precio razonable; por otra, al experimentar con él fuimos descubriendo propiedades que lo hacían muy útil.
El cinc, como el magnesio, se oxida bastante rápido en contacto con el aire: mucho más, por ejemplo, que el hierro. Sin embargo, un trozo de cinc tarda bastante en oxidarse completamente. La razón es una pequeña cadena de reacciones químicas que involucran tres gases presentes en el aire (oxígeno, agua y dióxido de carbono):
En primer lugar, el cinc reacciona con el O2 formando óxido de zinc: 2Zn + O2 → 2ZnO. Pero el óxido de cinc, a su vez, reacciona con el vapor de agua presente en el aire para formar hidróxido de cinc: ZnO + H2O → Zn(HO)2. Finalmente, el hidróxido de cinc reacciona con el dióxido de carbono también presente en el aire para formar carbonato de cinc, la misma molécula que forma la smithsonita: Zn(HO)2 + CO2 → ZnCO3 + H2O.
Y el carbonato de cinc resiste muy bien la corrosión, es muy impermeable y forma por tanto una capa “protectora” que evita la oxidación del cinc que hay debajo. Si se quiebra algún trozo de esta protección pero sigue habiendo cinc debajo, el metal sufre el mismo proceso y forma a su vez una capa protectora de carbonato de cinc. Naturalmente esto no dura siempre: al final todo el pedazo de cinc sufre el mismo destino, pero tarda muchísimo tiempo en hacerlo.
Esta doble propiedad –la avidez de electrones unida a la formación de una capa protectora– convirtieron al cinc en un metal muy útil gracias a los experimentos realizados por Alessandro Volta y otros en el cambio de siglo XVIII-XIX. Era posible introducir un trozo de hierro o acero en una disolución con iones de cinc, Zn2+, de modo que el trozo de hierro fuera uno de los electrodos de una pila. Poco a poco, el cinc se iba depositando sobre el hierro o acero, formando una capa fina al principio pero que se iba haciendo gradualmente más espesa.
El proceso recibió el nombre de galvanización, en honor a Luigi Galvani –amigo de Alessandro Volta–, quien realizó famosos experimentos con electricidad y patas de rana que seguramente conoces. Galvani no tuvo nada que ver con el cinc, pero el proceso ha mantenido su nombre hasta hoy.
Lo bueno de todo esto era que, por un lado, se tenía un trozo de metal mucho más resistente que el propio cinc, pero por otro lado la superficie de ese metal soportaba mucho mejor la exposición al aire y se oxidaba muy lentamente. Todo esto combinado con el precio del cinc tras el desarrollo del proceso Marggraf y similares hizo que la producción mundial de cinc se disparase a partir de principios del siglo XIX.
Posteriormente se desarrolló una manera de depositar cinc sobre acero o hierro en mayor cantidad y más rápido, utilizando la otra característica peculiar del cinc que hemos mencionado al principio del artículo: su baja temperatura de fusión. Aunque la temperatura exacta depende de la composición del acero, esta aleación suele fundirse a partir de 1300 °C, pero el cinc, como hemos visto ya, se derrite a unos 420 °C. Es posible, por lo tanto, tomar una pieza de acero e introducirla en un baño de cinc fundido sin temor de que el acero se ablande. Al sacarlo luego del baño y enfriarlo, el cinc se solidifica de nuevo y forma una capa protectora sobre él.
De hecho, estoy convencido de que has visto piezas cubiertas de este modo: según el cinc se enfría, va formando pequeños cristales sobre el acero. Si el enfriamiento es rápido, ninguno de estos cristales alcanzan un gran tamaño, con lo que el aspecto del trozo de metal es indistinguible del acero normal; sin embargo, si el enfriamiento es lento y se forman cristales mayores, es posible ver la separación entre ellos, y la textura del trozo de metal es algo así:
Acero galvanizado (dominio público).
Tan útil se ha hecho la galvanización con el paso del tiempo que más de la mitad del cinc extraído de las minas en la actualidad se utiliza para este fin. Del resto, casi la mitad se emplea en aleaciones formando parte de aceros. Como puedes ver, poco queda ya del uso primitivo del cinc para producir latón: sólo una sexta parte del cinc termina formando parte de latones y bronces.
El cinc es, además, esencial para nuestra biología –y no sólo la nuestra sino la de casi todos los seres vivos–. Ya hemos visto en anteriores entregas de esta misma serie que multitud de enzimas utilizan átomos metálicos para funcionar, y es ésa una de las razones fundamentales por las que varios oligoelementos necesarios para la vida son metales. El hierro es el que necesitamos en mayor abundancia, desde luego, pero el cinc ocupa el segundo lugar tras él: tu cuerpo contiene alrededor de tres gramos de cinc.
La enzima anhidrasa carbónica, con el átomo de cinc en el centro (dominio público).
Dado que forma parte de unas cien enzimas diferentes, además de muchas otras proteínas, nos es imposible vivir sin este metal. La carencia de cinc produce muchas enfermedades crónicas –tanto más graves cuanto mayor es el déficit y cuanto más tiempo dura, claro–, pero afortunadamente el cinc es tan necesario para otros seres vivos que no es fácil, con una dieta equilibrada, carecer de él: casi cualquier cosa que comas tiene pequeñas cantidades de cinc.
Sin embargo, el exceso de cinc también es peligroso: interfiere con la absorción de otros metales esenciales como el hierro o el cobre. Además, si se ingiere cinc, éste se disuelve en el estómago y reacciona con el ácido clorhídrico para formar cloruro de cinc e hidrógeno, y el cloruro de cinc (ZnCl2) es tan corrosivo que puede llegar a dañar la mucosa gástrica. Dado que algunas monedas contienen cinc –aunque las monedas del euro no tienen demasiado– no es conveniente tragarse ninguna, especialmente algunas estadounidenses que son cinc casi puro.
Moneda estadounidense de un centavo, 97% cinc y 3% cobre, ¡ojo con tragársela! (dominio publico).
Y con este peligro tan relativo (que yo sepa, nadie va por ahí comiendo monedas sin ton ni son) abandonamos este metal, viejo compañero de fatigas, humilde pero utilísimo, para conocer otros más raros. En la próxima entrega de la serie, un metal aún más fácil de fundir: el elemento de 31 protones, el galio.
Para saber más (esp/ing cuando es posible):
The Conoce tus elementos – El cinc by Pedro Gómez-Esteban, unless otherwise expressly stated, is licensed under a Creative Commons Attribution-Noncommercial-No Derivative Works 2.5 Spain License.
Publicado por Pedro el Thursday, August 30, 2012, a las 10:37, y clasificado en Ciencia, Conoce tus elementos, Química.Sigue los comentarios de esta entrada con su RSS de comentarios.Puedes escribir un comentario o trackback desde tu blog.
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