2011 09 26
La edad de la Tierra. Una cuestión de energía. (I)
Algo que pareció haber resultado evidente incluso en tiempos muy primitivos es que o bien el Universo es una creación muy reciente o bien los humanos sólo hemos existido durante una muy pequeña fracción en la historia del universo. Ello es lógico, pues la especie humana ha ido mejorando de forma tan rápida en conocimientos y tecnología que si la gente hubiera estado desde hace mucho tiempo, nuestra especie presentaría avances mucho mayores en ciencia y tecnología, o tal vez, hubiéramos desatado una destrucción impresionante del hábitat. De esta forma la historia de la humanidad debió tener un principio y la forma en que llegamos aquí ha sido, pues, un enigma que nos ha acompañado durante toda nuestra historia. Innumerables son las teorías que planteó el hombre desde sus inicios como cazador-recolector para responder a la pregunta; los mitos son muchísimos y, ¿para qué negarlo?, las teorías científicas también.
Por ejemplo, según el libro judío del Génesis, Dios hizo todo lo que existe en seis días para, finalmente, hacer un par de personas: Adán y Eva. Teniendo en cuenta las historias que desde entonces son narradas en la Biblia hasta nuestros días, el obispo James Ussher (1581-1656), primado de Irlanda desde 1625 hasta 1656, situó el origen del Universo con una precisión extraordinaria: a las 9 de la mañana del 27 de octubre del 4004 AEC. Realmente un cálculo con una precisión bárbara, y precisamente esta precisión fue la que le dio verosimilitud a la hipótesis de Ussher dentro de la comunidad religiosa.
Pensándolo bien, seis mil años de historia humana no están nada mal, pero las investigaciones actuales dan al Universo una edad de trece mil setecientos millones (13.700.000.000) de años. Digamos, para no levantar asperezas, un poquito diferente a la propuesta por la Biblia según Ussher. Seguramente la fecha dada por este dedicado obispo irlandés demandó un gran trabajo de investigación sobre las Escrituras, pero la cifra actualmente aceptada realmente necesitó de mucho, pero mucho, mucho más trabajo. Hoy vamos a hablar de ello.
La escuela de Aristóteles, en la Grecia Clásica enseñaba, que los cielos son invariables. Debido a su invariabilidad, como corolario, deberían ser eternos. Pero la aparición de las novas en el cielo hablaba de sistemas estelares en constante cambio, y tal posibilidad de variación no llevaba a más sino a pensar en que existió un principio. Hablar del principio del Universo hubiera sido una tarea imposible si no se abordaba el problema desde un punto más cercano: nuestro sistema solar.
Al hablar del Sistema Solar, indudablemente tampoco podemos hablar de invariabilidad. Es decir: todos los planetas están en movimiento, incluso el Sol (que rota sobre su eje), en los planetas se presentan grandes vientos atmosféricos, y hay también colisiones titánicas como la famosa colisión SL-9 de un cometa con Júpiter. Sin embargo, a grandes rasgos, los movimientos dentro del sistema planetario son periódicos, y al parecer podrían permanecer de esa forma indefinidamente tanto si miramos al pasado como si miramos al futuro. Interesante deducción que podemos encontrar en mecánica Celeste, obra maestra de cinco tomos que le debemos al ilustre Marqués de Laplace, de quien hablamos en el artículo anterior. Sin embargo, aunque para la mecánica celeste de Laplace nada impedía que el sistema Solar fuese eterno, el concepto de eternidad, es decir, un infinito en el tiempo, resulta embarazoso en el pensamiento humano.
Si bien las observaciones del movimiento de los planetas nos pueden llevar a pensar en la factibilidad de la eternidad en el Sistema Solar, otras observaciones nos llevan inevitablemente a suponer lo contrario. Deberían pasar algunos años tras la muerte de Laplace para darnos cuenta de un fenómeno que explica en gran manera nuestra naturaleza. Una teoría desarrollada en la década de 1840-49 habla de la más potente de las leyes que gobiernan al Universo: la conservación de la Energía. Teoría conseguida gracias al trabajo de muchos hombres, pero formalizada elegantemente en 1847 por el físico alemán Hermann Ludwig Ferdinand von Helmholtz (1821-1894). La energía, en términos vulgares, puede interpretarse como lo que es necesario brindar a un cuerpo para hacerlo mover. El teorema de la conservación de la energía dice, pues, que ésta, en cualquier proceso, no se pierde ni se crea. Es decir, si queremos que un cuerpo se mueva, es necesaria una “fuente” de energía. Con fuente me quiero referir a “reservorio”. Es decir, un lugar del que se pueda extraer fácilmente energía aunque, por supuesto, ésta debe venir de algún lado. Venir, no crearse. Ahondaremos en este problema más adelante.
Al observar los cielos nos topamos con la “fuente” de energía más importante del Sistema Solar: el Sol. A diario es monstruosa la energía que desde él, a un ritmo descomunal, se transfiere al espacio en forma de luz. Energía de la cual llega una parte minúscula a la Tierra. A pesar de ser tan poca, es muchísimo mayor que la que necesitamos y, según lo que conocemos, con respecto a la energía total que sale del Sol, la que llega a la Tierra es prácticamente despreciable. Si miramos al futuro, a no ser que supongamos una reserva infinita de energía, podemos pensar que en algún momento, tarde o temprano, nuestro Sol se quedará sin reservas y, en pocas palabras, se apagará. Y si miramos al pasado, no hay más que pensar que el Sol debió nacer con una reserva de energía mucho mayor a la que tiene en estos momentos.
La energía es algo de lo cual nuestra sociedad se ha preocupado enormemente. Actualmente utilizamos combustibles fósiles, muchos de nosotros sin darnos cuenta de que tal energía fue almacenada hace mucho tiempo por animales y plantas que la obtuvieron del Sol.[1] La descomunal energía de los huracanes, capaz de levantar casas y árboles (y, por lo tanto, la energía del viento), asimismo proviene del calor suministrado por el Sol. De esta forma, la mayoría de la energía que utilizamos proviene de nuestro astro rey.
Helmholtz se dio cuenta de esta cuestión y se preguntó cuál sería la fuente de esa cantidad inmensa de energía que el Sol irradia de una forma pródiga. En la época de Helmholtz, la principal fuente de energía conocida era el carbón. En este caso, la energía obtenida se logra a expensas de la energía que, antes de la combustión, mantenía ligados a los átomos del carbón. De manera simplificada, los átomos libres poseen menor energía almacenada que los átomos ligados. El exceso de energía que ya no se emplea en los enlaces es emitido, entonces, en forma de luz y calor. Helmholtz conocía la cantidad de energía que típicamente se obtenía al quemar cierta cantidad de carbón y, teniendo las mediciones de la masa solar, vio que si éste se componía, por ejemplo, de carbón, el fuego resultante mantendría la actividad solar únicamente por unos cuantos miles de años. Estaba claro que el Sol estaba lejos de interrumpir su actividad, y para justificar aunque sea la fecha de Ussher era necesario buscar la fuente de energía en otra parte.
Otra fuente de energía diferente a los combustibles se había observado ya desde épocas inmemorables, no en el Sol sino también en la Tierra: el campo gravitatorio. Sabemos que un cuerpo que cae sobre la Tierra puede acumular una gran cantidad de energía, como por ejemplo ocurrió con el cometa caído en la región soviética de Tunguska en 1908, que al caer en la superficie tenía una energía estimada en la de varias bombas atómicas. Así puede verse la gran cantidad de energía que un campo gravitacional puede brindar.
Si tal es la energía de una roca cayendo a un cuerpo como la Tierra, debería ser sobremanera mayor la energía que proporcionaría la misma roca cayendo a un cuerpo con un millón de veces más fuerza, o sea, al Sol. Sin embargo, a pesar de que los meteoritos les caigan mal a muchos, no es justo proponerlos como víctimas para proveer al Sol de energía para poder broncearnos en Marbella.
Por otro lado, indudablemente el Sol no es víctima del bombardeo de meteoritos, pues son pocos los que vemos acercarse hacia él y la mayoría de los que lo hacen lo hacen debido a que describen una órbita excéntrica y no llegan a tocar siquiera la superficie del astro rey. Helmholtz conocía el gran potencial que tiene el campo gravitatorio, pero no creyó necesario hacer víctimas a los meteoritos. La teoría que proporcionaría una explicación que le pareció suficiente fue mostrada por Louis Joseph Gay-Lussac (1778-1850) referenciando trabajos de su compatriota Jacques Charles (1746-1823). Básicamente estos trabajos muestran que todo gas, al contraerse, aumenta su temperatura. Si te interesa profundizar en esta ley, te recomiendo o bien Wikipedia o mejor aún, la serie de termodinámica de Pedro. ¡Pero te entretengas mucho con eso y me dejes tirado el artículo, que se pone bueno!
Sigamos. Tomando la hipótesis nebular de Laplace y la ley de Charles-Gay-Lussac, Helmholtz se dio cuenta de que la contracción de la nube de gas hasta una masa esférica como lo es el Sol, por efectos de la fuerza de gravedad, sería suficiente para hacerlo llegar a temperaturas de incandescencia. Siguiendo con sus cálculos, pudo demostrar que en los 6000 años de historia desde los que tenemos referencia de civilización, emitiendo la cantidad de energía que emite, el Sol se habría contraído apenas unos 900 kilómetros, lo que, con respecto a un diámetro de 1.390.000 km, pueden considerarse insignificantes. En los 250 años de historia de la astronomía con telescopio hasta los tiempos de Helmholtz equivaldría a sólo 37 kilómetros, cantidad imperceptible incluso para los mejores telescopios de la época. De esta forma Helmholtz parecía responder la pregunta de la fuente de energía del Sol elegantemente. Por si acaso andas devanándote los sesos preguntándote “¿de dónde sale esa energía?” es fácil decirlo: del campo gravitatorio del Sol, que es quien lo hace contraerse… es como pensar en meteoritos cayendo en su superficie, pero de una manera no tan catastrófica.
Teniendo la velocidad de contracción que necesita el Sol para emitir la energía que emite, podemos extrapolar las cuentas mirando hacia el pasado. De esta forma, la velocidad de contracción de la nebulosa, según los cálculos De Helmholtz, debió ser tan lenta que al retroceder en el tiempo, la nube debió ocupar un tamaño como la órbita de la Tierra (momento en que, según la teoría de Laplace, se habría separado un anillo que dio origen a nuestro planeta) hace unos dieciocho millones de años (!). De esta forma se dio la primera aproximación, por argumentos científicos, a la edad de nuestro planeta.
Esta primera edad seguro que en tiempos de Ussher hubiera pecado por excesiva, pero el siglo XVIII fue un siglo de revolución de la ciencia, y no solamente en la física, sino en casi todas las áreas de conocimiento. Por ejemplo, en 1785, el geólogo escocés James Hutton (1726-1797), en su obra titulada Theory of the Earth (Teoría de la Tierra), estudió los cambios lentos que experimentaba la superficie terrestre, entre ellos el depósito de sedimentos y la erosión de las rocas. Pensando en que estos fenómenos se producían en el pasado al mismo ritmo que en la actualidad, pudo concluir que para dar origen a los espesos sedimentos y a la erosión observada en nuestro planeta, eran necesarios periodos de no sólo de millones, sino de hasta de cientos de millones de años. De esta forma, desde la geología, Hutton le dio a la Tierra una cota inferior a su edad que era por lo menos unos cuantos cientos de millones de años, cifra extremadamente superior a la propuesta posteriormente por Helmholtz desde la física.
Los trabajos de Hutton, en primera instancia, no recibieron un apoyo considerable. Pero la comunidad geológica no tardó en darse cuenta de la validez de tales argumentos. Éstas y otras tantas ideas que reforzaron la cifra fueron expuestas entre 1830 y 1833, por otro geólogo escocés, Charles Lyell (1797-1875), en “Principles of Geology (Principios de Geología), donde se exponían además plegamientos y otros cambios graduales de la Tierra. Estos fenómenos también sugerían una edad similar a la propuesta por Hutton. Unos meros 18.000.000 años parecían insuficientes para que la Tierra fuera como lo es actualmente.
Por otro lado, los biólogos, en el siglo XIX, de la mano del naturalista inglés Charles Darwin (1809-1882) en su famosísimo “Origen de las Especies”, sostenía que la fisionomía actual de los seres vivos era producto de una evolución propiciada por lo que él llamó selección natural. De esta forma, eran necesarios cambios lentos en los seres vivos durante varios millones de años para llegar a la diversidad actual, así como para las miles de especies de las que daban cuenta los yacimientos de fósiles. Para los biólogos, la cifra de Helmholz, de la misma forma, resultó también insuficiente. Las teorías de la biología y la geología no chocaban para nada con la física y podían considerarse muy válidas. ¿Cómo pudo superarse este inconveniente? ¿Cómo descubrimos el combustible del Sol? ¿Cómo dimos una cifra de la edad del sistema solar? Aguarden, he dejado, como siempre, lo mejor para la segunda parte. ¡No se la pierdan!
Nos vemos en el próximo artículo.
- Como reserva de energía, los combustibles fósiles son “fuentes” de ésta, en el sentido en el que hablamos en el artículo. [↩]
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