4 abr 2010

Inventos ingeniosos – El reloj (II) | El Tamiz

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El texto de Inventos ingeniosos – El reloj (II) , por Pedro Gómez-Esteban, salvo donde se mencione explícitamente, está publicado bajo Creative Commons Attribution-Noncommercial-No Derivative Works 2.5 Spain License.

Hace unos días empezamos a explorar juntos el origen e historia del reloj dentro de la serie Inventos ingeniosos. En esa primera parte recorrimos milenios, desde los albores de la Historia hasta la Edad Media. Como recordarás si leíste esa primera entrega, el máximo logro hasta aquel momento lo constituía la Clepsidra de Ctesibio, una maravilla de la relojería clásica, cuya precisión no sería superada hasta la Edad Moderna. Y la escasa precisión de la inmensa mayoría de los primitivos relojes era uno de sus dos principales problemas; como dijimos al terminar la primera parte del artículo, para superar las limitaciones de la época hacían falta dos avances tecnológicos fundamentales. Existía además un segundo problema menos importante que la precisión –la portabilidad–, pero éste sería resuelto más tarde y hablaremos de él en su momento.

El primero de los dos avances fundamentales fue el escape. Se trata de una de esas cosas –a diferencia del segundo avance– de las que no tenemos un nombre como inventor, ya que fue apareciendo en distintos lugares y épocas, en muchos casos de una forma tan discreta que no estamos siquiera seguros del momento exacto de su introducción en los relojes.

Dicho mal y pronto –y que me perdonen los expertos en el asunto– el escape es un sistema que convierte un movimiento continuo, rápido y potencialmente irregular en uno discreto, lento y bastante regular. Su aparición se debe a una necesidad que ya mencionamos en la primera entrega: es fácil conseguir un movimiento continuo, como el del agua a través de un agujero, pero difícil asegurar que ese movimiento se mantenga de forma regular en el tiempo cuando, por ejemplo, el nivel del agua va descendiendo.

La solución es hacer que el movimiento continuo que proporciona la energía al reloj mecánico (del agua o los pesos, en el caso de la Edad Media) sea, por sí mismo y si no hubiera interferencias, más rápido siempre que el ritmo que queremos mantener en el reloj, e introducir luego un sistema mecánico que no pueda ir más rápido que un límite establecido, movido por el agua o los pesos; ya sé que esto no es decir mucho pero hay muchas variantes, ¡paciencia!. Este paso conceptual es importante: hasta ahora, la fuente de energía del reloj era también quien regulaba el ritmo del aparato, es decir, la velocidad a la que el agua caía o los pesos descendían era la velocidad de funcionamiento del reloj. La desventaja de este simple sistema, y disculpa si me repito, es que ese ritmo no tiene por qué ser constante.

De modo que la clave de este paso consiste en desacoplar la fuente de energía del sistema que regula la velocidad del reloj. Esto puede conseguirse de muchísimas maneras, unas más complicadas que otras, y unas más precisas que otras –luego veremos la que, por fin, venció a la Clepsidra de Ctesibio–, pero todas se basan en la misma idea de frenar de manera repetida y discreta el movimiento continuo de la fuente de energía. Aunque con un fin diferente, creo que ver el siguiente vídeo debería darte la idea fundamental –independiente de su implementación concreta– tras el escape:

Evidentemente, si el flujo de agua no es muy rápido, lo que determina el tiempo entre bajadas y subidas del balancín es la velocidad del agua, pero si el flujo es rápido, entonces las bajadas y subidas no están limitadas por el flujo del agua sino por el tamaño, masa y estructura del propio balancín. Ésa es la clave de cualquier sistema de escape.

Seguramente los primeros escapes fueron sencillísimos y no consiguieron mucho respecto a los sistemas anteriores pero, como digo, no podemos dar un antes y un después concreto del escape. De hecho, sabemos que algunos mecanismos de la Grecia clásica ya disponían de algún tipo de escape primitivo, y también existen testimonios de sistemas similares en China, pero los primeros que consiguieron utilizar un escape para mejorar sensiblemente la precisión de sus antecesores sin él –excepción hecha de algunos casos concretos y especiales como el de Ctesibio– fueron apareciendo en Europa a finales del siglo XIII. Se trata de una época en la que los relojes mecánicos se van haciendo cada vez más grandes y complejos, y florecen por casi todo el continente los relojes de torre de las iglesias.

Desgraciadamente no sabemos exactamente cómo funcionaban muchos de ellos de forma directa, pero sí tenemos cosas como, por ejemplo, presupuestos de construcción o listas de materiales. Sabemos que a lo largo del siglo XIII se va produciendo una transición en los grandes relojes de iglesia desde la clepsidra a los relojes movidos por pesos. El astrónomo conocido como Roberto el Inglés menciona en un escrito 1271 que muchos relojeros europeos están tratando de diseñar un escape preciso, pero aún no lo han conseguido… pero claro, Robert podría no conocer avances de muchos sitios con los que no tuviera contacto.

Sí sabemos dos cosas: por un lado, que los presupuestos y los tiempos de construcción de relojes en catedrales, iglesias y abadías aumentan considerablemente a finales del siglo XIII, y que en 1327 existían sistemas de escape mecánico bastante bien logrados. Lo sabemos porque Richard de Wallingford construyó un reloj en ese año en la Abadía de St. Albans, en Inglaterra, y documentó su funcionamiento en un libro, Tractatus Horologii Astronomici (Tratado de relojes astronómicos). Su reloj disponía ya de un escape primitivo. A lo largo del siglo XIV, en las décadas posteriores al reloj de Wallingford, se construyeron docenas de relojes con escape en las torres de las iglesias europeas, ¡y aún funcionan algunos de ellos!

El tipo de escape más utilizado en esa época es de una sencillez y elegancia que escalofría. Se trata de los sistemas de escape a varilla, que se extendieron como la espuma en la segunda mitad del siglo XIV. La idea es la siguiente: un peso unido a una cuerda va descendiendo poco a poco, desenrollando la cuerda y haciendo girar un cilindro alrededor del cual está enrollada ésta. Si no hubiera nada más, el peso descendería muy rápido y haría girar el cilindro a gran velocidad… pero hay un escape. El cilindro está unido a una rueda dentada que gira con él, y la rueda es detenida de forma repetida por dos lengüetas unidas a un eje con pesos en los extremos:

Escape a varilla
Escape a varilla (imagen de dominio público).

Cuando la rueda es detenida por una lengüeta, el peso colgante sigue tratando de hacer girar la rueda, de modo que ésta empuja la lengüeta lejos de sí, lo cual hace que la segunda lengüeta se acerque y se enganche en los dientes de la rueda, deteniéndola; la rueda la empuja y la hace girar, de modo que la aleja de sí, pero entonces vuelve a su posición entre los dientes la primera lengüeta… y así sucesivamente. La rueda dentada, por mucho peso que cuelgue de ella, no puede girar más deprisa de lo que oscila el sistema de las lengüetas con los pesos en los extremos (y ésa es la clave del escape, al fin y al cabo).

Además, aunque nunca hayas visto funcionar esto, estás familiarizado con su consecuencia más evidente desde fuera del reloj: cada vez que una lengüeta detiene la rueda dentada interponiéndose entre los dientes, hace un “tic” (o un “clac”, o un “CLAC”, dependiendo del tamaño y material del que esté hecho todo, claro). El escape es, por fin, el comienzo del tic-tac de los relojes. Sin embargo, mi descripción es bastante pobre y no permite entender muy bien cómo funciona un escape de este tipo, pero afortunadamente hay muchos vídeos y animaciones del funcionamiento de este tipo de escapes, de modo que cuando los veas creo que te quedará bastante claro cómo funcionan.

Antes de nada, un par de versiones modernas de relojes de madera con escape a varilla. En éste puedes ver las dos lengüetas de madera, una arriba y otra abajo, alternándose en detener la rueda, que acaba empujando cada una y llevando la otra contra sí misma en el proceso, aunque no se vea muy de cerca:

Pero creo que la esencia del escape a varilla se comprende estupendamente con este segundo reloj de madera, en el que sí se ve el mecanismo muy claramente por cómo está construido. Aquí no hay lengüetas, sino simplemente una doble rueda dentada y una pieza de madera que es empujada a un lado y otro por la propia rueda; una vez más, el tamaño del brazo y los pesos a los lados –por la inercia que tienen– son quienes determinan cómo de rápido puede girar la rueda, es decir, el tiempo entre tic-tac:

Finalmente, un ejemplo de la época: el reloj mecánico aún en funcionamiento más antiguo del mundo del que tengo noticia. Fue instalado en la Catedral de Salisbury, en Inglaterra, alrededor de 1386, y como puedes ver el sistema sigue siendo el mismo, la inercia de los pesos espaciando el ritmo de giro:

En los tres siglos posteriores se realizaron dos mejoras fundamentales sobre los relojes como el de Salisbury. Por un lado, era posible obtener energía que no fuera potencial gravitatoria (de pesos o agua), utilizando la energía potencial elástica de un muelle. Al enrollar una lámina metálica arrollada en espiral, por ejemplo, se almacenaba energía que luego se liberaba cuando la lámina volvía a desenrollarse… sólo que no podía hacerlo muy rápidamente, claro, porque se topaba con un escape. La ventaja de los muelles era, naturalmente, que ocupaban muchísimo menos espacio que los pesos unidos a cuerdas como los de los relojes de las iglesias; fue posible entonces pensar en la miniaturización de los relojes, que ya no tendrían que ser grandes armatostes con enormes pesos colgando de cuerdas.

Pero, para eso, era necesario mejorar también el escape: el escape a varilla requería dos pesos razonablemente grandes en los extremos de la varilla. Sin embargo, el mismo concepto (un movimiento alternante debido a la inercia y empujado por la rueda dentada) podía mejorarse y hacerse más pequeño utilizando una rueda metálica cuya masa estuviera casi toda en el borde, una rueda de balance. La rueda tendría topes a uno y otro lado, o un muelle espiral como el que proporcionaba energía al reloj, de modo que girase en uno y otro sentido de forma alterna, como la barra del escape a varilla, pero de un modo mucho más compacto.

Naturalmente, dado el pequeño tamaño de estas ruedas en los relojes portátiles (al principio, de bolsillo, luego también de pulsera) hacía que oscilasen muchísimo más rápido que los grandes escapes a varilla anteriores. Aquí tienes un ejemplo:

Con el tiempo, los muelles y las ruedas de balance se fueron haciendo más y más precisos, y hoy en día algunos son de una precisión extraordinaria, aparte de ser mucho más baratos que entonces. Sin embargo, antes de que esa tecnología mejorase lo suficiente, alguien lograría batir el récord de precisión de Ctesibio utilizando un sistema bastante distinto: el péndulo.

Según Vincenzo Viviani, biógrafo de Galileo Galilei, la curiosidad del genial italiano se despertó al observar las oscilaciones de un candelabro en la Catedral de Pisa: el tiempo que tardaba en oscilar el candelabro no cambiaba cuando éste iba perdiendo energía y oscilando con una amplitud menor. Desde luego, hoy sabemos que esto sólo es cierto para oscilaciones pequeñas: si un péndulo oscila un ángulo muy grande, el período de oscilación sí varía con la amplitud, pero Galileo realizó experimentos con ángulos pequeños.

Piensa en la importancia de este hecho: un sistema oscilante con un tiempo de oscilación constante, ¡incluso aunque vaya perdiendo energía poco a poco! De hecho, es algo muy similar en cuanto a la esencia al escape de varilla, pero la naturaleza del péndulo hace que su frecuencia de oscilación sea mucho más precisa y constante que la de aquél, ya que el escape a varilla oscila ángulos enormes (unos 90-100°), mientras que los péndulos suelen oscilar un ángulo mucho mas pequeño (unos 5°), que garantiza la constancia del período. Hago énfasis en este hecho porue es común oír que la ventaja del péndulo es que es inherentemente más preciso, pero la razón de esa mayor precisión es que el ángulo es muchísimo menor en el caso del péndulo.

Reloj de péndulo de Galileo
Diseño del reloj de péndulo de Galileo, 1641 (imagen de dominio público).

Galileo, claro está, era un genio, y enseguida pensó en utilizar el péndulo para regular el escape de los relojes… pero no fue el primero en hacerlo. El que lo hizo fue otro genio: el holandés Christiaan Huygens en 1656. Éste mejoró el diseño del escape a varilla, manteniendo la rueda dentada y las dos lengüetas, pero en vez de hacer que éstas estuvieran unidas a un par de pesos en los extremos de la varilla, unió el eje de las lengüetas a un péndulo oscilante. El resultado: el reloj más preciso del mundo hasta entonces. Los relojes de escape a varilla tenían un error de unos 15 minutos por día; Huygens consiguió dividir este error por 60 y lograr 15 segundos por día. ¡Toma castaña! Los péndulos empezaron a extenderse por todo el mundo como setas, e incluso la mayor parte de los relojes ya existentes se modificaron para utilizar péndulos –afortunadamente, no todos, o no podríamos disfrutar ahora de maravillas como el de Salisbury–.

Reloj de péndulo de Huygens
Diseño del reloj de péndulo de Huygens, 1656 (imagen de dominio público).

Una vez más, se trataba de un hito en la historia de la relojería; una vez más, harían falta casi tres siglos para mejorar el diseño de Huygens de manera radical. Pero, como ya ha sucedido antes en este artículo, esto no quiere decir que no se realizasen mejoras graduales. La fundamental, que se extendió como la pólvora tras su invención, fue casi contemporánea del péndulo de Huygens, y no está muy claro quién fue su verdadero inventor –sospecho que más de uno simultáneamente–. Se trataba del escape de áncora, y es otra maravilla que, más allá de sus aplicaciones prácticas, supone un placer estético difícil de describir: hace falta verlo funcionar.

Escape de Graham
Animación de un escape de Graham.

Sí sabemos que el primero en construir un reloj con escape de áncora fue Joseph Knibb en 1670, en el reloj de Wadham College en la Universidad de Oxford. La idea es, una vez más, muy elegante y sencilla. Simplemente hace falta unir el péndulo oscilante a un áncora (por la forma que tiene, similar al ancla de los barcos) de dos brazos que se alternan enganchándose entre los dientes de la rueda. En muy poco tiempo se crearon variantes más precisas de la forma original, como el escape de Graham. Si comprendiste los anteriores escapes, el de áncora y sus variantes no debería presentar ninguna dificultad:

¿No es fantástico? Pero a lo largo del tiempo se fueron desarrollando muchos otros tipos de escape para los relojes de péndulo (aunque casi todos los modernos usan el de Graham). Aquí tienes uno de muchos construidos con piezas de Lego, basado en un diseño de Galileo:

Si vas a la página correspondiente en youtube, puedes explorar muchísimos otros diseños diferentes hechos también con Lego. Podría mirarlos horas…

Con los años siguieron apareciendo otros avances graduales, pero aún faltaba uno del que no suele hablarse a menudo: la accesibilidad a los relojes de precisión. Sí, los relojes de Huygens y compañía son maravillosos, pero los relojes mecánicos requieren, para tener cierta precisión, de una fabricación cuidadosísima y piezas minuciosamente confeccionadas. Como consecuencia, sólo quienes tenían grandes medios económicos podían disponer de relojes de precisión, y esto seguiría siendo así hasta el siguiente hito tras el escape y el péndulo; pero para alcanzar este siguiente paso hacía falta que la Física avanzase bastante, y que la electricidad entrase en escena.

La primera entrada de la electricidad en los relojes fue la obvia: como fuente de energía. El escocés Alexander Bain fue el primero en patentar un reloj movido por electricidad en 1840, y en unas décadas el uso de la corriente eléctrica como fuente de energía en los relojes se extendió bastante. Sin embargo, los primeros relojes electromecánicos no suponían un verdadero avance en precisión: o bien se empleaba una pila para mantener el péndulo en movimiento, o bien se utilizaba el electromagnetismo para realizar movimientos oscilantes como los del péndulo. De modo que no se aumentó sensiblemente la precisión, ni se eliminó la necesidad de maquinaria precisa y costosa para tener relojes de calidad. Hacía falta algo más.

Ese “algo más” fue descubierto en 1880 por Jacques y Pierre Curie. Algunas sustancias, como ciertos cristales y materiales cerámicos, exhibían una propiedad muy interesante: al aplicar fuerzas sobre ellas que modificasen su forma, como por ejemplo comprimiéndolas o tensándolas, el material quedaba eléctricamente cargado. Aunque la razón se escapa al alcance de este artículo, dicho rápidamente, al comprimir uno de estos cristales se produce una cierta polarización, es decir, una minúscula separación de las cargas eléctricas que constituyen el cristal. Es como si, al comprimir o tensionar el cuerpo, apretásemos unos átomos contra otros o los tratáramos de separar, y éstos reaccionasen “deformándose” y mostrando sus cargas como consecuencia. El fenómeno se denominó “electricidad por compresión” o piezoelectricidad.

Como consecuencia de esta separación de cargas aparece un voltaje entre los extremos del trozo de material que puede llegar a ser grande si las fuerzas de deformación son suficientemente intensas. Sin embargo, durante cierto tiempo la piezoelectricidad fue simplemente una curiosidad, un fenómeno de laboratorio interesante pero inútil en la práctica. Posteriormente se ha utilizado para multitud de usos, y su importancia es enorme hoy en día, pero eso era difícil de predecir en su descubrimiento aunque sea obvio ahora.

Un año después del descubrimiento de los Curie, el franco-luxemburgués Gabriel Lippmann demostró teóricamente que el fenómeno debía ser reversible: si al comprimir un material piezoeléctrico aparecía un voltaje en él, si se ponían electrodos en los extremos del material con un voltaje entre ellos, el material modificaría su forma, comprimiéndose y estirándose. Los Curie se pusieron manos a la obra en el laboratorio, y verificaron que lo que Lippmann sostenía era cierto. En pocos años, la piezoelectricidad alcanzó un gran nivel de precisión y se conocían las propiedades piezoeléctricas de multitud de materiales con gran detalle, entre ellos el cuarzo (que es un cristal de dióxido de silicio, SiO2).

Como digo, la piezoelectricidad tiene infinidad de usos, pero respecto al que nos interesa hoy, la segunda parte del descubrimiento fue el hecho de que un cristal piezoeléctrico, al sufrir compresiones y estiramientos repetidos debidos a una corriente eléctrica alterna se pone a vibrar: se comprime, se estira, se comprime, se estira… y lo hace con un ritmo fijo y determinado que depende del material, sus dimensiones y la posición de los electrodos. Al igual que si das energía a un columpio o un péndulo para hacerlo oscilar éste lo hace con un período de oscilación que depende de sus características físicas (como la longitud de la cuerda del péndulo), los cristales piezoeléctricos vibran con una frecuencia de resonancia característica.

La exactitud de la frecuencia de vibración de estos cristales era tan enorme que dejaba muy atrás la de los péndulos: los cristales piezoeléctricos garantizaban un ritmo fijo y constante, exactamente lo que es necesario para llevar la cuenta del tiempo. Pero claro, a diferencia de un péndulo que puede oscilar una vez por segundo, los cristales de cuarzo y otros materiales vibran muchos miles de veces cada segundo… ¿cómo utilizar esa vibración rapidísima para contar el tiempo? No existían piezas mecánicas con engranajes que pudieran girar a esa velocidad. La solución era olvidar toda la parte mecánica para contar el tiempo –aunque se siguieran usando agujas, por ejemplo, para señalar las horas–: hacía falta pasarse a una manera totalmente electrónica de contar el tiempo.

Pero la electrónica estaba, en tiempos de los Curie, aún en pañales. Los laboratorios de la Bell Telephone Company estadounidense lograron construir el primer reloj de cuarzo en 1927, diseñado por J. W. Horton y Warren Marrison, pero se trataba, como en los años inmediatamente posteriores, de relojes bastante grandes, ya que empleaban tubos de vacío y otros mecanismos de la “electrónica primitiva”. Haría falta esperar al desarrollo de los semiconductores y la electrónica moderna para lograr una verdadera miniaturización y abaratamiento de todo el proceso.

El cristal de cuarzo de los relojes modernos se corta para tener la forma y dimensiones adecuadas, de modo que vibre exactamente 215 (32768) veces cada segundo. Esas dimensiones, por cierto, son muy pequeñas (0,3 mm de grosor y sólo 4 mm de longitud), y la variación sobre este número es minúscula si el cristal se corta con cuidado. Basta luego con que un circuito electrónico “cuente” el número de veces que ha vibrado el cristal — cada treinta y dos mil setecientas sesenta y ocho veces aumenta los segundos transcurridos en uno, y listo. Dada la enorme frecuencia de vibración, es posible incluso medir tiempos más pequeños, contando un menor número de vibraciones.

Claro, una vez los cristales oscilantes de cuarzo entraron en acción, el pobre Huygens se quedó en la estacada, ¡pero había reinado más de un par de siglos! La precisión de los relojes de cuarzo supera con mucho los 15 segundos por día del reloj de Huygens: alrededor de 0,5 segundos por día, 60 veces más precisos que el de péndulo del holandés y 3600 veces más precisos que los anteriores a él. Pero la ventaja fundamental –en mi opinión, claro– de los relojes de cuarzo no es su precisión, sino el abaratamiento del coste y la miniaturización sencilla.

Seiko Astron
El primer reloj de pulsera de cuarzo: Seiko Astron, 1967.

Según los relojes de cuarzo fueron mejorando a lo largo del siglo XX, y sobre todo desde que Seiko fabricó el primer reloj de cuarzo de pulsera en 1967, cualquier persona pudo comprar un reloj barato y preciso. El reloj de precisión dejó de ser sólo para unos pocos y fue de las masas. Irónicamente, el reloj más barato –de cuarzo– muchas veces es más preciso que el caro –de escape mecánico–, que sigue siendo a menudo un bien de lujo a pesar de ser menos eficaz que el otro. Pero no quiero dejar pasar la oportunidad sin hacer énfasis en esto: en muchas ocasiones, y ésta es una de ellas, la tecnología es el gran igualador, y supone una revolución social profunda a la par que discreta.

El caso es que, a partir de 1930, aunque los relojes de cuarzo aún no habían llegado a la mayor parte de la población por el gran tamaño debido a los tubos de vacío y demás, su gran precisión los había convertido ya en el estándar de tiempos. En cierto sentido, habían superado a la propia referencia primitiva del tiempo, ya que en 1932 fue posible, empleando un reloj de cuarzo, medir variaciones en el período de la rotación terrestre: habíamos superado a la propia Tierra como reloj. Pero, ¡ay, qué efímera es la fama!, el cuarzo reinaría durante poco tiempo como sistema de máxima precisión (aunque sigue reinando hoy en día en cuanto al número de relojes). Ctesibio mantuvo su récord durante milenios, Huygens durante siglos, pero el cuarzo sólo lo mantendría durante unas pocas décadas. Y, mientras que Huygens fue superado en precisión por un factor de 60, el cuarzo fue superado por… bueno, paciencia.

El nuevo (y actual) líder sería el reloj atómico, e irónicamente el concepto era más antiguo que el del reloj de cuarzo, aunque llevarlo a la práctica fuera realmente difícil. Al fin y al cabo, se trata simplemente de continuar con la tendencia que hemos recorrido en este artículo en dos partes: la utilización de sistemas físicos cada vez más simples, pequeños y rápidos, de modo que haya menos variaciones incontroladas. Incluso en el caso de los cristales piezoeléctricos, controlar exactamente el tamaño y la forma del cristal no es fácil, de ahí que haya una cierta imprecisión inherente a la fabricación del cristal (además del resto de la electrónica del reloj). El siguiente paso es observar el comportamiento de los átomos, ya que éstos sufren fenómenos físicos con frecuencias propias, algo que se conocía desde el siglo XIX; el ínclito Lord Kelvin ya propuso utilizar las vibraciones atómicas como sistema cronométrico… aunque en abstracto, claro.

Pero la idea es precisamente ésa: eliminar las formas físicas, los tamaños, el rozamiento, todo lo que hace difícil predecir el comportamiento de la materia macroscópica con precisión debido a variables casi imposibles de controlar; ten en cuenta que estamos tratando de superar 0,5 segundos por día. La solución es emplear frecuencias de resonancia, como la del péndulo o la del cristal piezoeléctrico… pero a escala atómica. El primero en lograrlo de forma práctica fue el National Bureau of Standards, NSB (Oficina Nacional de Estándares) estadounidense en 1949, empleando resonancia magnética sobre moléculas de amoníaco, ¡pero aún era un reloj menos preciso que los de cuarzo contemporáneos! Lo relevante del reloj del NBS de 1949 no fue la precisión, sino el concepto, que luego se iría mejorando.

NIST-F1, reloj atómico.
El reloj atómico NIST-F1 con dos de sus diseñadores, Steve Jefferts y Dawn Meekhof.

Hay varios tipos de relojes atómicos, pero todos se basan esencialmente en lo mismo: en hacer que átomos o moléculas absorban energía y la liberen con frecuencias determinadas, de acuerdo con la mecánica cuántica, ya que sólo ciertas transiciones pueden existir en los estados ligados, como vimos en la serie de Cuántica sin fórmulas. Voy a describir brevemente el funcionamiento de uno en concreto, el reloj de fuente atómica de cesio desarrollado por la misma institución de antes, con otro nombre (ahora se llama National Institute of Standards and Technology, NIST, o Instituto Nacional de Estándares y Tecnología).

Este reloj, el NIST-F1, fue puesto en marcha en 1999 y en su momento fue el reloj más preciso nunca construido. Dentro de él hay una cámara en la que se ha hecho el vacío, y en ella se introduce cesio gaseoso. El gas de cesio se enfría utilizando láseres, que básicamente se dirigen contra los átomos de cesio desde sentidos opuestos para que “apelotonen” los átomos juntos y reduzcan su movimiento aleatorio. De este modo, es como si “borrásemos” de la memoria del cesio su interacción con el exterior, reduciendo la energía cinética de los átomos al mínimo posible. El enfriamiento por láser ha sido una de las mejoras fundamentales de los relojes atómicos en las últimas dos décadas, por cierto.

Reloj de cesio NIST-F1, fig. 1
Primer paso: los láseres enfrían la bola de cesio gaseoso lo más posible.

Una vez los átomos de cesio se mueven tan lentamente como es posible (es decir, el gas está tan frío como es posible), otro par de láseres se apunta hacia el cesio desde abajo, empujando la bola gaseosa hacia arriba e introduciéndola en una cámara inundada por microondas de cierta frecuencia, lo más parecida posible a la frecuencia propia de la transición energética del cesio que se quiere emplear. Evidentemente, la frecuencia en cuestión se conoce muy bien, pero el objetivo es conseguir esa frecuencia con una precisión casi inimaginable (luego verás cuánta), de modo que es casi imposible acertar la primera vez.

Reloj de cesio NIST-F1, fig. 2
Segundo paso: dos láseres empujan la bola de cesio hasta la cima de la cámara bañada en microondas.

Los láseres que hacen “levitar” la bola de cesio se apagan entonces, de modo que la bola, sometida a la fuerza de la gravedad y sin nada que la sustente, va cayendo hacia abajo a través de la cámara. Si la frecuencia de las microondas está bastante alejada de la frecuencia de resonancia del cesio que quiere emplearse, los átomos absorberán pocos fotones de microondas y tendrán casi la misma energía que al principio; cuanto más se acerque la frecuencia de las microondas a la propia de la transición del cesio, más energía será absorbida por el gas según desciende.

Reloj de cesio NIST-F1, fig. 3
Tercer paso: los láseres se apagan y el cesio desciende, absorbiendo más o menos energía de las microondas.

Finalmente, una vez el cesio ha salido otra vez por el fondo de la cámara de las microondas, se hace incidir sobre ellos un pulso de láser que provoca la liberación de la energía almacenada, de modo que los átomos emiten luz fluorescente. La cantidad de energía liberada, claro, depende de cuánta se absorbió en la cámara de microondas: si “acertamos” con la frecuencia de las microondas, entonces muchos átomos habrán ganado energía y la liberarán ahora. Si hicimos una elección horrible, no habrá la menor fluorescencia.

Reloj de cesio NIST-F1, fig. 4
Cuarto paso: se provoca la fluorescencia de los átomos, que dependerá de la exactitud de la frecuencia de las microondas.

¿Qué se hace entonces? Se varía un poquitín la frecuencia de las microondas hacia arriba o hacia abajo y se vuelve a repetir el proceso: se enfría el gas, se eleva hacia dentro de la cámara, se deja caer mientras absorbe energía, etc. (puedes ver un vídeo de animación del proceso aquí). Si con la nueva frecuencia se logra mayor fluorescencia es que es más parecida a la de la transición energética del cesio que queremos emplear, si hay menos es que nos alejamos de la frecuencia adecuada y debemos variarla en el sentido opuesto. Tras un número más o menos largo de variaciones de frecuencia, primero mayores y luego más y más sutiles, tenemos una cámara resonante con microondas que vibran a una frecuencia casi exactamente igual que la del cesio.

¿Qué quiere decir “casi exactamente”? Como dije antes, de una precisión apabullante. La precisión del NIST-F1 en el momento de su construcción era de unos 0,000000000137 segundos por día. Dicho de otro modo, para que el error del reloj sea de 1 segundo haría falta esperar unos 20 millones de años. Como hemos visto antes, cada mejora en la precisión de los relojes según avanzaba la tecnología se producía en un factor de 60… pero este paso deja los relojes de cuarzo en la picota por muchísimo más. ¡Pero es que los relojes atómicos han seguido avanzando desde 1999! Para empezar, cada vez son más pequeños y baratos, pero además, los más modernos –incluido el propio NIST-F1, que se ha ido refinando con el tiempo– pueden llegar a precisiones de 1 segundo cada 60 millones de años, es decir, una precisión tal que, a efectos prácticos y a lo largo de una vida humana, definen el propio paso del tiempo.

Esto no es una manera de hablar: desde 1967, un segundo es la duración de 9 192 631 770 períodos de la radiación correspondiente a la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del átomo de cesio-133. Observa, además, cómo la precisión ha ido aumentando según el proceso físico que utilizamos para medir el tiempo se hace más rápido: el movimiento de rotación de la Tierra, la caída del agua o la combustión de una vela, la oscilación de contrapesos, un muelle o un péndulo, la vibración de un cristal piezoeléctrico y, finalmente, la frecuencia de la radiación electromagnética emitida y absorbida por los átomos. ¿Quién hubiera dicho a Ctesibio que los relojes utilizarían fenómenos que se producen nueve mil millones de veces cada segundo?

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