La semana pasada hablamos, dentro de la serie sobre los Premios Nobel, acerca del Nobel de Física de 1903, otorgado a Antoine Henri Becquerel, Maria Skłodowska-Curie y Pierre Curie por sus descubrimientos relacionados con elementos radioactivos y las radiaciones emitidas por ellos. Hoy continuaremos hablando acerca de los rayos de Becquerel, el uranio, el radio y las desintegraciones espontáneas de algunos elementos.
Éste es un artículo de los que me producen una satisfacción especial al escribirlos, porque se basa en cosas que hemos discutido, en mayor o menor medida, en entradas anteriores, con lo que los más veteranos de la página tenéis ventaja para poder entenderlo — los más espabilados seguro que, al leer la primera parte, ya enlazásteis con artículos de hace meses o incluso años. Eso sí, esto tiene una vuelta de hoja: no tiene sentido volver a repetir cosas de las que hemos hablado ya, con lo que en varias ocasiones me referiré a artículos pasados, y si no los has leído ya (o no los recuerdas), es conveniente que te dirijas a ellos antes de seguir con éste, o te resultará más difícil comprender algunos de los conceptos de los que hablaremos. Iré soltando enlaces a diestro y siniestro, y te recomiendo que te pares en ellos si tienes tiempo que perder leyendo.
Dicho esto, empecemos profundizando en las radiaciones de Becquerel o, como se llamaban ya cuando nuestros tres científicos recibieron el Nobel y se habían descubierto tipos diferentes, las radiaciones α, β y γ. Como dije en el artículo anterior, decir “radiación” o “rayos” es no decir mucho (“Energía ondulatoria o partículas materiales que se propagan a través del espacio” según el DRAE), porque radiaciones hay muchas y de muy diversos tipos.
Se le dio este nombre a cualquier emisión de algo, a partir de cualquier cosa, siempre que ese “algo” se transmitiese en línea recta y transportase energía de alguna manera (y, en el caso de las de Becquerel, se les dieron nombres arbitrarios para poder clasificarlas de alguna manera). Lo desafortunado del asunto es que, con el tiempo, radiación ha sido identificado erróneamente con radioactividad y con radiación ionizante, con lo que si alguien dice “hemos estado expuestos a radiación”, la reacción suele ser de preocupación e incluso pánico… aunque la frase pueda referirse igualmente a la radiación emitida por el radio al desintegrarse, o a la luz de color rojo de una simple bombilla.
Las tres radiaciones de Becquerel, con el tiempo, fueron identificadas como lo que realmente son, y en mi humilde opinión, no deberíamos seguir llamándolas por sus letras griegas, poco informativas y que parecen englobar a estas emisiones como si fueran básicamente expresiones del mismo proceso físico, cuando existen bastantes más diferencias entre ellas que similitudes. Y, antes de que nadie lo diga, sí, yo sigo refiriéndome a ellas así en muchas ocasiones a lo largo del artículo, pero es que es como se llaman en todas partes; tampoco me gusta lo del efecto invernadero, y así lo llamo aunque me fastidie. Pero vamos por partes.
Los rayos α fueron así nombrados por Ernest Rutherford, y su identificación supuso para el neozelandés (junto con la de los rayos β, de los que hablaremos en un momento) el Nobel de Química de 1908, con lo que no voy a extenderme aquí sobre su descubrimiento, sino que lo haré cuando corresponda. Como recordarás de la primera parte del artículo, esta radiación alfa estaba formada por algún tipo de partículas cargadas positivamente, de gran masa o carga muy pequeña, ya que se desviaban al encontrarse en un campo magnético, pero no era una gran desviación.
Efectivamente, la radiación α no es más que núcleos de helio-4 emitidos por una fuente (en el caso de los experimentos de Becquerel y compañía, un elemento radioactivo). Un núcleo de helio tiene siempre dos protones, o no sería helio, y en el caso del helio-4 tiene, además, dos neutrones. Con lo que las partículas que componen la radiación α, llamadas a menudo partículas α, tienen dos protones y dos neutrones, y ningún electrón. Como ves, cumplen las condiciones observadas por los científicos en su descubrimiento inicial: cuatro nucleones suponen una masa realmente grande, la ausencia de electrones implica que tienen carga positiva (+2), con lo que se desvían, pero poco, ante un campo magnético.
Además, esta gran masa explicaba también la escasa penetración que habían observado Becquerel y compañía. Una partícula cargada tan grande (relativamente hablando, claro, como verás dentro de un momento cuando hablemos de la radiación β) no puede recorrer apenas espacio dentro de cualquier sustancia, ya que se topará con un átomo muy pronto, transfiriéndole gran parte de su energía y deteniendo o frenando bruscamente su movimiento. Por eso unos pocos centímetros de aire bastan para detener la radiación alfa.
Estos núcleos de helio-4 se mueven relativamente despacio, a tan sólo unos 15 000 km/s. Sin embargo, transportan una energía muy grande –unos 5 MeV– por tener tanta masa. Tal energía, junto con la carga eléctrica, suponen que las partículas α sean altamente ionizantes: cuando se encuentran con un átomo pueden arrancarle electrones, lanzar el núcleo despedido y, en definitiva, convertir lo que era un átomo neutro en un ión y algunos electrones sueltos, y algo parecido con cualquier molécula que se encuentre. De ahí que se observara cómo el aire que rodeaba a los elementos radioactivos manipulados por los Curie y compañía se convertía en conductor de la corriente eléctrica: la radiación emitida por la sustancia estaba literalmente rompiendo las moléculas de N2, O2 e ionizando los átomos que las componen.
Si esto sucede, no sobre moléculas del aire, sino sobre el ADN de nuestros cromosomas, las consecuencias pueden ser terribles. Los núcleos de helio-4 emitidos por los elementos radioactivos son verdadera “artillería pesada”, capaz de producir daños gravísimos sobre nuestros genes, con un potencial muy superior al de cualquier otro tipo de radiación, por su enorme masa y gran energía cinética. Afortunadamente para nosotros, este carácter de “artillería pesada” es precisamente el que nos protege de estos núcleos en casi todas las situaciones.
Para empezar, si estás a un metro de un elemento radioactivo que está emitiendo radiación α, los núcleos de helio ni te llegan, porque han sido absorbidos por el aire. De este modo, por dañinos que pudieran ser si alcanzasen el núcleo de tus células, no pueden llegar, con lo que es imposible que “bombardeen” nada. Pero el aire es una sustancia muy tenue, comparada con un líquido o un sólido: incluso si te acercaras a unos pocos centímetros, tu ropa evitaría que las partículas α llegasen a tu piel en casi todo tu cuerpo… y si llegaras a tocar la sustancia, la epidermis detendría prácticamente todas las partículas alfa, y una cantidad inapreciable alcanzaría el interior de tu cuerpo.
¿Quiere esto decir que la radiación α nunca es peligrosa? No, ni mucho menos. El gran tamaño y la carga eléctrica de los núcleos de helio hace muy difícil que lleguen al interior de tu cuerpo si fueron emitidos desde fuera. Si, por ejemplo, te tragas un pedazo de esa sustancia radioactiva, tienes un problema enorme, porque estás recibiendo los núcleos de helio desde dentro. Sí, las paredes de tu aparato digestivo los detendrán… pero, al contrario que las células más externas de la piel, aquéllas están vivas, con lo que puedes sufrir un cáncer en cualquier órgano del aparato digestivo en contacto con la sustancia.
“Ah, pero nadie va ser tan tonto de tragarse un elemento radioactivo”, puedes responder. Pero, por una parte, si fuera tan evidente y fácil distinguir un elemento radioactivo de uno que no lo es, ¿crees que hubiéramos tardado tanto en descubrirlos, o que le hubieran dado el Nobel a estos científicos? Como bien sabes si eres tamicero añejo, al contrario de lo que se ve a menudo en la televisión, las sustancias radioactivas no brillan, e incluso cuando algo a su alrededor emite radiación visible a consecuencia de su presencia, como radiación de Čerenkov, esto sólo sucede en condiciones muy concretas y con concentraciones muy grandes del elemento radioactivo. En resumen, que te puedes tragar un trozo de algo que esté emitiendo núcleos de helio a mansalva y tú, sin enterarte (al menos a corto plazo).
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Pero el segundo problema es que el aparato digestivo no es el único medio por el que un elemento emisor de partículas α puede entrar en tu cuerpo, y los fluidos pueden emitirlas tan fácilmente como los sólidos. La mayor causa de exposición que tenemos a estos núcleos de helio es el radón, un gas noble radioactivo del que hablaremos algún día en Conoce tus elementos. El radón es un producto de la desintegración del radio descubierto por los Curie, y dado que el radio es un elemento radioactivo natural, existe radón en cualquier sitio en el que hay radio (y radio lo hay en muchos sitios). Al respirar radón, la emisión de partículas alfa se produce en el interior de nuestros pulmones, lo cual puede suponer, a largo plazo, el desarrollo de un cáncer. El radón supone, de hecho, la fuente natural de la mayor parte de la radiación ionizante a la que estamos expuestos a lo largo de nuestra vida, y en aquellas zonas en las que es particularmente abundante existen detectores de este gas, para alertar de concentraciones peligrosamente altas.
Lo que ni Becquerel, ni los Curie, ni ningún otro científico de finales del XIX y principios del XX podían contestar era la pregunta fundamental: ¿por qué algunos elementos emitían esos núcleos de helio? ¿de dónde salía la enorme cantidad de energía cinética total de todas esas partículas? ¿por qué unos elementos no emitían nada, y otros sí? El problema es que para contestar a esas preguntas hace falta la Mecánica Cuántica, con lo que haría falta esperar unas pocas décadas para descifrar el enigma.
Lo hizo Georgiy Antonovich Gamov en 1928. Si has leído Cuántica sin fórmulas o ¿Cómo se sabe la edad de las rocas? ya sabes por dónde van los tiros. La clave de todo el asunto es el efecto túnel, al que hemos dedicado un artículo entero que no voy a volver a repetir aquí. Te recomiendo que leas tanto esa entrada como la de la edad de las rocas antes de seguir con ésta.
Dependiendo de la configuración del núcleo, la interacción entre los nucleones (protones y neutrones) y, en particular, de la fuerza electromagnética y la nuclear fuerte, puede dar lugar a situaciones más o menos estables. Dicho en términos de nuestro artículo sobre el efecto túnel, el “pozo energético” en el que las partículas se encuentran encerradas puede tener límites más o menos anchos y profundos. Aunque la relación entre unas cosas y otras es complicada, dicho muy mal y muy pronto, cuanto más pesado es el núcleo, más difícil es retener todos los nucleones y más probable que, tarde o temprano, alguno escape.
Tampoco es fácil razonar, sin meternos en camisas de once varas, por qué una manera de escapar y conseguir más estabilidad es emitir un “paquete” compuesto por dos protones y dos neutrones en vez de simplemente lanzar protones o neutrones sueltos, de modo que créeme cuando te digo que esa configuración es muy estable, con lo que podríamos considerar, en los núcleos más pesados, que en vez de neutrones y protones “sueltos” hay “paquetes” formados por dos protones y dos neutrones, y es uno de estos “paquetes” el que escapa; de ahí que lo que se emitan sean núcleos de helio y no otra cosa –hay otras posibilidades, pero a eso llegaremos en un momento–.
Esta estabilidad relativa dependiendo del número de nucleones es la razón de que no se haya observado nunca la emisión de núcleos de helio por parte de los átomos más ligeros: sólo se ha verificado este fenómeno en el teluro (el elemento de 52 protones) y los más pesados que él. El uranio que estudiaba Becquerel, por ejemplo, tenía 92 protones y 146 neutrones. La probabilidad de que alguna partícula alfa escape del pozo de potencial sigue siendo minúscula, pero en cualquier muestra macroscópica de uranio-238 hay tal cantidad de átomos que, estadísticamente, están produciéndose emisiones todo el tiempo. Pero insisto: de esto hablamos ya al describir los sistemas de datación de rocas, y no quiero repetirme aquí.
Pero, si el uranio de Becquerel o el radio de los Curie emitía una partícula α… ya no era uranio o radio. El átomo original se había desintegrado, dejando en su lugar una partícula alfa y un átomo de un elemento diferente; “desintegración” es un término desafortunado, en mi opinión, porque sugiere una desaparición completa del átomo, cuando lo que se produce es más bien una transmutación. Como recordarás, el hecho de que un átomo pertenezca a un elemento o a otro depende única y exclusivamente de una cosa: del número de protones (uno para el hidrógeno, dos para el helio, etc). De manera que cuando el uranio, que tiene 92 protones, emite un núcleo de helio (que tiene dos protones), deja de ser uranio para convertirse en el elemento número 90, es decir, torio. Pero claro, como recordarás de la primera entrega del artículo, el torio sigue siendo lo suficientemente inestable como para emitir, tarde o temprano, sus propias partículas y conseguir mayor estabilidad. De ahí las cadenas de desintegración de las que hemos hablado en el pasado. Como bien había sospechado Pierre Curie, “la propia existencia del átomo está en cuestión, y que estamos en presencia de una transformación de los elementos”.
El radio, por ejemplo, tiene 88 protones. Cuando sufre una desintegración alfa, es decir, emite un núcleo de helio, pierde dos protones y dos neutrones, con lo que deja de ser radio para ser radón, el elemento de 86 protones. Pero el radón es un gas, con lo que sus átomos abandonan el sólido del que provenían y se mezclan con el aire circundante. Por eso el radio es terriblemente peligroso, no sólo por las partículas que emite por sí mismo, sino porque con el tiempo va emanando radón, un gas que, a su vez, es inestable; y, como hemos dicho antes, al respirarlo puede producir daños celulares en nuestros pulmones muy fácilmente. Se piensa que la exposición continuada a radón probablemente fue una de las causas últimas de la muerte de Maria.
Pero ¡la cosa no acaba aquí! Si piensas un momento, verás cómo todo puede enlazarse en una sola cadena: El uranio de 92 protones puede desintegrarse para producir torio de 90 protones, que a su vez puede desintegrarse para producir radio de 88 protones, que a su vez puede desintegrarse para producir… radón. De ahí que el radón sea un problema especialmente en regiones en las que hay depósitos de uranio bajo la superficie, y que la inhalación continuada de radón sea un peligro considerable en las minas de uranio. Los experimentos de Becquerel con uranio, y de los Curie con radio, no eran tan diferentes, al fin y al cabo.
Desde luego, Becquerel no pudo detectar las pequeñas cantidades de radio que indudablemente había en el uranio que estudiaba, como tampoco detectó una emisión considerable de partículas α por ese metal; como verás si relees la primera parte del artículo, sólo detectó emisiones β y γ, a pesar de que también había núcleos de helio siendo emitidos por el uranio.
¡Ah, pero esos “paquetes” de dos protones y dos neutrones no son lo único que puede escapar de los núcleos inestables! Dicho mal y pronto, una de las dos causas de inestabilidad en un núcleo, la responsable de la desintegración α de la que acabamos de hablar, es que en el núcleo “hay demasiados nucleones”, de modo que algunos de ellos se largan. La segunda causa es más sutil, y tiene que ver con la fuerza nuclear débil, pero una vez más, dicho mal y pronto, la inestabilidad se debe a que “hay un número demasiado diferente de protones y neutrones”.
Esta segunda inestabilidad no es resoluble, como lo era la primera, emitiendo una partícula alfa. ¿Qué cambiaría de ese modo? Prácticamente nada, porque al emitir un núcleo de helio, los protones se reducirían en dos, los neutrones harían lo mismo… y el desequilibrio entre ambos seguiría siendo el mismo. Para comprender la solución más obvia no hay más que recordar que ni el protón ni el neutrón son partículas fundamentales, sino que están compuestas de otras más simples, los quarks.
Sí, ya sé que hace muchísimo tiempo que publicamos aquellos artículos, pero si los relees, verás que el neutrón está compuesto por quarks u-d-d (up, down, down, o arriba, abajo, abajo), y el protón, por quarks u-u-d (up, up, down, o arriba, arriba, abajo). Dicho de otro modo: un solo quark los diferencia. Si “hay demasiados neutrones”, por ejemplo, y se convierte un quark down del neutrón en uno up… ¡ya no se tiene un neutrón! Ahora, en su lugar, hay un protón, y el núcleo es más estable que antes. Y algo parecido sucede, excepto que al revés (up → down) en el caso de un exceso de protones.
De modo que, en este caso, la transmutación es de un grado más fundamental que en el caso de la desintegración alfa: no es que el núcleo pierda nucleones para convertirse en otro elemento, es que los propios protones y neutrones se transforman unos en otros. Y esto supone una diferencia adicional con la emisión de partículas alfa de la que hemos hablado antes: al poderse dar una conversión protón → neutrón o viceversa, existen dos tipos diferentes de esta nueva desintegración.
En el caso de la transformación de un quark abajo en uno arriba, se emite un bosón W-, que es extraordinariamente inestable y se desintegra a su vez en un electrón y un antineutrino electrónico. Ya hablamos de esto al estudiar el neutrino, y el diagrama de Feynman del proceso es el siguiente:
Como dijimos entonces, el antineutrino (como cualquier neutrino) es dificilísimo de detectar. A pesar de que Becquerel estaba siendo atravesado por miríadas de ellos, lo único que detectó fueron los electrones: eso eran simplemente las partículas de la radiación β, electrones que se desviaban fuertemente al atravesar campos magnéticos, tenían carga negativa y una masa muy ligera. Ya sé que “partículas beta” suena más misterioso que “electrones”, pero de eso se trataba al fin y al cabo.
Estos electrones no tienen tanta energía como los núcleos de helio de los que hablamos antes (la típica es de alrededor de 1 MeV). Sin embargo, como la masa de un núcleo de helio es varios miles de veces mayor que la de un electrón, estas partículas β, aunque tengan menor energía cinética, se mueven muchísimo más deprisa que las α: pueden llegar a velocidades bastante próximas a la de la luz.
Como sucedía en el caso de los núcleos de helio, la energía y el tamaño de estos electrones suponen una ventaja y un inconveniente para nosotros. Por un lado, su energía es menor que la de las partículas α con lo que no son tan peligrosas como aquéllas cuando impactan contra la estructura de nuestro ADN –aunque, desde luego, siguen siendo dañinas–. Pero, por otro lado, al ser más pequeñas es más fácil que atraviesen las sustancias que se interponen en su camino, con lo que es más complicado protegerse de ellas, aunque no imposible. Como dijimos en la primera parte del artículo, una lámina de metal no demasiado gruesa es suficiente.
La desintegración beta, al contrario que la alfa, apenas modifica la masa del núcleo, ya que un neutrón y un protón tienen prácticamente la misma masa. Por ejemplo, el radio-228 tiene 88 protones y 140 neutrones. De vez en cuando (su semivida es de casi seis años) este desequilibrio provoca que un neutrón se desintegre, mediante el proceso que acabamos de describir, en un protón, un antineutrino electrónico y un electrón. Lo que se tiene entonces (además de las partículas escapadas) es actinio-228, con 89 protones y 139 neutrones.
Y, por si te lo estás preguntando, ¡no, el actinio-228 tampoco es estable! En pocas horas (siempre estadísticamente hablando, claro) sufre el mismo proceso de nuevo, pasa a tener 90 protones y 138 neutrones… es decir, es torio-228. Y el torio, como hemos visto hace unos cuantos párrafos y espero que recuerdes si aún no te duele la cabeza, suele convertirse a través de una desintegración alfa en radio. Y la cosa, claro, no acaba ahí, pero te da una idea de las cascadas de desintegraciones (a veces alternas, como en este caso) que pueden producirse. Es posible incluso, naturalmente, que a partir de un núcleo puedan suceder varias cosas con probabilidades diferentes, aunque una de ellas suele ser la que más estabilidad proporciona al núcleo y la que se produce primero.
Como esta desintegración no requiere de un gran número de nucleones, sino más bien del desequilibrio entre ellos, no hace falta irse a elementos muy pesados de la tabla periódica como sucedía en el caso de la desintegración alfa. Uno de los casos más conocidos, y que ya mencionamos al hablar de la datación de las rocas, es el del carbono-14, que tiene 6 protones y 8 neutrones. Con el tiempo y muchas “tiradas de la moneda” que describimos entonces, uno de los neutrones acaba convirtiéndose en protón, y produciéndose por tanto la transmutación en nitrógeno-14, con 7 protones y 7 neutrones que, en este caso sí, es estable.
Pero ya hemos dicho que hay dos tipos de desintegración β.Este tipo de desintegración beta, en la que se produce un electrón y un antineutrino electrónico, se denomina desintegración beta negativa o desintegración β-, porque hace falta diferenciarla de la contraria, en la que un protón se convierte en neutrón (o, mejor dicho, un quark up se convierte en uno down dentro de un protón), y que suele producirse cuando el desequilibrio favorece a los protones en vez de al revés. En ese caso lo que se emite no es un electrón, sino un positrón, y en vez de un antineutrino se produce un neutrino; se trata de la desintegración beta positiva o desintegración β+. Es fácil acordarse de cuál es cuál, porque el signo se corresponde con la de la partícula cargada emitida (β- si es un electrón, β+ si es un positrón).
Un ejemplo de desintegración beta positiva es la de otro istótopo del carbono, el carbono-11, que tiene 6 protones y 5 neutrones y se desintegra en boro-11, con 5 protones y 6 neutrones. Sí, ya sé que en este caso sigue habiendo un desequilibrio, pero lo de “demasiados protones/neutrones” es una simplificación de algo mucho más complejo, así que tampoco te lo tomes al pie de la letra.
Respecto a la radiación gamma, como ya observaron los científicos de la época, era casi exactamente igual que la radiación X de Röntgen, excepto que más energética aún. Los rayos γ no son más que eso: fotones emitidos por los átomos que sufren una de las otras dos desintegraciones. Pero ¿por qué se emiten asociados a las otras?
Para comprenderlo, espero que recuerdes la noción de niveles de energía en el pozo de potencial infinito. Cuando se produce una desintegración alfa o beta es porque, como hemos dicho antes, el núcleo es inestable, lo mismo que un lápiz apoyado sobre una mesa únicamente por su punta. Tarde o temprano, el lápiz cae hacia el estado más estable (horizontal sobre la mesa), y el átomo “cae” hacia una configuración más estable (un número más parecido de protones y electrones, por ejemplo). Pero, tanto en uno como en otro caso, la energía final es menor que la inicial.
Dicho en términos de nuestro pozo de potencial infinito de aquel artículo, cuando se produce una desintegración α o β, muy a menudo el núcleo del átomo cae hacia un escalón más bajo de energía, y libera la diferencia de energía en forma de un fotón. Pero, dado que la energía liberada es enorme, ese fotón tiene una energía terrorífica –para ser un fotón, claro–. Para que te hagas una idea, un fotón de luz visible tiene una energía típica de algo más de 1 eV. Un fotón de radiación gamma tiene una energía típica de unos cuantos cientos de miles de eV. Es, por tanto, como si cogieras varios cientos de miles de fotones “normales” y los empaquetaras en uno solo.
El primer peligro de la radiación gamma, por tanto, es el que es una onda electromagnética muy energética: puede producir quemaduras fácilmente. Pero, además, como las otras dos radiaciones de las que hemos hablado en el artículo, se trata de radiación ionizante que produce daños y modificaciones sobre nuestro ADN, con lo que también puede llegar a producir cáncer.
Además, dado que los fotones no tienen carga, es más difícil pararlos que las partículas α y β. Hacen falta materiales densos (o gruesas capas de materiales más ligeros), cuanto más opacos a la radiación electromagnética de esas frecuencias, mejor. 6 centímetros de hormigón, por ejemplo, absorben más o menos la mitad de los fotones de radiación gamma que inciden sobre él, pero lo mismo se consigue con sólo 1 cm de plomo. Se trata, por tanto, de la radiación más penetrante de las tres que hemos estudiado hoy, y nuestra piel no es protección suficiente ni de lejos contra ella. Es mejor estar lejos de cualquier fuente de fotones gamma, salvo que no haya otro remedio.
Por otro lado, como probablemente sabes, utilizamos estos fotones ultra-energéticos y peligrosísimos para las dos cosas que mejor hacen: atravesar sustancias y matar. La primera propiedad los hace un excelente medio de diagnóstico médico: una gammagrafía no es más que eso, una radiografía utilizando radiación gamma. También se emplean en las Tomografías por Emisión de Positrones (TEP). Así mismo se usan de formas que me parecen menos aceptables moralmente –aunque la dosis recibida no sea grande–, como para detectar inmigrantes ilegales en camiones en algunos lugares de frontera de los EE.UU.
El segundo uso consiste precisamente en eso: en matar células quemándolas con la radiación gamma. Esto puede hacerse como “baño de radiación” o de un modo más preciso. El baño de radiación gamma se emplea cuando quiere eliminarse cualquier ser vivo en algún sitio, por ejemplo, esterilizando material de cirugía o botes de conservas. Suele emplearse cobalto-60 como fuente de la radiación γ, porque se desintegra (mediante una desintegración beta negativa) en níquel-60, emitiendo un electrón no demasiado energético, un antineutrino electrónico y un par de fotones gamma. Si has entendido el resto del artículo, comprendes que es fácil meter el cobalto-60 dentro de un recipiente lo suficientemente grueso como para absorber los electrones pero lo suficientemente fino como para dejar salir la mayor parte de la radiación gamma, mucho más penetrante que los electrones; de los antineutrinos ni hablo, porque nos atraviesan sin que nos percatemos de ello y no acarrean ningún peligro.
En el caso del baño de radiación, no hace falta más que introducir los objetos a esterilizar dentro de una cámara expuesta a los fotones gamma. Pero hay una forma mucho más elegante de emplearlos, que se utiliza cuando quiere eliminarse, o reducirse, un tumor dentro de nuestro cuerpo, quemando las células cancerosas con enorme precisión, como si de un cuchillo de luz se tratara.
Gamma knife, empleado en el tratamiento de tumores cerebrales como se describe a continuación. Cada “botón” de la foto emite un haz de fotones gamma.
Cuando un tumor está en un lugar muy delicado, como el interior del cerebro, la cirugía convencional es una solución generalmente muy mala: para llegar al tumor con un bisturí hace falta cortar tejido sano y, en el caso del cerebro, el resultado puede ser desastroso. Pero la radiación gamma tiene la ventaja inmensa de que es radiación electromagnética, como la luz: es posible crear muchos haces de fotones gamma con poca energía cada uno, pero enfocarlos todos en un mismo punto para que interfieran positivamente allí, de modo que casi todos los fotones gamma liberen su energía y aumenten la temperatura en una región muy pequeña. De ese modo es posible matar células en el interior del cerebro sin afectar apenas a las capas más externas, y eliminar o reducir tumores produciendo daños muchísimo menores al resto del organismo que si se emplease un cuchillo material.
Como tantas otras veces, algo peligroso o perjudicial puede ser una herramienta excelente, si se sabe utilizar bien. ¿Quién le hubiera dicho a Becquerel que usaríamos sus rayos de cuchillo?
En la próxima entrada de la serie, el Premio Nobel de Química de 1903.
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