Quizás no sea una palabra demasiado afortunada para representar lo que en verdad significa. O quizás sea su escasez en nuestra sociedad la que hace que pierda su significado. En cualquier caso, al escuchar, al ver o al leer lo que nos brindan los siempre amados medios de información, nos topamos con un desolador desafío: ¿en qué creer y en qué no?
Es alarmante el crecimiento de la difusión de pseudociencias, falacias, y demás disparates que atentan contra el futuro de nuestra sociedad (por no decir de la especie humana). Creo, pues, urgente detenernos a reflexionar sobre esto y empezar a tomar medidas. Por supuesto que no soy el primero, ni seré el último, pero no me sentiría feliz no habiendo hecho mi (modesto) aporte.
Casi irónicamente, la falta de escepticismo conduce a que la palabra escéptico sea malinterpretada. El hombre escéptico es visto (precisamente por el no escéptico) como aquel “reacio a aceptar nuevas verdades”, de “mente cerrada”, “que no cree nada”, y con otros adjetivos despectivos. Aquel que así lo piense no tiene la menor idea de lo que significa ser escéptico. La actitud escéptica no consiste en negar afirmaciones inconsistentes, como por ejemplo “anoche escuché un zumbido que muy posiblemente provino de un platillo volante extraterrestre”, sino en dudar, en examinar argumentos, en buscar evidencias, en no aceptar nada sin previo análisis, con el sólo afán de hallar conocimiento firme. El escepticismo no es un capricho; es una forma de vida.
Pero lo lamentable es que en nuestros tiempos, a parte del hidrógeno, hay otro elemento que sobreabunda — los charlatanes. Personas que promueven la desinformación, la desculturización, la deshumanización, que se regocijan a costa de la credulidad, ingenuidad y falta de pensamiento crítico por parte de la gente, y que al mismo tiempo visten de traje y atraen multitudes con palabras sabrosas. Sin embargo, ¿qué mejor que me digan lo que yo quiero oír?, ¿qué mejor que leer a quienes apoyan mis creencias e ignorar a quienes se contraponen? ¡Qué agradable sensación! No, esa actitud no conduce ningún lado. Eso sí es tener una “mente cerrada”.
Las falacias, pseudociencias, y manipulaciones de pensamiento no tienen hábitat particular; están en todas partes: en la radio, en la televisión, en periódicos, en libros, en conferencias, en la calle, en el hogar, y nosotros las repetimos o efectuamos corrientemente sin detenernos un momento a reflexionar sobre su coherencia y consistencia. Y lo peor es que aparentan ser verdades tan obvias que las hacemos parte de nuestra vida. Sé que estoy describiendo el caso extremo, pero asimismo consideremos algo más blando: la publicidad comercial.
Según el comerciante, el producto que ofrece es sensacional, tiene el mejor precio y es la opción más inteligente que el comprador puede elegir. ¡No posee desventaja ni inconveniente alguno! El buen comerciante alimenta a sus posibles compradores con palabras de gozo y satisfacción, logrando en el atónito cliente una sensación de ansias de poder. Un poder que sólo puede conseguir adquiriendo el producto. Ante estas circunstancias, alguien más despierto se para y dice “¡momento!, ¿qué me está ofreciendo este señor?, ¿qué ganaría él, vendiendo un producto tan fantástico a tan bajo precio?, ¿realmente necesito esto?”. La actitud escéptica está en cada persona por naturaleza, pero hay que desarrollarla.
Es muy poco común que en casos como el anterior —que más que nada es una fábula ilustrativa— el sometido se ponga en el lugar del dominante, es decir, que el ‘comprador’ se ponga a reflexionar tal si fuera el ‘comerciante’, con el objeto de desentrañar sus intensiones y arremeter de forma más adecuada. Ésta es una herramienta tan valiosa como escasa, cosa que usted puede comprobar.
Ante cualquier argumento que escuchamos o leemos, por más evidente o agradable que luzca, es conveniente desmenuzarlo y analizarlo detenidamente. ¡¿Qué?! ¿Y por qué me tengo que tomar yo la terrible tarea de pensar? ¿No es más fácil dejarse llevar por el instinto? ¿No es más fácil que otros piensen por mí? Hasta este punto está llegando nuestra sociedad. Ante la pregunta ¿en qué creer y en qué no?, la mente tiene programado un procedimiento automático que es necesario reconocer y desterrarlo, que es el siguiente:
Si la creencia favorece la intención con la que uno se ha hecho la pregunta, entonces debe ser verdadera, y si no la favorece entonces debe ser falsa. En otras palabras, si la creencia en cuestión puede resultar provechosa o beneficiosa para nuestra vida, entonces se tiende a afirmar que debe ser verdadera, y si es incómoda o complicada se tiende a sostener que es falsa. Esto, desde luego, es un error tremendo, y lo preocupante es que lo llevamos a cabo a cada momento sin percatarnos de ello.
Un ejemplo exagerado: “la noche pasada vi una extraña luz en el cielo, ¿habrá provenido de una fuente extraterrestre? Me parece muy factible que sí”. Veamos cuál es el razonamiento. La pregunta consiste en si la extraña luz pudo provenir de una fuente extraterrestre. Si la respuesta fuese no, sería algo muy frustrante y decepcionante, por lo que esta respuesta debe ser falsa. Si en cambio la respuesta fuese sí, sería algo muy emocionante y excitante, y en consecuencia es mejor que esta respuesta sea verdadera. Es decir, si en las circunstancias descritas uno se hace la pregunta “¿habrá provenido de una fuente extraterrestre?”, lo está haciendo con la intención de encontrar una respuesta afirmativa, sino ¡qué injusta sería la vida!, ¿no?
Otro ejemplo menos exagerado: en la antigüedad se creía que nuestro planeta era el centro del Universo. Después apareció Copérnico con la teoría heliocéntrica (que en realidad era de Aristarco de Samos), diciendo que nuestro planeta no tenía nada de especial, sino era uno más entre tantos, girando en torno al Sol. ¿Cómo fue tomada esta proposición? Evidentemente, que nuestro planeta sea uno más, sin nada de especial, es algo nada agradable, muy desafortunado, por lo que la teoría heliocéntrica debe ser falsa. Que, en cambio, nuestro planeta sea el centro del Universo, es muy reconfortante, nos da la sensación de poder, de autoridad, etc. y por eso es mejor que esta proposición geocéntrica sea verdadera. ¡Qué decepcionante sería si sólo fuéramos un planeta más!
Después de examinar estos dos ejemplos falaces, creo que se habrá entendido a dónde apuntaba antes. La tarea del científico es hallar conocimiento firme por medio de la evidencia fundamentalmente, sin importar si nos convienen o no las conclusiones que obtengamos. En el siglo pasado, por ejemplo, los físicos tuvieron que convivir con una ingente cantidad de conclusiones incómodas que contradecían toda intuición, durante el desarrollo de la teoría de la relatividad y de la mecánica cuántica, y no por eso abandonaron su labor, si no todo lo contrario. Esta actitud es la que necesitamos.
Por eso, conviene tener muy en cuenta las diferencias de razonamiento entre el científico y el pseudocientífico (ufólogos, parapsicólogos, y demás charlatanes), para identificarlos fácilmente:
El pseudocientífico identifica (o inventa) un fenómeno y formula una hipótesis (muy bonita, por cierto) que intenta explicarlo. Todo lo que hará el pseudocientífico desde este momento y por el resto de su vida, será defender su hipótesis, sin someterla a prueba, y buscando argumentos alternativos para explicar las posibles refutaciones que aparecieran. Es decir, su hipótesis es irrefutable: no puedes luchar contra él; él tiene la razón y punto.
En cambio, cuando el científico observa un fenómeno o detecta algún problema con explicación desconocida, formula una hipótesis (sea muy bonita o desagradable) para intentar justificarlo. Inmediatamente después, el científico hará todo lo posible por intentar refutar su propia hipótesis (sí, refutarla) sometiéndola a distintas circunstancias pertinentes, y en caso de no conseguir ninguna experiencia que la contradiga, y que la totalidad de los experimentos la apoyen, esta hipótesis se convertirá en Teoría. De lo contrario, en caso de encontrar algún experimento que la refute, la actitud del científico será la de aceptar la ineficiencia de su hipótesis y buscar otra que se ajuste mejor a la realidad.
Note la riqueza y lo mucho que nuestra sociedad debe aprender de la actitud científica. Pero hay una cosa que quiero aclarar de lo anterior. Existe un mito casi pandémico sobre la palabra Teoría. Doy un ejemplo clásico: “La teoría de la evolución de Charles Darwin mostró que las especies provienen de ancestros comunes” a lo que se le suele responder: “¡Ah, pero eso es tan sólo una teoría!” Francamente, no sé qué es lo que entienden por “teoría” quienes responden de esa manera, pero me parece que se confunden con el término de “hipótesis”. Una teoría no es un invento divagatorio que pretende explicar algo, sino una hipótesis comprobada o fundamentada por evidencia firme. Claro que una teoría no es la última palabra, pero es el modelo más consistente y que mejor se ajusta a la realidad; de eso se trata la ciencia.
Pero lo preocupante es que la industria de la desinformación no descansa, y cada día ataca con nuevas armas. La astrología, la ufología, la medicina alternativa, la parapsicología, etc., etc., son recibidas con los brazos abiertos y gran gratitud, ya que ofrecen un paquete de soluciones mágicas y tan fantásticas que sería necio no aprovecharlas. Y peor es cuando se difunden a tal magnitud, que hay quienes empiezan a mirar con malos ojos a la ciencia. ¿Se da usted cuenta de lo grave que es esto? ¿En qué acabará nuestra sociedad? ¿En qué acabará la humanidad?
La belleza de la ciencia es infinita; no porque ofrezca todo tipo de soluciones mágicas, sino por su magia; no porque nos dé todas las respuestas, sino por sus preguntas; no porque sea un trabajo cuadrado y cerrado, sino porque abre fronteras; y no porque ambicione perfección, sino porque orgullosa está de su incompletud.
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