Continuamos hoy Hablando de…, la larga serie de artículos en la que recorremos diferentes aspectos de ciencia y tecnología de manera aparentemente aleatoria, haciendo especial énfasis en aspectos históricos y enlazando cada artículo con el siguiente. Tratamos, entre otras cosas, de poner de manifiesto cómo absolutamente todo está conectado de una manera u otra.
En las últimas entradas de la serie hemos hablado acerca del gas mostaza, que en el mar se polimeriza y puede ser confundido con ámbar gris, utilizado en la Edad Media como amuleto de protección contra la Peste Negra, posiblemente causada por la bacteria llamada originalmente Pasteurella pestis en honor de Louis Pasteur, una de cuyas hazañas fue terminar con la plaga que estaba acabando con las larvas de Bombyx mori francesas, productoras de seda, una sustancia que, en comparación con su peso, puede llegar a ser bastante más resistente que el acero, aunque no llega a la resistencia de los nanotubos de carbono, una de cuyas posibles aplicaciones más prometedoras es como estructura de un futuro ascensor espacial, propuesto por primera vez por Konstantin Tsiolkovsky, partidario (como casi todos sus contemporáneos) de la eugenesia, promovida por Sir Francis Galton tras ser inspirado por el debate Huxley-Wilberforce sobre la evolución. Pero hablando del debate Huxley-Wilberforce…
A lo largo del siglo XIX, diversas teorías postularon lo que muchos denominaron transmutación de unas especies en otras: según estos científicos, las especies no eran inmutables, sino que las similitudes entre unas y otras se debían a antecesores comunes. Muy diversas versiones de estas ideas fueron apareciendo, y no vamos a detallarlas aquí, pues no es el objetivo de este artículo; sin embargo, sí quiero resaltar el clima hostil que había, por aquel entonces, hacia esas teorías, utilizando un ejemplo: el de Robert Chambers y su Vestigios de la Historia Natural de la Creación.
Robert Chambers (1802-1871).
Chambers era miembro de la Geological Society de Londres, y sus estudios de geología, junto con lo que había leído sobre la transmutación de especies, le habían llevado a la conclusión de que todo lo que hoy vemos era el resultado del cambio a partir de formas anteriores más primitivas: se trataba de una teoría evolutiva, pero no sólo biológica, sino cósmica. Combinaba la teoría nebular de la formación del Sistema Solar con aspectos de geología, botánica, zoología…, y todo giraba alrededor del cambio hacia la perfección (que, dado el momento y lugar de la concepción de la teoría, era el hombre blanco europeo, pero bueno, ya se sabe, todos siempre somos los mejores).
En 1844, Chambers publica sus teorías en un libro, Vestiges of the Natural History of Creation (Vestigios de la Historia Natural de la Creación); sin embargo, como todos sus contemporáneos con ideas parecidas, es perfectamente consciente de que hacer sus ideas públicas conllevaría el ostracismo, los constantes ataques de las figuras de autoridad científicas y religiosas (en muchos casos, las mismas personas) y, en general, multitud de problemas para sí mismo y su familia. Como digo, quiero emplear este ejemplo para que te des cuenta de hasta dónde la discusión sobre la evolución no era en aquel entonces algo libre.
En primer lugar, Chambers publica su libro de forma anónima. No sólo eso: para que el editor del libro en Londres no pudiera saber que Chambers era el autor por su letra manuscrita (Chambers era ya un autor conocido), una vez hubo escrito el libro se lo dio a su mujer para que ella lo transcribiera de su propio puño y letra. A continuación, los Chambers enviaron el manuscrito desde Escocia, donde vivían, a un amigo que vivía en Manchester, Alexander Ireland. Éste, a su vez, envió el manuscrito al editor de Londres: de este modo el sello mostraría que la carta provenía de Manchester, haciendo aún más difícil trazar el origen de la obra hasta Chambers. Naturalmente, la correspondencia durante el período de corrección previo a la publicación del libro se hizo siempre a través de Ireland: éste recibía las cartas de Londres y las enviaba a los Chambers y viceversa. Sólo cuatro personas conocían la verdadera identidad del autor de Vestigios de la Historia Natural de la Creación además de Chambers, y su autoría sólo se hizo pública en 1884 (cuarenta años después de su publicación), cuando el propio Alexander Ireland publicó una edición que mostraba, por fin, el nombre de Robert Chambers como autor.
Digo esto para que valores aún más el coraje de Huxley y sus correligionarios cuando se enfrentaron a las autoridades científicas y religiosas de la época en el debate que describiré después: había que tener lo que había que tener para alzar la voz a favor de una teoría evolutiva; Chambers, por ejemplo, no lo tenía, de modo que publicó anónimamente, pero es difícil culparlo, pues actuar de otro modo podría haber supuesto que perdiese todo su prestigio y que su familia –sobre todo, si era religiosa– se preguntase cómo podía haber caído tan bajo.
El problema más grave de las teorías de este tipo (y hubo muchas antes y después de Chambers, incluida la más famosa de todas, la de Charles Darwin) era que ponían en peligro la justificación divina del orden establecido; de ahí que, en general, los conservadores se opusieran con uñas y dientes a ellas, mientras que los liberales las aceptaran. Es una simplificación muy común decir que la Iglesia Anglicana se opuso a las teorías de la transmutación o, como se denominaron después, evolución: muchos sacerdotes anglicanos las aceptaron de buen grado y no consideraron que significasen la negación de un Creador. Otros, desde luego, consideraban que se trataba de blasfemias de la peor clase — una vez más, el ala más liberal de la Iglesia Anglicana tendía a aceptar las teorías de Chambers y compañía, mientras que el ala más conservadora las rechazaba.
La cuestión era, por supuesto, que la mayor parte de las autoridades científicas y religiosas en la Inglaterra victoriana eran fuertemente conservadoras, con lo que la reacción a cualquier teoría que oliese a “evolución” era realmente agresiva: de ahí las precauciones de Chambers. Podríamos pensar hoy que el geólogo se pasaba de paranoico, pero la verdad es que al libro le cayeron palos desde todas partes, y hubo incluso una cierta “caza de brujas” tratando de descubrir quién era el malnacido que lo había escrito. De hecho, el nombre de Chambers apareció entre muchos otros como sospechoso, pero afortunadamente para él no fue descubierto. Sin embargo, date cuenta de lo terrible que es lo que estoy diciendo: fue un sospechoso, y trataba de descubrirse al culpable de haber escrito el libro.
Una de las figuras más notables que se opusieron al libro de Chambers fue el obispo Samuel Wilberforce (sí, uno de los nombres del debate, pero a eso llegaremos luego). Sí, Wilberforce era sacerdote, pero una vez más, muchas de las ideas modernas sobre estos debates nos hacen pensar que se trató de ignorantes religiosos contra educados ateos y agnósticos, algo que no es cierto. Se trataba en este caso de una persona con una buena educación científica: de hecho, era miembro de la Royal Society y tomaba parte a menudo en discusiones y debates de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia (que, por cierto, sigue existiendo hoy). Además, el obispo Wilberforce era un orador excepcional, algo muy valorado en la Inglaterra de la época, en la que los debates públicos eran muy comunes. Wilberforce tenía armas oratorias muy eficaces, y era capaz de retorcer un argumento hasta convencer a la gente de su postura de maneras muy sinuosas: no en vano lo llamaban Soapy Sam (Sam el Jabonoso), en parte por su hábito de frotarse las manos mientras hablaba, y en parte por lo resbaloso que era al debatir. Benjamin Disraeli lo describió como “untuoso, oleaginoso, saponáceo”.
“Sam el Jabonoso”, Samuel Wilberforce (1805-1873).
En 1847, en un sermón ante una congregación de científicos (se trataba de una misa durante uno de los encuentros de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia), Wilberforce atacó ferozmente al libro de Chambers –sin saber, por supuesto, que se trataba de él–. Wilberforce utilizó argumentos racionales y emocionales para desacreditar las ideas de “Vestigios…” (que tenía, por cierto, agujeros bastante notables que el propio Darwin criticó en sus obras), y la gente quedó realmente impresionada por lo sólido y cortante de su discurso. Aunque no tenemos, por supuesto, una transcripción de su sermón, la impresión general parece haber sido que Wilberforce propinó un mazazo considerable a las teorías de la transmutación natural.
Desgraciadamente para él y quienes lo apoyaban, la cosa no había terminado ahí. Unos años después, en 1859, se publica Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida, de Charles Darwin. Las teorías de Darwin son de una solidez y contienen una cantidad de evidencias científicas que convierten al libro de Chambers en una broma, pero desde luego tienen cosas en común — como la idea de que el ser humano y los monos tienen ancestros comunes. Naturalmente, los altos estamentos de la Ciencia y la Iglesia inglesas atacan las teorías de Darwin sin dilación, y las facciones más liberales de ambas defienden la teoría apasionadamente. Darwin, que sufre de mala salud, no toma parte en discusiones ni debates, aunque lee con interés las críticas a su obra y los relatos de debates posteriores.
Richard Owen (1804-1892). ¡No me digas que no tiene cara de malo!
Uno de los críticos más feroces de “Sobre el origen…” es Richard Owen, eminente biólogo y paleontólogo (el creador del término dinosaurio). Owen escribe una crítica anónima en el Edinburgh Review en la que se opone de una manera realmente agresiva a las teorías de Darwin. No sólo eso — además, se pone en contacto con Wilberforce y lo azuza y lo informa para que éste escriba otra crítica negativa en el Quarterly Review, ya que los poderes de persuasión de Wilberforce superan con mucho a los del propio Owen. Según él, existen diferencias anatómicas tan evidentes entre, por ejemplo, el cerebro de un gorila y el de un hombre (pues el del gorila no tiene hipocampo, además de otras estructuras, y el del hombre sí) que es imposible aceptar que ambos tienen un ancestro común — el hombre es único y diferente de todos los animales. Wilberforce está, desde luego, de acuerdo con él. Por cierto, si sabes de anatomía y te has echado las manos a la cabeza porque el cerebro del gorila sí tiene hipocampo, espera unos cuantos párrafos.
Otros clérigos de la época, por el contrario, apoyan a Darwin. Charles Kingsley, por ejemplo, afirma que se trata de “una concepción igualmente noble de Dios”, al considerar que un Creador que pone en marcha el proceso evolutivo es tan aceptable para el Anglicanismo como uno que crea las especies tal y como son hoy. Otros sacerdotes, como Baden Powell, van incluso más allá: según ellos creer en milagros es una forma de ateísmo, pues suponen la ruptura de las leyes divinas, mientras que la evolución no lo hace. Como puedes ver, tanto dentro de la comunidad científica como de la religiosa –y ambas se encontraban íntimamente entrelazadas– la cosa despertaba pasiones.
Desgraciadamente, Darwin no podía defender sus ideas: además de su delicada salud, su temperamento no se prestaba a ello. Afortunadamente para él había otros que simpatizaban con sus teorías y sí tenían la salud y la disposición necesarias para convertirse en los “paladines de la evolución”. El más famoso de ellos era el primer nombre del debate, el conocido como “bulldog de Darwin”: Thomas Henry Huxley. La vida y las ideas de Huxley son realmente interesantes y hablaremos más en profundidad de ellas en la serie, pero en lo que nos afecta hoy, se trataba de un individuo que combinaba varias cualidades que lo hacían el defensor perfecto de Darwin. En primer lugar, se trataba de alguien con una gran formación científica, especialmente en anatomía y fisiología. En segundo lugar, era alguien muy cercano a Darwin y que estaba realmente convencido de que sus teorías eran la mejor explicación de lo que podemos observar (algo que no había sucedido con las de Chambers ni Lamarck, a las que Huxley se había opuesto ferozmente por falta de solidez). Finalmente, se trataba de un orador inteligente y persuasivo, aunque no era considerado ni de lejos rival para Sam el Jabonoso, desde luego, y tenía la suficiente valentía como para mostrarse públicamente a favor de la teoría de Darwin (algo que Chambers nunca hubiera podido hacer).
El “bulldog de Darwin”, Thomas Henry Huxley (1825-1895).
Como puedes ver, la situación es hasta cierto punto simétrica: las dos “figuras pensantes” son Owen y Darwin, que representan las posturas encontradas de la ciencia de la época. Sin embargo, ni uno ni otro son grandes oradores, y ambos se convierten en mentores de sus paladines, Wilberforce y Huxley, que son quienes se enfrentan a la luz pública. Sin embargo, Owen (que era bastante más malévolo que Darwin) atacaría luego a Huxley directamente de varias maneras, y éste respondería expeditivamente. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.
El 28 de Junio de 1860 tanto Wilberforce como Huxley formaban parte de una reunión de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia en la que un autor, Charles Daubeny, leyó uno de sus artículos en los que se mencionaba la teoría de Darwin. Huxley, Owen y otros se enzarzaron en una breve discusión acerca de la evolución, pero la cosa quedó en agua de borrajas; Huxley decidió contestar a los argumentos de Owen por escrito con pruebas científicas, y se negó a seguir discutiendo. Sin emabrgo, el obispo Wilberforce –que parece no haber estado presente ese día– decidió dirigirse a los miembros de la Asociación dos días después, el sábado 30 de Junio, para explicar por qué la teoría de Darwin no se sostenía.
Al principio parece que Huxley no tenía demasiadas ganas de entrar en un debate con Wilberforce, pero otros partidarios de Darwin lo convencieron. Uno de ellos fue, irónicamente, Robert Chambers, que todavía no había tenido lo que hay que tener para revelarse como el autor de “Vestigios…” pero al mismo tiempo azuzaba a otros para que defendieran públicamente la evolución. El caso es que, al final, Huxley accedió a salir a la palestra el sábado y discutir con Wilberforce, a pesar de la gran reputación de éste último: prácticamente todo el mundo esperaba un nuevo mazazo a la evolución como el que había propinado el obispo de Oxford trece años antes en su sermón contra la obra de Chambers.
Es difícil saber con exactitud lo que sucedió durante esos días, porque todo lo que conocemos es a través de los escritos posteriores de los participantes, y como te puedes imaginar no se trata de relatos imparciales. Sin embargo, parece ser que ambas partes eran conscientes de la importancia del debate del sábado: Owen se reunió con Wilberforce la noche anterior para aleccionarlo, y Huxley discutió con Joseph Dalton Hooker y otros allegados a Darwin cómo defender sus teorías.
Charles Darwin, el “núcleo ausente” del debate (1809-1882).
Owen –quien, como he dicho antes, era bastante malicioso– hizo que el presidente de la sesión del sábado fuera John Stevens Henslow, antiguo mentor de Darwin (fue él quien le presentó al capitán del HMS Beagle en el que haría su famoso viaje), quien ahora se oponía a las ideas de “Sobre el origen…”. De ese modo parece que Owen pretendía que el golpe a Darwin y Huxley fuera aún más estrepitoso. En cualquier caso, ambas partes se presentaron en el Museo de Historia Natural de la Universidad de Oxford listos para el debate — curiosamente, el objetivo oficial de la reunión era escuchar la lectura del artículo de John William Draper “Sobre el desarrollo intelectual de Europa, considerado como referencia de las ideas del Sr. Darwin y otros de que la progresión de los organismos viene determinada por una ley” , pero todo el mundo sabía que cuando acabase la lectura se desenvainarían las espadas retóricas.
En efecto, parece ser que Draper hizo una lectura larga y aburrida de su artículo y, por fin, empezó la verdadera discusión. Tras breves intervenciones de figuras menos importantes, el reverendo Wilberforce tomó la palabra y bordó una de sus emotivas y jabonosas diatribas, cuidadosamente preparada con anterioridad. Por los relatos de los presentes, parece ser que se trató de un discurso eficaz pero que, al ser muy difícil descartar la teoría de Darwin con la misma facilidad que podía hacerse con otras menos sólidas empíricamente (como la de Chambers), se centraba en marear la perdiz, en acusaciones personales y en la lisa y llana manipulación de las emociones para tratar de llevarse el público a su lado sin argumentos racionales.
Al parecer, en el conato de debate entre Huxley y Owen de unos días antes, Huxley había afirmado algo del estilo de que lo importante eran la verdad y los hechos, y que para él no significaría nada personalmente conocer que uno de sus ancestros había sido, por ejemplo, un gorila. De manera que Wilberforce terminó su discurso el sábado haciendo una broma al respecto, para convertir a Huxley en objeto de burla (las bromas sobre los evolucionistas y los monos eran muy frecuentes entonces), haciendo una pregunta a Huxley que pasaría a la posteridad y que Wilberforce probablemente lamentaría más adelante: ¿Preferiría entonces el Sr. Huxley descender de un mono por parte de padre o por parte de madre?
Caricatura de Darwin como un mono, algo habitual en la época.
La chanza fue probablemente no planeada, y algo torpe: francamente, impropia de un orador como Wilberforce. La cuestión es que, en la época, muchos debates se ganaban o perdían, no por la solidez de los argumentos, sino por la habilidad de manipular las emociones del público a uno u otro lado, y parece que el obispo de Oxford no pudo evitar terminar su discurso con un intento de lograr precisamente eso. Sin embargo, como digo, fue una torpeza, y Huxley lo sabía. Parece ser que, según Wilberforce soltaba su pregunta bromista y el público rompía en carcajadas, Huxley susurró a Benjamin Brodie (el Presidente de la Royal Society), que estaba sentado a su lado: “El Señor me lo acaba de poner en las manos”.
La respuesta de Huxley, aunque también es retórica y trata de crear emociones, es de una calidad muy superior, en este caso, a la del afamado orador Wilberforce. Lo mejor es que leas el relato de una de las personas que se encontraban allí, escrito menos de un mes tras su celebración. Se trata de las palabras del zoólogo y ornitólogo Alfred Newton (énfasis mío):
En la Sección de Historia Natural tuvimos otro apasionado debate darwiniano [...] Tras [largos preliminares] Henslow pidió a Huxley que expusiera sus ideas con más extensión, y esto hizo que hablase el obispo de Oxford [...] Refiriéndose a lo que Huxley había dicho dos días antes, sobre que al fin y al cabo no le importaría saber si descendía de un gorila o no, el obispo se mofó de él y le preguntó si tenía preferencia por descender de él por parte de madre o de madre. Esto dio a Huxley la oportunidad de decir que antes preferiría ser familia de un simio que de un hombre como el propio obispo, que utilizaba tan vilmente sus habilidades oratorias para tratar de destruir, mediante una muestra de autoridad, una discusión libre sobre lo que era o no verdad, y le recordó que en lo que se refiere a las ciencias físicas la “autoridad” siempre había acabado siendo destronada por la investigación, como podía verse en los casos de la astronomía y la geología. A continuación atacó los argumentos del obispo y mostró cómo no se correspondían con los hechos, y cómo el obispo no sabía nada de lo que había estado hablando. Mucha gente habló después [...] La impresión de los asistentes fue muy contraria al obispo.
La cortante respuesta de Huxley impresionó tanto al público que, de acuerdo con algunos testimonios, Lady Brewster se desmayó literalmente. Los partidarios de Darwin, incluidos los pastores anglicanos liberales, jalearon el discurso de Huxley con pasión (el reverendo Baden Powell no estaba allí pues, desgraciadamente, había muerto unos días antes). Las emociones del público habían sido, efectivamente, dirigidas con habilidad… pero no por Wilberforce, sino por Huxley, que había quedado como un honrado investigador insultado por el ruin Wilberforce (sí, algo hasta cierto punto cierto, pero utilizado con astucia por Huxley).
La sede del debate, el Museo de Historia Natural de la Universidad de Oxford. Crédito: Wikipedia/FDL .
No ayudó demasiado al bando conservador del debate el hecho de que el siguiente en hablar fuese Robert FitzRoy, el capitán del HMS Beagle, el navío en el que Darwin había realizado su famoso viaje. FitzRoy hizo un breve y burdo discurso en el que levantó una gran Biblia frente al público, pidiéndoles que creyesen a Dios antes que al Hombre. Una petición que tal vez hubiera funcionado en otro entorno, pero prácticamente todos allí eran científicos (fueran clérigos o no), con lo que la impresión general fue ahora la de la intolerancia e ignorancia del bando de Wilberforce frente al del conocimiento y el racionalismo de Huxley.
El último en hablar fue otro partidario de Darwin, Hooker; no sabemos bien lo que dijo, pero en su propio testimonio de la reunión, Hooker afirma que fue él y no Huxley quien hizo callar a Wilberforce y quien, en resumidas cuentas, ganó el debate. Es difícil saberlo, pero teniendo en cuenta que es él mismo quien lo dice, no me parece un testimonio demasiado fiable, más aún cuando tantos otros ponen a Huxley como el ganador de la discusión.
Tras el debate se muestra la calidad humana de cada uno de los participantes y asistentes: Huxley y Wilberforce, aunque en desacuerdo, mantienen una relación cordial e incluso trabajan juntos en alguna ocasión. Desde luego, Wilberforce sigue pensando que es un orador sin parangón y que ha ganado el debate. Sin embargo, Owen no perdona a Huxley el haber “derrotado” a su paladín, y le guarda un gran rencor. Lo ataca de diversas maneras, diciendo que es “el defensor del origen del hombre en un mono transmutado” y afirmando una vez más que algunas estructuras del cerebro humano no se encuentran en los simios, con lo que las teorías de Darwin no se sostienen.
Huxley muestra, una vez más, su modo de hacer las cosas: en varias ocasiones realiza, junto con otros científicos, disecciones del sistema nervioso de varios simios (incluido el gorila), y allí está claro y meridiano el hipocampo que se suponía sólo existía en el hombre, junto con las otras estructuras que menciona Owen. No se trata ya de una diferencia de opinión ni de una confusión: Owen ha mentido, y Huxley lo muestra al mundo, destruyendo en buena medida el prestigio de su sibilino rival. Cuando Huxley entra a formar parte, un año después, del Zoological Society Council, Owen abandona la institución. Posteriormente, Huxley actúa para evitar que Owen entre en el Royal Society Council. Con el tiempo quien gana en esta rivalidad es, indudablemente, Huxley (y, con él, Darwin), pero el rencor entre ambas partes nunca desaparecería.
Como sabes, las cosas siempre se exageran con el tiempo, y no creo que este debate haya creado un antes y un después en la aceptación de las ideas de Darwin y sus partidarios; sin embargo sí parece haber sido un punto de inflexión, y en él aparece la tendencia inevitable de la ciencia en su propia evolución hacia su forma moderna — el rechazo al principio de autoridad, la primacía de la experimentación y los hechos, el desligamiento de la religión… No sólo eso, también se observa en él las diferentes reacciones desde la religión ante los avances científicos: algunos los aceptan de buen grado, mientras que otros consideran sus textos sagrados como una verdad última y literal que ninguna observación de la realidad puede cambiar. Y todo ello aderezado con una buena dosis de demagogia por ambas partes –más, todo hay que decirlo, por la de Owen–. ¡Quién hubiera podido estar allí!
Además se observa otra diferencia entre ambas partes: aunque tanto los seguidores de Owen como los de Darwin eran apasionados, la mayor parte de los de Owen no consideran la posibilidad de que Darwin tenga razón; es más, les produce verdaderos escalofríos sólo pensarlo. Sin embargo, el propio Huxley duda muchas veces de algunos aspectos de las teorías de Darwin, y a menudo le pide pruebas empíricas que Darwin no puede proporcionarle. De hecho, Huxley no está convencido de que la teoría de Darwin sea la verdad última — simplemente se trata de la mejor explicación de las que dispone en ese momento para describir los hechos observados. Huxley es, más aún para su época, un científico de verdad — y su vida y sus ideas son realmente interesantes. Pero hablando de Thomas Henry Huxley…
Para saber más:- Huxley-Wilberforce Debate
- Thomas Henry Huxley (español)
- Thomas Henry Huxley (inglés)
- Samuel Wilberforce (inglés)
- Robert Chambers (inglés)
- Charles Darwin (español)
- Charles Darwin (inglés)
- Richard Owen (inglés)
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