En la primera parte de este artículo que estrena la serie de Premios Nobel hablamos acerca del descubrimiento, por parte de Wilhelm Röntgen, de los misteriosos rayos Röntgen o –como a él le gustaba llamarlos, y como los llamaremos a lo largo del artículo– rayos X.
En esta segunda parte hablaremos algo más en detalle de este tipo de radiación, sus propiedades, cómo se produce en la Naturaleza y artificialmente, sus utilidades y sus peligros, qué la hace especial y qué sabemos –y no sabemos– de ella. Hablemos pues de los rayos X.
En el momento de su descubrimiento, como sabes si leíste el discurso de presentación del Premio de Röntgen en la primera parte del artículo, esta radiación era un gran misterio, lo mismo que otras muchas que se descubrieron antes y que se descubrirían después: de hecho, a cualquier cosa que era emitida en forma de rayos se le denominaba radiación o rayos, acompañando la palabra de algún calificativo que no decía demasiado sobre la naturaleza del fenómeno.
Aún seguimos utilizando muchos de esos términos que revelan el desconocimiento inicial sobre la física involucrada en esos procesos: los rayos X, la radiación alfa, beta y gamma… a pesar de que algunos de estos fenómenos poco tienen que ver unos con otros (la “radiación alfa” está formada por núcleos de helio mientras que la “radiación gamma” es una onda electromagnética), existía cierta “mezcolanza” entre ellos debido precisamente a que se desconocía qué había detrás de cada uno. Sin embargo, hoy en día tenemos una idea muy precisa de la naturaleza de estas “radiaciones”, que tienen poco de misteriosas.
Los rayos X de Röntgen resultaron ser, al fin y al cabo, no demasiado diferentes de los rayos caloríficos de Herschel o los rayos químicos de Ritter: todos ellos eran simplemente radiación electromagnética, lo mismo que la luz que podemos ver, y todos ellos se regían por las cuatro maravillosas ecuaciones de James Clerk Maxwell.
Explicar los fundamentos físicos de las ondas electromagnéticas en general escapa bastante al objetivo de este artículo (tenemos pendiente dedicar un artículo a las ondas en general, ya que lo habéis pedido bastantes de vosotros), pero baste decir que, de acuerdo con la teoría de Maxwell, todas ellas se basan en la propagación de una perturbación de los campos eléctrico y magnético por el espacio: si te fijas en un punto del espacio por el que pasa una onda electromagnética, verás cómo el campo eléctrico aumenta hasta alcanzar un máximo y luego disminuye hasta hacerse nulo, para luego cambiar de sentido y aumentar hasta alcanzar de nuevo un máximo, y así una y otra vez. Lo mismo sucede con el campo magnético, excepto que las direcciones de ambos son perpendiculares entre ellas y a la dirección de propagación de la onda.
Evidentemente, no es fácil visualizar esto, pero tal vez la siguiente imagen te ayude (E es el campo eléctrico, B el magnético y k es la dirección de propagación de la onda):
Onda electromagnética. Crédito: Wikipedia (CC Attribution-Sharealike 2.5).
De hecho, era evidente que, al final, lo único que hacía especial a la luz que vemos con los ojos era precisamente eso: que los ojos de una especie de homínidos del planeta Tierra (unos monos cascarrabias y bastante arrogantes) habían evolucionado para ser sensibles a una parte de esas radiaciones, las que inundaban el planeta con mayor intensidad procedentes de su estrella. Es decir, el término “luz” era absolutamente arbitrario, y sólo tenía sentido para nosotros mismos, pues se refería justamente a nuestros sentidos.
¿Qué diferencia entonces a unas radiaciones de otras, y a los rayos X de Röntgen de las anteriores conocidas? Básicamente una única cosa: la frecuencia, es decir, la rapidez con la que los campos eléctrico y magnético varían en cualquier punto de la onda. En el Sistema Internacional, la frecuencia se mide en hercios (Hz) u oscilaciones por segundo. Por ejemplo, una radiación electromagnética con una frecuencia de 1 Hz sería aquélla en la que el campo eléctrico –o el magnético, porque varían a igual ritmo– realizaría una oscilación completa (es decir, volvería a encontrarse en el mismo estado que al principio) cada segundo.
Sin embargo, la frecuencia de la radiación visible (lo que los Homo sapiens llamamos “luz”) es de entre 4·1014 y 7,9·1014 Hz: es decir, el campo electromagnético de la luz que vemos oscila unos cuatrocientos billones de veces cada segundo, algo casi inimaginable. De igual manera es posible caracterizar la radiación electromagnética por su longitud de onda, la distancia que existe entre dos máximos consecutivos del campo (puedes verla en el dibujo de arriba como la letra griega λ): puesto que todas las ondas electromagnéticas viajan a la misma velocidad en el vacío –la velocidad de la luz–, la longitud de onda es igual a la velocidad de la luz entre la frecuencia de la onda. La longitud de onda de la radiación que podemos ver es de entre 380 y 750 nanómetros.
De modo que una onda electromagnética que oscile lentamente es invisible para tu ojo: lo son, por ejemplo, los rayos caloríficos de Herschel. Pero, si aumenta la frecuencia hasta que alcanza los 4·1014 Hz, empiezas a ser capaz de verla. El ojo humano tiene un máximo de sensibilidad alrededor de los 5,4·1014 Hz, y si la frecuencia fuera mayor que 7,9·1014 Hz dejarías de ser capaz de ver la radiación de nuevo — a partir de ahí sería radiación química de Ritter, es decir, ultravioleta.
Pero ¿qué hay de los rayos X de Röntgen? ¿Cómo de diferentes son de la luz que vemos? Su frecuencia está entre los 3·1016 y 3·1019 Hz. Ya sé que a veces las diferencias se pierden en la notación científica, pero recuerda que el exponente de diez indica el número de ceros: los rayos X oscilan de cientos a cientos de miles de veces más rápido que la luz visible y están, dentro del denominado espectro electromagnético que barre todas las radiaciones posibles, más allá del ultravioleta:
Espectro electromagnético. Imagen de dominio público.
Sin embargo, es evidente que hay algo especial, que debe necesariamente estar relacionado con la frecuencia de oscilación (ya que es la única diferencia entre unas radiaciones y otras), que distingue a los rayos X de las demás radiaciones electromagnéticas conocidas en el momento de su descubrimiento — se comportan de un modo distinto, por ejemplo, al atravesar muchas sustancias. No sólo eso: como el genial Nikola Tesla previno a la comunidad científica al poco tiempo de empezar sus propios experimentos con ellos, los rayos X eran peligrosos para el ser humano, ya que podían producir terribles quemaduras. Además, hoy en día sabemos que también tienen el potencial de producir cáncer. Pero, si la frecuencia es lo único que diferencia a los rayos X de la luz que vemos, ¿por qué este comportamiento tan diferente?
La razón se encuentra en la física cuántica. Como ya hemos tratado en la serie Cuántica sin fórmulas, en la década de los años 20 se hizo evidente la naturaleza cuántica de la radiación; Einstein (y hablaremos de él más adelante en esta misma serie y precisamente por esta razón) puso de manifiesto la cuantización de las radiaciones electromagnéticas con su explicación del efecto fotoeléctrico: la radiación está formada por cuantos de energía o fotones, y la energía de cada uno de estos fotones es igual al producto de la constante de Planck por la frecuencia de la radiación (E = h·f). Si entendiste aquellos artículos, deberías tener una idea bastante clara de por qué los rayos X son tan distintos de la luz que vemos.
Puedes imaginarlo así: la radiación transporta energía. Esta energía se transmite de un lugar a otro, como si llevásemos agua de un lugar a otro. Los fotones son como minúsculos cubos de agua llenos del precioso líquido; en el caso de la luz visible, cada cubo de agua es muy pequeño (los fotones tienen muy poca energía cada uno), mientras que en el caso de los rayos X los cubos son muy grandes (cada fotón tiene gran energía, pues su frecuencia es mucho mayor).
Este carácter cuántico de la radiación hace que una onda de luz visible y otra de rayos X no puedan comportarse jamás de igual manera: incluso aunque ambas transporten la misma cantidad de energía total, la luz visible la tiene “repartida” entre muchos fotones, mientras que en el caso de los rayos X la energía está “concentrada” en pocos fotones con mucha energía cada uno; evidentemente, “pocos” fotones siguen siendo muchísimos, pero muchos menos que en el caso de una onda equivalente en el espectro visible, y cada uno de ellos con muchísima más energía que los visibles.
¿Y qué más da si la energía está repartida entre muchos o concentrada en pocos?, puedes estar preguntándote. Pues importa, y mucho, porque todas las interacciones a nivel atómico se producen fotón a fotón. Como explicamos al hablar del efecto fotoeléctrico, el número de fotones puede influir en el número de veces que se produce un fenómeno (por ejemplo, la absorción de un fotón por parte de un átomo), pero la magnitud del fenómeno (por ejemplo, si se arranca un electrón del átomo o no) depende única y exclusivamente de ese fotón, independientemente de cuántos compañeros tenga.
De manera que, para estudiar cómo se comportan los rayos X, no debemos fijarnos en la onda completa, sino en un fotón que viaja en ella: imagina dos fotones, uno de luz visible y otro de rayos X. ¿Qué sucede cuando ambos inciden sobre tu cuerpo? Ambos lo hacen con la misma velocidad, que es la de la luz, pero uno tiene una energía y un momento lineal mucho mayor que el otro (pongamos, por ejemplo, mil veces más), con lo que el resultado es muy diferente. Es como si te llegaran un pequeño coche y un camión, ambos con la misma velocidad — sí, la velocidad es la misma, pero la energía y la cantidad de movimiento son muy diferentes.
El fotón de luz visible es absorbido por un átomo de tu piel. A partir de entonces, pueden suceder varias cosas, dependiendo de la frecuencia del fotón (es decir, su color), el color de tu piel y otras variables, pero lo más probable es que el átomo vibre más deprisa que antes (es decir, se caliente) y, tal vez, que el fotón sea emitido de nuevo en una dirección aleatoria (de modo que algunos lleguen a otros átomos circundantes y otros sean emitidos de vuelta al aire, es decir, reflejados): traducido a lo que vemos nosotros, la luz puede calentar tu piel y hace que podamos verla. No va a suceder nada demasiado espectacular.
Pero el fotón de rayos X no se rinde tan fácilmente: será absorbido por un átomo, igual que el primero, pero entonces pueden suceder cosas que en el primer caso no ocurrían — muy probablemente, dado el enorme momento lineal que traía el fotón, sea emitido otro fotón casi idéntico, más o menos en la misma dirección y sentido que tenía el original. La razón estriba en el principio de conservación del momento lineal: al tener un momento tan grande, la dirección más probable de emisión de un segundo fotón es en una dirección y sentido muy parecidos a los iniciales.
Este segundo fotón incidirá sobre otro átomo, que lo absorberá pero emitirá otro de nuevo — muy probablemente más o menos en la misma dirección y sentido que antes. Esto puede suceder muchísimas veces, según los átomos “se pasan el fotón” unos a otros, como si fuera un pequeño tren de fotones, ya que no se trata del mismo fotón en cada caso, sino uno nuevo emitido cada vez.
Es como si el fotón de luz visible (el del caso anterior) no tuviera demasiada “voluntad” de abrirse camino, y en cuanto es absorbido por un átomo, o bien no es reemitido y simplemente lo calienta, o bien es emitido en una dirección aleatoria (tal vez “hacia fuera” de nuevo); pero el fotón de rayos X, debido a su enorme energía y momento, “es terco” y no ceja — si es absorbido por un átomo, muy probablemente se emita otro casi igual que él en la misma dirección, y esta cadena de fotones absorbidos y emitidos consigue, poco a poco (aunque tarde un tiempo minúsculo, se producen muchas absorciones-emisiones dentro de tu cuerpo) atravesar tu cuerpo.
De ahí que los rayos X sean una radiación tan penetrante comparada con la luz visible. Evidentemente, tarde o temprano los rayos X son absorbidos completamente, pues no siempre se emite un fotón igual en el mismo sentido, pero pueden recorrer distancias considerables a través de muchas sustancias. ¿De qué depende hasta dónde pueden penetrar? De la densidad del material y sus características a nivel atómico: por ejemplo, cuanto más denso sea, más átomos hay “en el camino”, con lo que menos puede penetrar, porque cada vez que es absorbido hay una probabilidad de que no siga su camino.
Por cierto, ¿por qué hablo todo el tiempo de “probablemente”? Pero ¿no se conserva el momento lineal? ¿De qué depende que suceda una cosa u otra? Recuerda que, al hablar en la escala atómica, las leyes de la mecánica clásica no tienen por qué cumplirse: aquí reina sin discusión la mecánica cuántica (y si eres un lector habitual, al menos estás familiarizado con algunas de sus consecuencias). El momento lineal se conserva “más o menos”, y el comportamiento del átomo al recibir un fotón es, digamos, más bien borroso e impredecible. A lo más que podemos llegar es a describir lo más probable, pero no lo seguro.
Un par de aclaraciones de errores comunes acerca de la radiación electromagnética atravesando sustancias:
En primer lugar, los fotones que entran no son los mismos que los que salen. Como ves si has entendido mi pobre explicación, el fotón es absorbido muy pronto por un átomo del material, y se emite otro fotón; no es el mismo el que sigue su camino, “rebotando” por los átomos. Es esencial entender esto para entender la segunda confusión común.
En segundo lugar, la velocidad real de los fotones dentro del material sigue siendo de 300 000 km/s, es decir, la velocidad de la luz en el vacío. Cuando miramos la radiación “desde fuera”, la velocidad con la que se propaga es más lenta, pero no porque los fotones se muevan más despacio, sino porque lo hacen a trompicones — un fotón llega a un átomo, éste lo absorbe, al cabo de un tiempo muy corto emite otro fotón, etc. Estos tiempos entre absorciones y emisiones, además de los cambios de dirección dentro de la sustancia, hacen que la radiación tarde más en atravesarla, pero los fotones se mueven siempre, en cualquier momento y lugar, a 300 000 km/s.
Por esto funcionan las radiografías, como la de Anna de la primera parte del artículo: sobre tu cuerpo inciden multitud de fotones de rayos X, muy energéticos. La mayor parte de ellos, tras un montón de absorciones y emisiones consecutivas, salen por el otro lado (como fotones diferentes, por supuesto), pero no todos lo hacen: y la fracción de fotones que logran cruzar depende de la densidad. Los huesos, por ejemplo, al tener mayor densidad que otros tejidos, absorben una mayor cantidad de fotones, de modo que dejan una “sombra” sobre la pantalla del otro lado, con una intensidad de radiación menor que la de los tejidos circundantes. Más aún si hay algún metal involucrado (como el anillo de Ana en la foto).
Pero ¿qué sucede con las absorciones de uno de estos fotones que no son seguidas de una emisión posterior? Pueden pasar varias cosas y, en el caso de nuestro cuerpo, ninguna agradable; de ahí que los rayos X sean peligrosos. Para empezar, es posible que una buena parte de la energía se convierta en energía térmica, al vibrar el átomo mucho más deprisa que antes: por eso los rayos X pueden producir terribles quemaduras (esto no sucede con las radiografías porque la intensidad, es decir, el número de fotones por segundo, es muy pequeña).
Sin embargo, pueden suceder cosas aún peores: si recuerdas (si no es así, léelo de nuevo) el artículo sobre el efecto fotoeléctrico, cuando un fotón muy energético incide sobre el átomo, es capaz de arrancarle electrones, es decir, de ionizarlo. De ahí que los rayos X, como otras radiaciones electromagnéticas de alta frecuencia, se denominen radiaciones ionizantes. Por cierto, la radiación ultravioleta también tiene capacidad de ionizar átomos, e incluso la luz visible puede hacerlo sobre determinadas moléculas (como sucede, por ejemplo, en el papel fotográfico).
En el caso de los rayos X y otras radiaciones de alta frecuencia, el problema de su capacidad ionizante se encuentra en el daño celular que pueden producir: pueden producir alteraciones en el ADN del núcleo celular, rompiendo enlaces, creando otros nuevos y (dicho mal y pronto, que me perdonen los biólogos) descolocando las cosas y creando, potencialmente, un buen estropicio que incluya, entre otras cosas, cáncer. Es posible que la célula sea capaz de reparar el daño en el ADN, es posible que como consecuencia de la modificación simplemente muera… o es posible que se reproduzca, transmitiendo la alteración a las generaciones celulares posteriores. Puedes imaginar el resto de la historia.
Por eso, como mencionamos al hablar de las TAC, es importante no someter nuestro cuerpo a una dosis de rayos X mayor que la necesaria, ya que es potencialmente muy peligroso. Desde luego, como también vimos en ese artículo, los rayos X son de una utilidad médica extraordinaria — poco hubieran imaginado Röntgen o su mujer que seríamos capaces de generar imágenes en 3D e incluso vídeos de nuestro propio cuerpo utilizando sus rayos.
Pero ¿cómo diablos pueden producirse fotones tan energéticos como para constituir rayos X? Básicamente, cualquier radiación electromagnética se produce del mismo modo, como describen las ecuaciones de Maxwell que he mencionado al principio — cuando se aceleran cargas eléctricas (en el sentido más amplio de “acelerar”, es decir, cuando existe una aceleración no nula). Por ejemplo, como describió Naeros en su artículo introductorio sobre antenas, las ondas de radio suelen producirse haciendo circular por un cable una corriente alterna, es decir, haciendo que los electrones cambien de sentido muchas veces por segundo.
Para producir radiación infrarroja, e incluso visible, no hay más que calentar algo: los átomos vibran, con lo que sus cargas se aceleran (se mueven a un lado y a otro a gran velocidad) y emiten radiación, es decir, fotones — y luego veremos cómo se producen así incluso rayos X. Pero, por supuesto, para producir fotones de rayos X hacen falta aceleraciones absolutamente brutales… por ejemplo, las que lograba Wilhelm Röntgen en sus experimentos.
En un tubo de rayos catódicos como el que utilizaba el alemán, se emiten electrones en un tubo de vacío. Estos electrones salen de un electrodo a gran velocidad e impactan al otro lado contra un metal: al chocar con el metal se frenan muy bruscamente. ¡Ahí está la aceleración! El frenado de los electrones es tan violento que gran parte de la energía que pierden en esa deceleración se emite en forma de fotones muy energéticos, es decir, de rayos X. Hablamos de esto hace bastante tiempo, cuando describimos cómo funciona precisamente un acelerador de partículas (y los tubos de rayos catódicos no son más que eso). Esta emisión de radiación mediante el frenado de partículas cargadas recibe el nombre de Bremsstrahlung (radiación de frenado).
También es posible generar rayos X artificialmente mediante un sincrotrón (hablamos de ellos también en el artículo de aceleradores de partículas), llevando electrones a velocidades muy próximas a la de la luz y haciéndolos girar muy rápido. Recuerda que un giro implica una aceleración (la aceleración centrípeta), y al girar tan deprisa, la aceleración centrípeta es tremenda, con lo que se produce radiación electromagnética muy energética… una vez más, rayos X.
Pero también pueden producirse rayos X en el interior del átomo: por ejemplo, al lanzar los electrones del tubo de rayos catódicos contra el objetivo de metal, algunos electrones –que van muy deprisa– pueden arrancar un electrón de la capa más cercana al núcleo. En muy poco tiempo, un electrón de una de las capas más exteriores “cae” para rellenar ese hueco, y la energía que pierde entre ambos niveles se emite en forma de un fotón. Si el metal es un metal pesado, con un gran número de electrones, la diferencia de energía entre ambos niveles puede ser suficientemente grande como para que el fotón emitido sea de rayos X. Este tipo de emisión se denomina de la capa K, por el nombre de la capa electrónica más cercana al núcleo.
¡No pienses, sin embargo, que todos los rayos X del Universo los producimos nosotros! Desde luego, no son algo cotidiano o no hubiéramos tenido que esperar a Röntgen para darnos cuenta de que existían, pero los rayos X se producen todo el tiempo en diferentes lugares del cosmos — eso sí, normalmente se generan en procesos en los que las energías son muy grandes.
Por ejemplo, cuando la materia cae hacia un agujero negro o una estrella de neutrones, la pérdida de energía potencial gravitatoria es muy grande y, a veces, rápida y violenta. Como consecuencia, emite una gran parte de la energía que pierde en forma de fotones de rayos X y rayos gamma — ya hablamos de esto al hablar, por ejemplo, de los púlsares en el artículo sobre las estrellas de neutrones. Los cuerpos estelares muy densos son, por lo tanto, excelentes fuentes de rayos X bastante intensos y regulares, además de muy interesantes, como es el caso de los mencionados púlsares.
Algo parecido sucede en el caso de las supernovas: las energías liberadas en ellas son tan absolutamente inimaginables que se emiten gigantescas cantidades de rayos X y rayos gamma (aún más energéticos, con mayor frecuencia, que los rayos X de Röntgen). Es más, la temperatura sigue siendo tan alta en los gases expulsados, incluso siglos después del colapso de la estrella, que la nube de plasma en expansión sigue emitiendo rayos X durante mucho tiempo. No te pierdas la siguiente imagen tomada por el telescopio de rayos X Chandra, en la que se puede observar la emisión de rayos X de los restos de la supernova de Tycho, llamada así porque fue observada en 1572 por el astrónomo Tycho Brahe — pero esta imagen es actual, y ahí sigue la nube de plasma quinientos años después de la supernova, emitiendo rayos X desenfrenadamente debido a su elevadísima temperatura:
Supernova de Tycho vista por Chandra. Los colores van de rayos X de menor frecuencia (rojo) a mayor (azul). Versión a 2400×2400 px. Crédito: NASA.
Porque la temperatura es otra de las claves en la producción natural de rayos X. Claro, como he dicho antes, si no está muy caliente emite radiación de baja frecuencia, infrarroja o visible. Seguro que has visto algo que se va calentando hasta que puedes verlo brillar de un color rojizo, cuando está incandescente — si sigue aumentando la temperatura el color sigue cambiando según aumenta la frecuencia de la radiación emitida hasta llegar al azul. Bien, un objeto muy, muy caliente puede emitir radiación ultravioleta… y si está realmente caliente (tan caliente que ya ni siquiera hay moléculas, porque se han roto, ni siquiera átomos, porque las cargas se han separado, sino simplemente plasma), los fotones emitidos son tan energéticos que se trata de rayos X.
De hecho, no hay receta más simple para producir rayos X: tómese un material cualquiera y caliéntese hasta unos cuantos millones de grados, preferiblemente unos cientos de millones. Esto sucede, por ejemplo, cuando el gas y el polvo de varias galaxias se concentran en una región relativamente pequeña del espacio al formarse un cúmulo de galaxias — según el gas se va comprimiendo, su temperatura va aumentando, hasta que alcanza valores tremendos, tan grandes que se emiten rayos X (entre muchas otras cosas, por supuesto).
Nuestro propio Sol es un emisor considerable de rayos X: de hecho, si se observa la Luna en las frecuencias de los rayos X, ¡brilla! Pero, claro, no porque la Luna sea un emisor independiente de esta radiación, sino porque refleja parte de los rayos X procedentes del Sol.
El Sol en rayos X. Imagen del satélite Yohkoh. Crédito: NASA.
La superficie del Sol no tiene, ni de lejos, la suficiente temperatura para emitir rayos X en cantidades aceptables: está a unos 6 000 K, es decir, “frío como un témpano de hielo” comparado con lo que hace falta para emitir fotones de tantísima energía. Si miras la superficie del Sol en rayos X, la ves casi negra, como en la foto de arriba. Sin embargo, la corona del Sol alcanza temperaturas de millones de grados, como ya vimos al hablar de su estructura, y brilla maravillosamente en rayos X. También hay enormes temperaturas muy profundamente en el interior de nuestra estrella, y se emiten rayos X, pero es a tal profundidad que casi ninguno alcanza la superficie, de modo que los que vemos provienen de la corona.
Afortunadamente para nosotros, los rayos X procedentes del Sol son absorbidos muy rápidamente por las capas altas de la atmósfera, o las cosas serían bastante más… mutagénicas aquí en el suelo. Eso sí, como hemos mencionado ya alguna vez al hablar de partículas elementales (lo siento, pero no recuerdo el artículo y no puedo enlazarlo), la radiación muy energética procedente del Sol y absorbida en la atmósfera produce verdaderas “cascadas” de partículas elementales inestables, algunas de las cuales sí alcanzan el suelo y nos proporcionan información inestimable sobre la física subatómica.
Vídeo del Sol en el rango de frecuencias de los rayos X tomado por el satélite Yohkoh. Crédito: NASA.
Pero no hace falta ir al espacio para ver otras fuentes de rayos X, aunque de una intensidad mucho menor, claro. En los instantes inmediatamente anteriores a la descarga de un rayo, según el líder escalonado va descendiendo hacia el suelo, se produce la emisión de cantidades razonables de rayos X, y la verdad es que aún no entendemos muy bien por qué. Sí, la temperatura que se alcanza en un rayo es enorme, pero muchísimo menor que la necesaria para emitir rayos X térmicos — debe haber necesariamente algún otro fenómeno involucrado, y los científicos aún están estudiando cuál es. Lo curioso es que estos rayos X, como digo, no se producen durante la descarga del rayo, sino antes, cuando el líder está “tanteando el terreno” (si no sabes de lo que estoy hablando, puedes leer el artículo sobre la descarga que acabamos de mencionar). Curioso, ¿verdad?
Lo más curioso de todo es que, como he dicho, normalmente los fenómenos que producen rayos X involucran energías muy grandes, pero recuerda que lo que hace especiales a los rayos X no es la energía total que lleva la onda, sino la energía de cada fotón. Puesto que, rayos X o no, un único fotón tiene una energía muy pequeña, en algunos casos bastante peculiares pueden producirse rayos X sin que hagan falta energías cataclísmicas. Recientemente se publicó un artículo en la revista Nature en el que se describe cómo se pueden producir rayos X al separar cinta adhesiva del rollo en el vacío — una vez más, todavía no sabemos bien por qué se produce esto, salvo que está relacionado con la triboluminiscencia, aunque de un tipo realmente extraño, dada la enorme frecuencia de los fotones generados.
De manera que, como puedes ver, aunque los rayos X ya no son la misteriosa radiación de los tiempos de Röntgen, y entendemos realmente bien su naturaleza, no es tanto así con los fenómenos que los producen: aún queda algo de misterio y, sin duda alguna, mucho por descubrir. Röntgen probablemente se mesaría la barba con curiosidad.
En la próxima entrega de la serie, el Premio Nobel de Química del mismo año, 1901.
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